La revolución del malestar. Gonzalo Rojas-May

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La revolución del malestar - Gonzalo Rojas-May

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poco calificados se vayan perdiendo año a año en el mundo. Ha aparecido una nueva forma de entender el trabajo y, a través de él, ya no solo quiero obtener un sustento para mi familia y para mí; quiero un trabajo que me dignifique, en el cual encuentre realización personal, tener tiempo libre, trabajar menos horas, pero también sé que la robotización está cada vez más cerca y mis posibilidades laborales se precarizan. Por ello, exijo mi derecho a una sociedad más segura, más predecible, más estable; demando un Estado de Bienestar y, al mismo tiempo, no quiero volver a homogeneizarme. Quiero ser distinto a mis pares, quiero acceder a mayores y mejores oportunidades, sin por ello disolverme en la masa. Quiero que la educación para mis hijos sea gratuita y que su calidad esté garantizada, pero, si pudiera, los enviaría a una escuela privada para darles una, aún mejor, formación académica y potenciales buenas relaciones sociales y laborales para el futuro. El sistema me ofrece todo y de todo, me invita al consumo, ahí está la felicidad. El problema ya no es «ser o no ser»; la disyuntiva es hace ya tiempo otra: «ser o tener», esa es la pregunta.

      Paradójicamente, la democracia ha hecho que aumente el malestar social. Mientras más oportunidades, mayor conciencia de mis derechos y más posibilidades de ejercerlos tengo, más le exijo al «sistema», al Estado, al gobierno de turno, a las instituciones, a los tribunales de justicia, a las empresas, a toda la estructura social.

      Sí, la democracia liberal triunfó, pero, por lo mismo es que está en crisis. Hoy somos capaces de cuestionar las instituciones democráticas con una fiereza que antes jamás habíamos tenido, porque antes luchábamos por ella. Confrontamos, simultáneamente, los modelos de educación y salud, formas de desarrollo económico, límite al enriquecimiento, tipos de familia, noción de felicidad, relación de pareja, justicia, feminismo, responsabilidad ecológica, LGBT, constitución política, religión, alimentación, partidos políticos; ¿qué no nos estamos cuestionando?

      Los ciudadanos de clase media, e incluso los pobres de buena parte del planeta, se sienten estafados. Por un lado, el socialismo prometió igualdad, techo, abrigo, salud, educación, libertad, «democracia real» (aunque aún no se sabe qué es eso). Incluso ofrecía felicidad, se hablaba del «hombre nuevo».

      Las utopías de izquierda llevaron a decenas de miles de jóvenes «rebeldes» de los sesenta y setenta en América Latina a la tortura y a la muerte. Y, simultáneamente, todos los países del bloque soviético fracasaban debido a la incompetencia económica, la falta de democracia y la supresión de las libertades individuales. Al mismo tiempo que la burocracia estatal y los miembros de las capas superiores del partido, iban instaurando una verdadera casta de privilegiados; «somos todos iguales, pero algunos somos más iguales que otros» (Orwell). El colapso de los socialismos reales es el triunfo del individuo por sobre el Estado. Al final del día, al parecer, lo que más nos importa a los seres humanos son nuestros pequeños mundos; en el fondo, cada uno es mucho menos «comunitarista» de lo que declara públicamente. Hoy, todas las fórmulas del «socialismo del siglo XXI» y los viudos de Stalin perseveran en aquel fracaso. Lo hace Cuba, Venezuela y Corea del Norte. Los chinos y los vietnamitas entendieron hace tiempo que la única fórmula para salir de la pobreza es el desarrollo económico. Menos «venceremos» y más «venderemos»; ese ha sido su lema.

      Y la derecha también estafó a la sociedad. El capitalismo nos prometió que si trabajábamos duro obtendríamos siempre una justa compensación por nuestro esfuerzo. Pero esa declaración voluntarista se difuminó con la aparición de la tecnología digital, precarizando el trabajo y llenándonos de temor frente a su avance inevitable. Me preocupo, me frustro, me angustio, me enojo, el malestar me invade, me empieza a atraer el populismo, sea este de izquierda o de derecha. Cada vez gana más la inmediatez, el «presentismo», la solución concreta a mis dolores, como cuando tengo una hernia cervical y tomo paracetamol, pero no quiero ir al kinesiólogo, no quiero hacer el tratamiento de rehabilitación que mi condición requiere.

