Diario de Corea del Norte. Michael Palin

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Diario de Corea del Norte - Michael  Palin

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uno junto al otro en una pared, pero su tamaño es más bien recatado, nada ostentoso. Puede que parezca una recepción un tanto decepcionante, pero, por fin, nos encontramos en Corea del Norte.

      Estamos confinados a los vagones de «turistas» y se nos mantiene alejados de los lugareños. Por algún motivo, hoy hay un vagón de turistas menos, así que quienes los ocupamos estamos más apretados de lo habitual: holandeses, austríacos, británicos, canadienses y chinos. Antes de que se nos permita continuar hasta Pyongyang, se realizan exhaustivos controles de aduanas e inmigración. Mientras se llevan a cabo, jóvenes mujeres altas con blusas blancas ceñidas, pantalones negros, tacones altos y el cabello recogido en una cola de caballo traen carritos con refrigerios al andén con precisión militar.

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      Un pelotón de soldados con uniformes verde oliva y enormes gorras de plato se acerca al vagón; se las quitan de una forma casi cómica mientras debaten qué hacer con nuestro equipo de rodaje. Me preguntan si llevo alguna Biblia en mi bolsa (tienen fobia a los misioneros) o alguna guía de viajes, un mapa o alguna película estadounidense. En ese momento comprendo que lo primero que debes abandonar cuando entras en Corea del Norte es cualquier sensación de independencia personal. Hasta ahora, parece que los extranjeros despertamos por igual las sospechas y la fascinación de los lugareños. De ahí la combinación del interrogatorio militar a bordo del tren y las risueñas jóvenes con carritos de refrigerios cuando finalmente se nos permite bajar al andén.

      Hay un emblema de metal en el lado exterior del vagón que muestra una brillante estrella roja sobre un motivo compuesto por presas hidroeléctricas y cables de alta tensión, pero cuando salimos de Sinuiju, esa promesa de hormigón y modernidad es reemplazada por las ancestrales imágenes de campos arados y pueblecitos. Corea del Norte es un país predominantemente montañoso. Solo el veinte por ciento de su tierra es cultivable, así que depende de las llanuras costeras, como la que atravesamos en estos momentos, para producir los vitales suministros de comida que necesita. Y lo hacen, según observo, con escasa mecanización. Hombres y mujeres se mueven en bicicleta entre los arrozales o caminan cargados con cubos o cestas. Otros se agachan para plantar brotes y semillas. Los gansos ocupan los campos recién inundados. Bueyes, con bozales para evitar que se coman la preciosa cosecha, tiran de los carros. Cada cien metros, la locomotora toca su claxon para avisar a la gente de que despeje la vía, pero, a la velocidad a la que viajamos, hay tiempo de sobra de apartarse. Es como si el país se moviera a cámara lenta.

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      El compartimento del tren está aprovechado al máximo, con tres literas en cada pared, así que, en cuanto podemos, nos retiramos al coche restaurante. Está limpio y hay mucha luz. La comida está recién hecha en su impoluta cocina y la sirven camareras con delantales azules y gorras que recuerdan a las de las azafatas de un avión de la década de 1950. Hay un menú fijo.

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      Me traen todos los platos a la vez, cuidadosamente presentados en cuencos separados: sopa de col, col silvestre con cebolletas, pollo, gambas, ternera salteada, huevos duros y kimchi, ese característico básico coreano hecho a partir de col china fermentada y salsa picante. Lo rebajo todo con una cerveza fría. El vagón me recuerda cómo eran, y parece que ya no pueden permitirse ser, los vagones restaurante en Inglaterra. Me invade una gran sensación de placidez al contemplar el campo coreano por la ventanilla. Parece que hay un programa de acción conjunta para plantar árboles en paralelo a las vías. Los pueblos por los que pasamos están limpios y bien conservados, aunque mi parte cínica se pregunta si será porque están junto a la principal vía de ferrocarril.

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      Si me aburro de mirar fuera, puedo entretenerme con una televisión instalada en la pared que proyecta una serie de vídeos de Kim Jong Un, que esboza una amplia sonrisa mientras inspecciona líneas de montaje de cohetes y dispara misiles balísticos entre educados aplausos. En estos vídeos se muestra una ecléctica selección de imágenes: filas de tanques alineados en una playa, fotogramas que desprenden rayos como una estrella, chicas tocando violines, un puñado de gestas de ingeniería, un palacio deportivo infantil de reciente construcción, complejos vacacionales e impresionantes paisajes montañosos. Todo ello al son de música patriótica. Es una combinación de los Brit Awards, Last Night of the Proms* y una feria de armamento.

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      A medida que nos acercamos a Pyongyang, encontramos las primeras muestras de industria, pero es de otra época. Fábricas de ladrillo con chimeneas muy altas, algún almacén de vez en cuando, playas de maniobras y vías secundarias.

      Grandes bloques de viviendas se erigen pintados con colores pálidos. Los rostros de los Grandes Líderes, siempre del mismo tamaño, siempre uno junto al otro y siempre cuidadosamente enmarcados, sonríen desde sus carteles con una expresión paternal, tan amenazadores como el anuncio de una óptica. En ocasiones, sus retratos están acompañados por los símbolos heráldicos del régimen: un martillo, una hoz y un pincel de caligrafía; industria, agricultura y cultura.

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      Llegamos a Pyongyang bien entrada la tarde. Miro por la ventana con un poco más de curiosidad de la habitual y me decepciona un poco ver una ciudad moderna convencional, con nada que llame la atención salvo por una futurista pirámide de cristal que se eleva sobre los edificios aledaños como si hubiera venido de otro planeta. Luego me dicen que es el hotel Ryugyong, construido en 1987, pero, misteriosamente, todavía vacío. De hecho, con sus trescientos treinta metros de altura, es, oficialmente, el edificio vacío más alto del mundo.

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      En el andén nos esperan mis dos guías. Una se presenta como Li So Hyang (Li es el apellido). Tiene entre veinticinco y treinta años, es baja y de piel pálida. Viste un elegante traje con una falda y una chaqueta a medida. Su sonrisa y mano extendida me hacen pensar que ha hecho esto más veces. El otro guía es un hombre un poco mayor que ella, Li Hyon Chol, que también viste de traje y sonríe, aunque con menos seguridad.

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      Acompaña a los guías una bandada de funcionarios, aunque estos se quedan en un discreto segundo plano. Representan a nuestros anfitriones, la Agencia de Viajes Internacional de Corea y a la Administración Nacional de Turismo. Nick me dice que, a pesar de sus rimbombantes nombres, son una empresa con ánimo de lucro. No capto ninguno de sus nombres aparte del de la señora Kim, una mujer bajita de mediana edad que parece tener cierta autoridad. El resto son todos hombres. Enfundados en sus trajes oscuros con corbatas idénticos, se parecen peligrosamente al reparto de Reservoir Dogs.

      En mis viajes, suelo intentar evitar este tipo de personas. Siempre tienen sus propios planes. Hay cosas que quieren que veas, que no son las que tú quieres ver, y viceversa. Pero sabemos cómo funcionan las cosas aquí. Nadie consigue acceso sin restricciones, y mucho menos si eres occidental y vienes acompañado de un equipo de rodaje, y lo más probable es que sigamos viendo a muchas de estas personas durante la mayor parte del tiempo a lo largo de las próximas dos semanas.

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      Pero hemos llegado, y eso en sí mismo ya es todo un logro. No nos han impedido filmar cuando salíamos

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