Tormenta de guerra. Victoria Aveyard

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Tormenta de guerra - Victoria Aveyard Reina Roja

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no se acostumbra jamás a que la rebatan.

      —No me digas lo que sé o lo que ignoro.

      Pero yo también soy una reina.

      —¿Los dioses te han dicho otra cosa? —pregunto—. ¿Hablas por ellos? —suelto una blasfemia; si bien uno puede escucharlos en su corazón, sólo los ministros tienen autoridad para difundir sus palabras.

      Incluso la reina de los Lagos está sujeta a esas restricciones. Desvía avergonzada la vista antes de darse la vuelta hacia Tiora. Mi hermana no dice nada y luce más severa que nunca. ¡Qué gran hazaña!

      —¿Hablas por la corona? —pongo distancia entre nosotras. Madre debe entenderlo—. ¿Eso ayudará a nuestra nación?

      El silencio se impone de nuevo, no contesta. En lugar de ello, se fortifica para asumir ante mis ojos su imagen imperial. Es como si se insensibilizara y agigantara. Casi doy por supuesto que se convertirá en piedra. No te mentirá.

      —¿O hablas por ti, como doliente? Acabas de perder a mi padre y no deseas perderme…

      —No puedo negar que te quiero aquí —dice con firmeza y reconozco la voz de una soberana, la misma que emplea en las resoluciones de la corte—, a salvo, protegida de monstruos como él.

      —Puedo ocuparme de Maven, lo he hecho varios meses, tú lo sabes —como ella, busco apoyo en Tiora; su expresión no ha cambiado, es neutra aún. Permanece atenta, callada y calculadora, como conviene a una reina en flor.

      —¡Ah, sí, leo tus cartas! —agita una mano con desdén. ¿Sus dedos fueron siempre tan frágiles, con tantas arrugas e imperfecciones? Mirarlos me causa una honda impresión. Demasiado canoso, cavilo cuando veo que su cabello refulge bajo la luz mortecina al tiempo que ella marcha de un lado a otro. Lo recordaba menos gris—. Recibo tu correspondencia oficial y los informes secretos que envías, Iris —agrega—. Ni una ni otros aumentan mi confianza. Y al verlo ahora… —emite un suspiro entrecortado mientras reflexiona y se desplaza a la ventana opuesta, donde sigue con un dedo las volutas del cristal de diamante—. Ese muchacho no alberga otra cosa que mordacidad y vacío. Es un desalmado, mató a su padre y trató de hacer lo mismo con su hermano exiliado. Sea lo que haya hecho su diabólica madre, condenó al rey de Norta a una vida de tormento. Yo no te condenaré a eso; no permitiré que desperdicies tu vida a su lado. Tarde o temprano su corte lo devorará, o él a ella.

      Aunque comparto este temor, resulta inútil lamentar decisiones que ya se tomaron, puertas que ya fueron abiertas, caminos emprendidos con antelación.

      —¡Si me lo hubieras dicho antes —me burlo—, podría haber dejado que él muriera cuando los Rojos atacaron durante nuestra boda, y mi padre viviría aún!

      —Sí —estudia la ventana como si fuera un fino lienzo para no tener que mirar a sus hijas.

      —Y si Maven hubiera muerto… —bajo la voz a fin de parecer tan fuerte como ella y Tiora, una reina de nacimiento. Me acerco y poso mis manos en sus estrechos hombros; siempre ha sido más delgada que yo— nosotras libraríamos una guerra en dos frentes: contra el nuevo monarca de Norta y contra la rebelión Roja que bulle en apariencia por todas partes. —En mi propia nación, me lamento; esa rebelión empezó en nuestro suelo, frente a nuestras propias narices: fuimos nosotros quienes permitimos que esa podredumbre se esparciera.

      Mi madre bate sus oscuras pestañas sobre las mejillas morenas y cubre mi mano con la suya.

      —Sin embargo, yo tendría conmigo a tu hermana y a ti, estaríamos juntas otra vez.

      —¿Por cuánto tiempo? —pregunta Tiora, quien, más alta que nosotras, nos contempla con presunción y hace crujir su seda negra y azul cuando cruza los brazos; semeja una estatuilla en el pequeño templo, lo que la eleva al nivel de los dioses—. ¿Quién puede asegurarnos que ese camino no conducirá a más muertes —inquiere—, a que nuestros cadáveres acaben en el fondo de la bahía? ¿Piensas, madre, que la Guardia Escarlata nos dejará vivas en caso de que derroquen nuestro reino? Yo no lo creo.

      —Yo tampoco —oprimo la frente contra el hombro de la monarca—. ¿Tú qué opinas, mamá?

      Su cuerpo se pone rígido bajo mi tacto, contrae los músculos.

      —Puede hacerse —afirma—, ese nudo es posible de desenmarañar. Podrías quedarte con nosotras, pero la decisión es tuya, monamora.

      Mi amor.

      Si pudiese pedirle una cosa a mi madre, sería que decidiera por mí, que hiciera lo que ha hecho miles de veces en mi nombre. Ponte esto, come aquello, di lo que te recomiendo. Su sabiduría me molestaba entonces, que ella o mi padre asumieran mi responsabilidad, pero ahora querría esquivarla, poner mi destino en manos de los que confío. ¡Si fuera una niña aún, y todo esto apenas un mal sueño!

      Busco a mi hermana por encima del hombro. Me frunce el ceño, abatida, y no ofrece ninguna escapatoria.

      —Me quedaría si pudiera —se me quiebra la voz pese a que intento sonar como una reina—, tú lo sabes, como en el fondo también sabes que lo que me pides es imposible, una traición a tu corona. ¿Recuerdas lo que nos decías de pequeñas?

      Tiora responde y mi madre hace una mueca:

      —Primero el deber, siempre el honor.

      Este recuerdo me reconforta. Aunque lo que me espera no es nada fácil, debo hacerlo; tengo ese propósito, al menos.

      —Mi deber es resguardar la comarca de los Lagos tan bien como vosotras —les digo—. Quizá mi matrimonio con Maven no garantiza que ganemos la guerra, pero nos brinda una oportunidad; erige una barrera entre nosotras y los lobos que están al acecho. Por lo que se refiere a mi honor… no lo recuperaré hasta que mi padre sea vengado.

      —¡Así sea! —gruñe Tiora.

      —¡Así sea! —musita mi madre con un hilo de voz.

      Miro a sus espaldas el rostro del dios risueño. Saco fuerzas de su sonrisa, de su seguridad. Me sosiega.

      —Aunque Maven y su reino son un escudo, también son una espada. Tenemos que usarla, pese a que él represente un peligro para nosotras.

      Mi madre sofoca una risita.

      —En especial para ti.

      —Así es.

      —¡Jamás debí aceptarlo! —sisea—. Fue idea de tu padre.

      —Lo sé, y fue una buena idea, yo no lo culpo. —Yo no lo culpo. ¿Cuántas noches de insomnio pasé sola en el Palacio del Fuego Blanco mientras me decía que no le guardaba rencor? ¿Que no me contrariaba que me hubiese vendido como una mascota o un solar? Era una mentira entonces y lo es ahora, si bien mi enojo a causa de estas cosas murió con mi progenitor.

      —Cuando todo esto termine… —dice mi madre.

      —Si ganamos… —la interrumpe Tiora.

      —Cuando ganemos —mamá da media vuelta y sus ojos reflejan un destello de luz; en el centro del santuario la fuente ondulante retarda su fluir y el agua enlentece su incansable caída—. Tan

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