      Tener un título universitario ya tampoco es suficiente. Tomemos como ejemplo el caso de Chile: en 1965 solo el 2,2 por ciento de los chilenos en edad de realizar estudios superiores iba a la universidad; en 1990, esta cifra aumentó al 14,4 por ciento de la población y, en 2012, el porcentaje alcanzaba a un 54,9 por ciento. Vale decir, en ese lapso de veintidós años el porcentaje aumentó en casi un 400 por ciento.

      Durante siglos, la noción de universidad fue la de un espacio para adquirir conocimiento y generar pensamiento. Hoy por hoy, las universidades se han convertido en entidades —empresas públicas o privadas— donde se adquieren títulos y un conocimiento funcional respecto a un determinado saber con algo de investigación, pero muy poco pensamiento y reflexión. El 2011, en Chile, se produjo una gran revolución estudiantil que cuestionó el modelo de educación pública y privada a nivel universitario. Se gastaron horas de análisis televisivos, columnas de opinión e infinitos intercambios de municiones opinantes en redes sociales. ¿Cuántos libros se escribieron? ¿Cuánta investigación hicieron las mismas universidades posteriormente? Muy poca. En definitiva, el malestar de entonces quedó reducido a consignas. Parte de las consecuencias de ello las hemos visto en octubre de 2019.

      Chile es un país donde no se piensa, solo se administra. Muy probablemente lo mismo se puede decir respecto a los demás países iberoamericanos. El problema radica en que elegimos a políticos sin mandato. No se trata de que los líderes políticos produzcan pensamiento, su rol es otro. Hacer pensamiento teórico es mucho más complejo de lo que se cree. En Latinoamérica intentamos generar conocimiento tecnológico, producimos manuales que reparan problemas, pero que no se adelantan al futuro. Iberoamérica no está pensando en el futuro, ese es uno de los grandes dramas que tenemos. Por ejemplo, si nos comparamos en materia de estudios científicos con los gigantes asiáticos tal vez podríamos llegar a estar a la par en algunos campos; pero claramente carecemos de una política universitaria y de investigación como la que ellos tienen, que junto a la capacidad de reflexión que han adquirido desde la educación primaria les permite pensarse a sí mismos y planificar a mediano y largo plazo.

      Los europeos, por otra parte, no lo están haciendo mucho mejor con la irresponsabilidad con la que su clase política está manejando los nacionalismos rampantes, el renacimiento del antisemitismo, un Brexit vergonzoso y un populismo de derecha floreciendo en buena parte de los países de la Comunidad Económica. ¿Estarán realmente tomándole el peso a lo que les está ocurriendo y con ello pensando en profundidad su futuro?

      En Latinoamérica, en general, lo que queremos hacer siempre es partir de cero cada cuatro, cinco o máximo diez años. El fin de la historia se ha aplicado siempre. América Latina vive en ese juego permanentemente. Aquí no hay una idea de continuidad. En Estados Unidos, a pesar de su situación política actual, el país funciona y probablemente va a salir fortalecido después de la presidencia de Trump. Y no será porque él lo haya hecho bien, o porque la clase política antagónica haya sido capaz de construir una propuesta distinta que cautive al electorado. La razón por la cual Estados Unidos sobrevive siempre a sí mismo es porque tiene en su ADN la idea de continuidad. Hay algo que sostiene y estructura al pueblo norteamericano, a su clase política y a su cultura, y eso tiene un nombre: se llama Constitución. La Constitución estadounidense es una obra maestra no solo por lo bien escrita y pensada que está, sino porque el pueblo estadounidense ha tenido la sabiduría de ir adaptándola en el tiempo y no reescribiéndola o refundándola. Psicológicamente, aunque cueste dimensionarlo, la figura de la Constitución le da al ciudadano estadounidense una percepción de estabilidad, pertenencia y continuidad.

      Entretanto, más allá del espíritu refundacional de algunos y el instinto de conservación de otros, Chile es hoy en día uno de los países más desiguales del mundo en términos de distribución de la riqueza. Detrás de esto se esconde también otro de los virus que han venido socavando la promesa capitalista: la especulación financiera en desmedro de la inversión productiva. El fin de las pequeñas y medianas empresas ahogadas por las grandes cadenas, el triunfo del mall por sobre la tienda de barrio. Hasta el retail tiene también sus días contados; Amazon y sus «replicantes» le respiran en el oído.

      El

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