La revolución del malestar. Gonzalo Rojas-May

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La revolución del malestar - Gonzalo Rojas-May

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variar la forma en que esa necesidad se satisfacía. Hoy en día hay una enorme cantidad de personas que tienen acceso a cumplir sus necesidades, pero esto también ha abierto la fuente del deseo, la que, como se sabe, es insaciable. La naturaleza humana siempre quiere más. Hace tiempo ya que la humanidad no solo trata de satisfacer una necesidad: con el siglo XXI entramos a la era del deseo. Un ejemplo: «Ya no solo quiero tener un buen trabajo que me asegure el sustento familiar y la posibilidad de realizarme profesional y personalmente, además quiero trabajar pocas horas».

      Los bordes en este ámbito son cada vez más complejos, más difusos. ¿Hasta cuánto compro?, ¿cuántas camisas tengo?, ¿tiene el Estado o una supraentidad derecho a decidir cuánta ropa puedo tener? Y lo mismo ocurre en otras áreas.

      Como hemos dicho, hasta hace no muchos años un título técnico superior o universitario era garantía de trabajo, casa propia, buena educación para los hijos, satisfacer las necesidades fundamentales y más. A medida que el sistema educacional se fue expandiendo y la situación económica mundial ha ido mejorando, más y más individuos han tenido acceso a la educación superior. El problema con el borde, en este caso, es el límite. La cantidad de periodistas, arquitectos, ingenieros, abogados o psicólogos, por ejemplo, que un país necesita es siempre finito. La creencia de que un título universitario y el prestigio que lleva asociado garantizan una vida holgada en lo económico y reconocida socialmente ha hecho que en las últimas décadas haya habido una epidemia de cesantes ilustrados. Las carreras universitarias, en desmedro de los estudios técnicos, han acarreado frustraciones y malestares impensados hace algunos años.

      Los prejuicios, los que, desde luego, no necesariamente son negativos, muchas veces caminan de la mano con las expectativas. Si hiciéramos una encuesta y preguntáramos cuál es la mejor universidad del mundo, probablemente la respuesta mayoritaria que obtendríamos sería Harvard. Y si a continuación preguntáramos cuál es la razón de ello, se nos contestaría que debido a la tradición que posee, los profesores que ahí ejercen y los recursos con los que cuenta para investigación y desarrollo científico. Sin duda todo lo anterior es cierto, pero la principal razón por la cual Harvard es una de las mejores universidades del mundo es porque postula a ella la élite de los estudiantes secundarios a nivel mundial. En otras palabras, no son las universidades ni los institutos técnicos ni los recursos por sí mismos los que aseguran la calidad profesional; es el individuo el que define en buena medida el propio éxito. El estudiante que postula a Harvard ha estado expuesto, en la mayor parte de los casos, desde su nacimiento, a una educación y una estimulación cognitiva por sobre la media.

      Entonces, volviendo a la reflexión anterior, ¿debieran los estados definir o transmitir con claridad cuántos profesionales y técnicos va a necesitar cada país en los próximos cinco, diez o veinte años? A primeras luces pudiera parecer que sí, pero el problema es que decir eso devendría en poner un límite, establecer una frontera y ni a las universidades públicas ni a las privadas, a nivel mundial, les conviene eso. Pero, por sobre todo, está la pregunta de si la gente quiere saberlo, porque al delimitarlo, inevitablemente se le corta la esperanza y el sueño a alguien.

      La era del deseo lleva aparejada siempre la posibilidad de la frustración. Que la vida no es justa siempre se ha sabido. Pero hoy, cuando al parecer tenemos más derechos y alternativas que nunca, esto se nos hace más evidente.

      Con todo, el que los bordes se hayan difuminado ha hecho que la flexibilidad se consagre como un atributo cada vez más necesario para enfrentar el malestar. Los seres humanos, pareciera, debemos ser cada vez más flexibles si queremos encajar en la sociedad.

