La revolución del malestar. Gonzalo Rojas-May

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La revolución del malestar - Gonzalo Rojas-May

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dejar de consumir. La presión social me impulsa a buscar siempre el último modelo de celular, el mejor televisor, a endeudarme para acompañar a mi equipo de fútbol favorito cuando juega fuera de mi país, a intentar cambiar mi auto con la mayor frecuencia posible, a darles a mis hijos todo lo que me piden, todo lo que yo no tuve. Y de pronto, debido a las deudas anteriores, empiezo a pagar el supermercado con la tarjeta de crédito, en cuotas. Acumular bienes no me hace más feliz, todo lo contrario; soy un deudor, estoy atrapado, tengo miedo».

      Con todo, aunque somos mucho menos pobres que en el pasado y tenemos acceso a un menú enorme de posibilidades, ello no significa tener acceso verdadero a todas las oportunidades. El capitalismo y la democracia liberal han sido los grandes ganadores y ahora deben pagar el precio por ser insuficientes, por no cumplir los sueños que prometieron.

      Para entender esto con mayor perspectiva hay que, necesariamente, oponerse a la inmediatez, concepto que se ha instalado en nuestra psique, trastocando completamente el modo en que desde siempre hemos procesado los hechos para interpretar nuestra realidad. Con la inmediatez de las comunicaciones, con el reinado de internet y nuestra sobreexposición a los estímulos de las redes sociales, se ha instaurado el dominio del «presentismo».

      El «presentismo» es una suerte de adicción adquirida en las últimas décadas, el querer vivir solo en el aquí y en el ahora. Soy cada vez más consciente de mi demanda, de mi deseo y quiero satisfacerla de la manera más rectilínea posible. De algún modo, no queremos mirar hacia atrás, pero tampoco hacia delante. Hay miedo en las dos posiciones. Temor para enfrentar, en verdad, el de dónde venimos, lo que hemos hecho y lo que hemos dejado de hacer. Y, sobre todo, no querer reconocer las profundas deslealtades con las utopías a las que en algún momento adherimos durante el siglo XX.

      Se trata de una posición de comodidad psíquica, a través de la cual evitamos enfrentarnos al espejo de nuestra memoria. No es que no queramos saber de nuestro pasado; lo que no queremos es hacernos responsables de él. Del mismo modo, intentamos no comprometernos mayormente con el futuro, ya que hacerlo implica, una vez más, asumir la responsabilidad de fallarnos.

      Tal vez una de las razones por las cuales nos hemos ido anclando en el «presentismo» sea la dificultad que tenemos para diferenciar entre historia y memoria. La diferencia esencial es que la historia es una ciencia social, en tanto que la memoria es una experiencia personal o grupal (cultural), ya que los grupos humanos también tienen memoria colectiva. Por una parte, la memoria está en permanente evolución, abierta a la dialéctica del recuerdo y del olvido, vulnerable a la manipulación y a la apropiación. Es un fenómeno perpetuamente actual, por la carga emotiva que lleva asociada. Por ejemplo, los atentados ocurridos el 13 de noviembre del 2015 en la capital francesa establecieron una visión sesgada del mundo islámico, asociándola inequívocamente con la noción de terrorismo fundamentalista. Lo que demuestra que la memoria es ciega a todo, menos al grupo que le atañe, y también quiere decir que hay tantas memorias como grupos, que la memoria es por naturaleza múltiple, pero a la vez específica y colectiva; plural, pero también individual.

      La memoria es absoluta, declara por la experiencia del sujeto que recuerda que una experiencia es verdad. «Yo lo viví así, no me vengan con cuentos; el gobierno de Allende nos quería llevar a una dictadura comunista: las colas, el desabastecimiento, las tomas. Un tío mío murió de un ataque al corazón cuando le expropiaron su campo». «Pinochet fue un genocida, mi familia y yo fuimos víctimas de ese horror. Tengo familiares y conocidos asesinados, exiliados, torturados, desaparecidos». Las experiencias personales no admiten espacio a la duda. La memoria relata y, por lo tanto, revive experiencias, haciéndolas permanentemente actuales.

