Diario de Corea del Norte. Michael Palin
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Nuestro hotel se llama Koryo, uno de los antiguos nombres que recibía Corea. Ocupa dos edificios de cuarenta pisos, con un puente entre ellos a media altura. El diseño del interior es inofensivo y moderno. Pero, claro, casi toda Pyongyang es moderna. Los estadounidenses la destruyeron por completo con sus bombardeos en la década de 1950. De la vieja ciudad, según me dicen, solo queda una casa.
Hemos estado viajando durante la mayor parte de las últimas veinticinco horas desde que salimos de Pekín, y con nuestro equipo de cámaras embargado en una habitación del hotel hasta que reciba la aprobación final de aduanas, no podemos hacer otra cosa que disfrutar del bar del hotel. No resulta sencillo que nos sirvan, pues al principio todos los camareros están pegados a las pantallas que emiten una y otra vez la reunión entre los líderes de Corea del Norte y del Sur. Lo más sorprendente de las imágenes es la naturalidad con que Kim Jong Un se comporta. Tiene el aspecto de un hombre que controla por completo la situación. Camina como un pescador, con una gran sonrisa y la mano extendida. Desprende amabilidad. Por su lenguaje corporal, uno diría que estos dos líderes son viejos amigos, y no dos hombres que nunca se habían visto en persona y que representan sistemas mutuamente excluyentes.
En la pantalla aparece la presentadora del noticiario coreano. Es una figura de aspecto aristocrático, de mediana edad y robusta, que luce el vestido nacional tradicional, una prenda que parece de muñeca con una faja que ciñe el pecho. Se la conoce oficialmente como la Dama Rosa. Se sienta tras un escritorio y lee las noticias con autoritaria impasibilidad, sin que se intercalen imágenes ni haya cambios de plano.
Puede que no sea la mejor personificación de la emoción, pero no cabe duda por su voz de que la reunión que se ha celebrado en la zona desmilitarizada se considera un momento trascendental. Todo el mundo está sobrecogido. Nadie da crédito a lo que está viendo. Y nosotros, lo único que queremos es una cerveza.
Día 4
Domingo, 29 de abril
Hay una vibración baja y resonante. Un acorde sostenido que parece salir de todas partes al unísono. Es el sonido de un sintetizador extraño y etéreo, algo que podría haber creado Brian Eno. Miro el reloj. Son las seis de la mañana. Me doy la vuelta, tiro del edredón para taparme la cabeza e intento ignorarlo. Pero no hay manera. El sonido está por todas partes. No suena particularmente alto, pero es misteriosamente seductor y resulta imposible ignorarlo. Me levanto de la cama y echo un vistazo entre las cortinas para ver la luz del pálido amanecer.
Al otro lado de la calle hay tres edificios altos. Parecen grises y fantasmagóricos. No hay ninguna luz encendida. Y en la calle, veinticinco pisos más abajo, no hay tráfico alguno. No hay ni rastro de seres humanos por ninguna parte. Empieza a preocuparme el hecho de que me encuentro en un país que está en las listas de enemigos de todo el mundo desde hace mucho tiempo. Esa misteriosa música, los edificios grises e inertes… Todo parece hecho de la misma materia que las pesadillas. La bienvenida de anoche se me antoja a un mundo de distancia.
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