      Hoy por hoy, la tolerancia es un valor que, en lo teórico al menos, no lo discute nadie; como la igualdad de oportunidades, los derechos de la mujer y el de las minorías sexuales, todos son temas puestos muy recientemente en la agenda social y política; como se sabe, en tiempo histórico cincuenta o cien años son nada. Hasta hace un pestañeo de nuestra historia, ninguno de estos modelos de pensamiento existía; estas ideas de justicia, de igualdad de roles, de posibilidades no eran una alternativa. Ya nadie puede estar en desacuerdo con que la democracia posee un valor universal, que la flexibilidad y la tolerancia son principios fundamentales. Sin embargo, en la construcción de este modelo también aparecen gérmenes de intolerancia enormes. Si alguien quiere practicar o pertenecer o definirse como miembro de una comunidad con estructuras, con límites bien definidos, puede ser visto como una persona antidemocrática. Paradójicamente, la tolerancia y lo políticamente correcto se está volviendo, en cierto sentido, cada vez más intolerante. La amenaza integrista religiosa, ecológica, animalista y de género, puede ser el origen del renacimiento de las peores barbaries del siglo XX: los totalitarismos de izquierda y de derecha.

      La incertidumbre que nos ha dado la libertad es, paradójicamente, la génesis de buena parte de este malestar que nos invade. Tenemos tanta conciencia de las facultades que la vida nos debería ofrecer, tenemos tanta información sobre los bienes a los cuales podríamos acceder, tenemos tanta noción de cómo nuestros ídolos culturales viven; a través de las redes sociales podemos conocer por dentro las casas de nuestros jefes, los lugares donde toman sus vacaciones nuestros compañeros de trabajo, tenemos tantas expectativas sobre lo que podríamos alcanzar si la vida fuera «justa» con cada uno de nosotros, que hemos terminado llenándonos de ansiedad y angustia por no obtener de manera expedita y rectilínea posible nuestros deseos y anhelos. Hemos olvidado que el logro de cualquier sueño requiere necesariamente esfuerzo y rigor. La justicia y la igualdad de oportunidades no nos eximen de los requisitos y deberes que todo proceso de desarrollo personal, académico o laboral conlleva. Para muchos el choque entre sus sueños y el camino para alcanzarlos son fuente de frustración permanente.

      Al analizar la pregunta recurrente y quizá inevitable de por qué para otros la vida es tan fácil, descubrimos que esta posición contiene otra característica de nuestro tiempo: la envidia. Pero como nos avergüenza hacer consciente este sentimiento, lo maquillamos como malestar. Envidiamos la belleza, la inteligencia, la «cuna», las habilidades y la popularidad de los otros con la misma lógica que un niño que espera que todos sus deseos sean cumplidos. «La vida me debe dar por el solo hecho de que yo lo demando». Esta idea es tan pueril como la del usuario de WhatsApp que cree que su mensaje debe ser contestado con la rapidez y la diligencia que él espera.

      El malestar social que existe hoy es el resultado del progreso económico y es la comprobación empírica de que este no es suficiente para darle sentido a nuestras vidas. Ya no basta con tener un menú lleno de posibilidades teóricas, no es suficiente la promesa. «Lo quiero todo y lo quiero ahora», cantaba Freddie Mercury en los ochenta. A partir de entonces, con la caída de los socialismos reales, la explosión e invasión que ha hecho la tecnología en nuestras vidas se ha instalado el deseo con sus fauces abiertas. Nos hemos transformado en consumidores que desean no desear, pero no pueden dejar de hacerlo; el bienestar económico nos ha hecho adictos.

      Eros nos supera.

      1 Frase que alude a «Es la economía, estúpido», creada por James Carville, asesor político de la campaña presidencial de Bill Clinton, como recordatorio interno para el equipo, llegó a convertirse en el eslogan con que Clinton derrotó a George H. W. Bush en 1992.

      Capítulo 2

      Del «venceremos» al «compraremos»

      Entonces, ahora, nos movemos entre el deseo de «lo que quiero que pase» y el miedo de «lo que no quiero que pase». Si, por ejemplo, soy una persona de clase media, me molesta el presente. Por un lado, quiero cambiar mi actual devenir, pero, por otro, no quiero perder lo que ya tengo. He logrado diferenciarme de mi vecino, comparo los bienes que tiene mi compañero de trabajo y los míos. El menú de opciones frente a mí es más amplio que nunca, pero me siento inseguro porque el mundo es menos predecible. Las migraciones me exponen a culturas que no logro comprender del todo.

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