Tormenta de guerra. Victoria Aveyard

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Tormenta de guerra - Victoria Aveyard Reina Roja

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He visto cadáveres. Mi país lleva en guerra más de un siglo y en mi calidad de hija menor, la segunda, estoy en libertad de cruzar las líneas de batalla. Se me educó para combatir, no para gobernar. Es mi deber apoyar a mi hermana, como lo hizo mi padre con mi madre, cuanto ella lo necesite.

      Ahoga un insólito sollozo y tomo su mano.

      —¡Quieta como los lagos, Ti! —murmuro y me aprieta en respuesta. Sus facciones se tensan en una máscara inexpresiva.

      Los ninfos Cygnet suben los brazos y el agua refleja su acción, multiplicada. Bajan poco a poco la tabla, con el cadáver envuelto en una sábana blanca. Flota en la superficie, cada vez más lejos de la nave.

      Mi madre avanza en la bahía. Se detiene tan pronto como sus muñecas están bajo el agua y percibo el sutil movimiento envolvente de sus dedos. El cuerpo de mi padre resbala en la superficie hacia ella, como tirado por cuerdas invisibles. Nuestros primos marchan a un lado del rey, al que flanquean incluso en la muerte. Dos de ellos lloran.

      Cuando ella alcanza la sábana, resisto el impulso de cerrar los ojos. Quiero preservar lo que recuerdo de mi padre, no viciarlo con la vista de su cadáver, pero lo lamentaría algún día. Respiro despacio y me concentro en mi calma. Las aguas se agitan en mis tobillos, son una corriente suave y arremolinada que compensa la sensación de náuseas en la boca de mi estómago. Fijo la atención en ella y trazo perezosos círculos con mi mente para que mi pena no se desborde. Aprieto los dientes, elevo el mentón; las lágrimas no retornan.

      El rostro de mi padre es extraño, despojado como está de color y de vida. Su suave piel morena, poco arrugada pese a su edad, tiene un matiz pálido. ¡Ojalá sólo estuviera enfermo, no muerto! Mi madre pone las manos a ambos costados de su cara y lo mira con una fortaleza que no puedo concebir. Sus lágrimas revolotean aún como un enjambre de insectos cintilantes. Tras un prolongado momento, besa sus párpados y arrastra los dedos por su larga cabellera entrecana. A continuación le envuelve el rostro con las manos, con las que forma un cuenco. Sus lágrimas se acumulan y caen sobre sus dedos. Al fin les permite fluir.

      Casi doy por supuesto que él se estremecerá, pero no se mueve. Ya no puede hacerlo.

      Tiora es la siguiente, toma entre sus manos agua de la bahía y la derrama sobre la faz de nuestro padre. Se detiene a estudiarlo. Siempre fue más próxima a mi madre, como su posición lo exige; esto no aminora su dolor. Su serenidad flaquea, aparta la mirada y se cubre el rostro con una mano.

      El mundo aparenta contraerse cuando avanzo en el agua con piernas aletargadas e insensibles. Mi madre se mantiene en suspenso, con una mano sobre la sábana que cubre el cadáver. Me mira desde el otro lado con semblante pacífico y vacío. Conozco esa expresión; la adopto siempre que debo esconder una tormenta de emociones. La usé el día de mi boda, aunque entonces encubría miedo, no dolor.

      No esta pena tan profunda.

      Imito a Tiora y vierto agua sobre él. Gotas ruedan por la nariz aguileña y los pómulos hasta acumularse en el cabello bajo su nuca. Retiro un mechón gris y de pronto quisiera cortar un rizo para mí. En Arcón dispongo de un pequeño templo —una capilla, en realidad— repleto de velas y gastados símbolos de los dioses sin nombre. Angosto como es, ese recoveco del palacio es el único sitio en el que me siento yo misma. Me gustaría llevarme a mi padre y depositarlo ahí.

      Es un deseo imposible.

      Cuando me aparto, mi madre se adelanta otra vez. Apoya las manos sobre el tablón y Tiora y yo seguimos su ejemplo. Nunca antes he hecho algo así y quisiera no tener que hacerlo, pero es lo que los dioses ordenan. Vuelve, imploran. A lo que eres, a tu habilidad: se sepulta a un guardaflora, se entierra a un caimán en mármol y granito, se ahoga a un ninfo.

       Si vivo aún cuando Maven muera, ¿me permitirán quemar su cadáver?

