Diario de Corea del Norte. Michael Palin
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El único consejo que me entristece de verdad es el que parece ir en contra de la esencia de lo que, para mí, es un viaje. «Recuerde que puede poner a los norcoreanos y a sus familias en una situación muy difícil si intenta establecer contacto con ciudadanos de a pie».
Nick nos entrega los visados para acceder a Corea de Norte. Están en tarjetas aparte: no se marca nada en nuestros pasaportes para evitar situaciones embarazosas en caso de que luego viajemos a países para los cuales la RPDC es el demonio. Ha llegado el momento de llevar nuestro equipaje y equipo a la estación. El sofocante calor es cada vez más intenso, aunque el sol permanece oculto tras un cielo nublado. Nick consulta su teléfono. El índice de calidad del aire está alrededor de 220. Esa cifra lo sitúa en la categoría de «Muy poco saludable». «No está mal para ser Pekín», comenta él, animado.
La primera etapa de nuestro viaje a Corea del Norte comienza de forma espléndida en la estación de Pekín, con sus techos de pagoda y sus múltiples torres. Su espacioso vestíbulo está ya abarrotado de viajeros. El reloj de la estación da las tres al son del viejo himno maoísta «Oriente es Rojo», lo que me retrotrae a mi primer viaje a China, en el verano de 1988, cuando el país tenía un aspecto y transmitía una sensación muy distintos de los actuales. Los monos maoístas y los ríos de bicicletas son cosa del pasado, y es más probable que los eslóganes que adornan los tejados sean anuncios de pasta de dientes que consignas políticas para enardecer a las masas.
Las escaleras mecánicas llevan a un torrente constante de pasajeros hacia la planta donde están las salidas. En el gran espacio en el que esperamos a que se anuncie nuestro andén, todas las sillas están ocupadas. Los únicos asientos vacíos se encuentran en una pequeña sala adjunta en un lateral, donde por unos pocos yuanes puedes sentarte en unos sillones mecánicos que te dan un masaje presionando diversas partes del cuerpo y bamboleándolas un poco. Con cierta cautela, pago mis veinte minutos y me reclino en uno de ellos. Es una sensación extraña. Todo el mundo intenta aparentar que simplemente se está relajando, cuando, en realidad, todos son perfectamente conscientes de que la sensación que experimentan se asemeja a la de estar atado a un saco lleno de tejones inquietos.
Mientras mi sillón me da una buena tunda, unas pantallas en la pared opuesta muestran imágenes de la histórica reunión que ha tenido lugar hoy entre los líderes de Corea del Norte y Corea del Sur en la zona desmilitarizada de Panmunjom, donde se firmó el armisticio que partió Corea en dos hace casi setenta años. Los apretones de manos, las sonrisas, las palmadas en la espalda y el melindroso caminar al cruzar una franja de cemento pueden parecer cursis, pero son testimonio de un extraordinario avance en las relaciones entre las dos Coreas. Aunque no puedo estar seguro, me parece que esto solo puede beneficiarnos y facilitar nuestro acceso a uno de los países más herméticos de la Tierra.
El tren está limpio y es moderno, con su jarra de acero inoxidable y lo que, si no me equivoco, es una escupidera, en el estante de la ventanilla de mi compartimento de cuatro camas. Nuestro técnico de sonido, Doug, nos saca una foto a Jaimie, Nick, Neil y a mí en el momento de la partida. El tren arranca puntual, a las cinco y media. Durante horas, no hay nada que ver más que una muralla ininterrumpida de bloques de pisos: los tentáculos de la ciudad se extienden insaciables hacia el campo para, al fin, conectar con los tentáculos de otra ciudad que tiene exactamente el mismo aspecto.
Cenamos tarde, aunque la comida es bastante buena. Ajos tiernos, cerdo y cebolla; un plato fuerte y sabroso, acompañado por una Budweiser fría y tinto Great Wall.
Intento dormir, pero no lo consigo. En mi compartimento entra el humo del tabaco de un grupo que habla muy alto en el pasillo. Me concentro en mi guía de conversación para el viajero en coreano.
Día 3
Sábado, 28 de abril
Annyonghasimnikka. Nanun yongguksaram imnida: «Hola, soy inglés».
Son casi las siete cuando nos acercamos a Dandong. Miro por la ventanilla. Hay basura tirada junto a las vías. Hileras de edificios residenciales de treinta o cuarenta pisos de altura, acabados en un crudo cemento gris, impiden una vista más amplia del paisaje. No hay mucho que atraiga la atención. Al cabo de unos pocos minutos, entramos en una estación moderna, funcional e impecablemente limpia, con suelos de granito gris pulido. Un cartel que dice: «Por favor, manténgase firme» no es un eslogan de propaganda política, sino una advertencia de seguridad a medida que nos disponemos a bajar de las escaleras mecánicas. Y no es el único cartel que hay en inglés. Otro nos anima a «Viajar seguro, viajar con orden, viajar con calidez».
Tenemos tiempo de sobra para caminar por la orilla del río y echar un último vistazo a China antes de embarcar en el tren con destino a Pyongyang. El centro de Dandong reluce y brilla con cromados y aluminio. Para mi sorpresa, una enorme estatua de Mao Zedong se erige en una plaza justo frente a un novísimo Starbucks. El político está inclinado hacia delante, envuelto en su gran abrigo, con el brazo extendido en dirección a Pekín y la espalda hacia el ancho río que marca la frontera con Corea del Norte. Solo el podio en el que se yergue es del tamaño de un edificio.
Cruzan el río un puente y medio sobre pilares. El terminado, que se conoce como el Puente de la Amistad entre China y Corea del Norte, se inauguró en 1943, el año en que yo nací. El otro, conocido popularmente como el Puente Roto, fue bombardeado por los estadounidenses durante la guerra de Corea y termina abruptamente en mitad del río. Una hilera de turistas caminan por él, hasta el final, y se detienen en su extremo para contemplar Corea del Norte. En el paseo junto al río, un grupo de mujeres chinas se hacen selfies junto a los cerezos en flor. Hacia el norte, del lado chino, se extiende una larga y claramente próspera primera línea de edificios en la orilla. Hacia el sur, en el lado coreano, no se ve más que hierba y barro.
De vuelta en la estación de Dandong, subimos a bordo de nuestro tren norcoreano. Está en muy buenas condiciones y ordenado, con vagones pintados con franjas blancas y verdes; tira de él una locomotora china grande y antigua. Salimos de Dandong y traqueteamos sobre el río, conocido por los chinos como Yalu y como Amnok por los coreanos, la frontera natural entre China y la República Popular Democrática.
El cruce es lento. Dejamos atrás una economía socialista de mercado y, entre los resplandores que dejan ver las vigas del puente, empieza a emerger una economía dirigida no reformada. Una vez pasado el puente, nos encontramos en un entorno completamente distinto. En lugar de coches y tiendas, hay gente, bicicletas y polvorientas obras. En vez de rascacielos, vemos cobertizos. La actividad a ambos lados del tren es modesta y el lugar parece adormilado. Los andenes de la estación de Sinuiju están vacíos excepto