      Por otra parte, la historia es la reconstrucción, siempre problemática e incompleta, de lo que ya no es; una representación del pasado.

      La historia pertenece a todos y a nadie; de ahí que reclame autoridad universal. Es analítica y crítica, se une estrictamente a continuidades temporales, a las progresiones y relaciones entre las cosas. La historia puede solo concebir lo relativo. En definitiva, en el corazón de la historia hay un discurso crítico que es antitético a lo espontáneo de la memoria. La historia sospecha de la memoria. Su verdadera misión es suprimirla y anularla. La historia escribe.

      El «presentismo» se instala como una posición profundamente mercantilista. «Lo necesito ahora, lo quiero ya. No me importa el pasado, me cansé de esperar». «No son treinta pesos, son treinta años», fue una de las consignas del octubre de 2019 chileno. La caída de las utopías, la globalización, los abusos perpetrados por sacerdotes, amparados muchas veces por la jerarquía de la Iglesia Católica, el desprestigio global de las instituciones jerárquicas, la democratización del consumo, el acceso al crédito fácil, la sobreestimulación del deseo, el fin del colectivismo, el reposicionamiento del «yo» por sobre el «nosotros»: pasamos del «venceremos» al «compraremos» en treinta o cuarenta años.

      La pérdida del sentido de comunidad asociado a las utopías que nos acompañaron durante el siglo XX nos ha dejado en una posición de orfandad; no tenemos padre ni madre. En Occidente ya no tenemos al socialismo, ni al humanismo cristiano, ni al colectivismo; no tenemos religiones. Y, como ya se dijo, el capitalismo tampoco alcanza a ser una respuesta satisfactoria. La democracia hace rato que dejó de ser un ideal. A nivel mundial existe un recrudecimiento de la intolerancia, el fundamentalismo, el nacionalismo, el matonaje. El «presentismo» hace que muchos hayan comenzado a volver a creer que saltarse los procesos democráticos resulta más efectivo que someterse a largas fases de reflexión. En la era de la inmediatez, el tiempo es una moneda de cambio.

      El «presentismo» hace perder la capacidad de análisis. Se pone en el mismo plano una emoción, un hecho relatado por decenas, cientos y hasta miles de ecos en redes sociales; se confunde correlación con causalidad, se pretende transformar una opinión en una tesis. A más información, mayor desinformación. Hoy más que nunca la noción de normalidad psíquica está construida a partir de la dictadura de las mayorías. Los consensos son siempre el producto de negociaciones, donde, aunque evitamos hablar de victorias, siempre terminan imponiéndose las reglas del mercado. No sacamos nada con cantar «venceremos» apelando a un cambio de paradigma social, si inevitablemente lo que queremos, en el fondo, es seguir comprando, con otras reglas tal vez, pero conjugando siempre el mismo verbo.

      Capítulo 3

      El oráculo está en los muros

      A veces hay que leer en profundidad lo que está escrito en las murallas de nuestras ciudades. Hace treinta años en Santiago, mucho antes de que los grafitis se tomaran nuestras calles, incluyendo el interior del Cementerio General, hacia fines de la dictadura, la Brigada Chacón comenzó a hablar. Heredera de la Ramona Parra, se diferenció de esta en que, en lugar de imágenes, el énfasis del mensaje estaba en el texto. Inicialmente, se trató de intervenciones en espacios públicos de la ciudad, en los cuales se intentaba provocar y al mismo tiempo dejar un testimonio. «Ahora los libros no los prohíbe un ministro… sino los precios!». «La política… debe volver a interpretar sueños colectivos…». Los puntos suspensivos invitaban a que el lector los reemplazara con nombres o conceptos que le hicieran sentido. «A Chile le hace falta… una sociedad civil sin miedo».

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