      Bajamos la tabla con nuestras manos y habilidad. Usamos los músculos y el peso de nuestra corriente para sumergir el cuerpo. Incluso en los bajíos, el agua distorsiona su rostro. A mi izquierda rompe el alba, el sol se eleva sobre las colinas. Brilla en la superficie y me ciega un instante.

      Cierro los ojos y recuerdo a mi padre como era.

      Retorna al seno del agua.

      Detraon es una ciudad de canales tallada por los ninfos sobre el lecho rocoso de la margen occidental de Clear Bay. La antigua urbe que la precedió no existe ya, arrasada como fue por inundaciones hace más de un millar de años. Río abajo hay todavía inmensos campos de escombros, entreverados con las ruinas putrefactas de otro tiempo. Polvo de acero corroído por la herrumbre enrojece la tierra hasta la fecha y los magnetrones explotan esas parcelas como los agricultores el trigo. Cuando las aguas cedieron, estos terrenos eran aún la sede perfecta para nuestra capital, tendidos junto al lago Eris y con acceso al Neron y al resto de los lagos por un estrecho de poca longitud. En vías fluviales naturales y abiertas por los ninfos, desde Detraon podemos llegar muy pronto a cualquier rincón del reino, del Hud en el norte, a las fronteras en disputa del Río Grande en el oeste y al Ohius en el sur. No hubo señor ninfo que fuese capaz de resistirse, de modo que henos aquí, donde extraemos fuerza y seguridad de las aguas.

      Los canales facilitan la división, ya que separan la ciudad en sectores que rodean los templos centrales. La mayoría de los Rojos viven en el sureste, la zona más alejada del agraciado litoral, mientras que el distrito del palacio y el de los nobles se asientan en la bahía y dominan las aguas que tanto amamos. El Barrio del Remolino, como se le conoce, ocupa el noreste, donde Rojos acaudalados y Plateados de escasa relevancia viven en estrecha proximidad. Son comerciantes en su mayoría, hombres de negocios, oficiales de bajo rango y soldados, estudiantes pobres de la universidad, situada en el distrito noble, así como Rojos de calidad y no tanto: trabajadores calificados —por lo común independientes— y sirvientes ricos o lo bastante importantes para vivir en casas Plateadas, no de su propiedad. El gobierno de la ciudad no es mi fuerte y prefiero dejárselo a Tiora, aunque hago lo que puedo para familiarizarme con él. Pese a que me aburre, al menos debo conocerlo. La ignorancia es una carga que no pienso echarme a cuestas.

      No usamos los canales en la actualidad, porque el palacio está muy cerca de la bahía. ¡Qué bien!, pienso, para poder disfrutar de mi paseo habitual. Las murallas de azul turquesa y oro del sector noble discurren en arcos, tan fluidos y uniformes que sólo pueden ser obra de Plateados. Casas de familias que me sé de memoria asoman por las paredes, con las ventanas abiertas de par en par a la mañana en tanto que colores dinásticos ondean orgullosos en la brisa: la bandera rojo sangre del Linaje Renarde, la de verde jade de la sinigual y añeja estirpe de tormentas de Sielle: menciono en mi cabeza a cada una. Sus hijos e hijas combatieron por la nueva alianza. ¿Cuántos de ellos murieron con mi padre? ¿Cuántos que yo conocía?

      Es un día hermoso, de un sol radiante entre nubes dispersas. El viento del Eris no se interrumpe, toca mi cabello con ágiles dedos. Aunque imagino que me encontraré con el aroma del deterioro, la destrucción y la derrota del este, lo único que aspiro son las aguas de los lagos, verdes y crecidas por el estío. Nada indica que el ejército avance con dificultad hacia nosotros, después de que perdió su sangre en las murallas de Corvium.

      Nuestra escolta se abre en abanico, compuesta por soldados con ojos de pedernal de la comarca de los Lagos y el contingente de Maven. La mayoría de los nobles de este último permanecen en el ejército, con el que se movilizan tan rápido como el resto lo permite, pese a lo cual él tiene consigo a sus centinelas, siempre a su sombra, lo mismo que dos de sus generales de alto rango, cada cual con ayudantes y guardias propios. Aun cuando el lord general de la Casa de Greco tiene el cabello cano y es engañosamente esbelto para un coloso, el emblema en su hombro, de un azul y amarillo chillón, resulta inconfundible. Tiora se encargó de que yo memorizara los grandes

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