Tormenta de guerra. Victoria Aveyard

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Tormenta de guerra - Victoria Aveyard Reina Roja

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mi lado, Kilorn guarda nuestras espaldas—. Decidiste reinstalarnos —pese a que esto era lo que ella quería, no paso por alto su afilado tono; parpadea hacia mí y levanta una ceja.

      Lanzo un sonoro suspiro.

      —Bueno, yo no decido nada por vosotros, pero si quisierais ir a Montfort, hay lugar para todos. El primer ministro me dijo que seréis recibidos con los brazos abiertos.

      —¿Y los demás evacuados? —pregunta Tramy y entrecierra los ojos al tiempo que se sienta en el brazo del sillón de Bree—. No somos los únicos aquí.

      Coloca un codo en su costado y se dobla mientras Bree ríe.

      —¿Lo dices por esa empleadita?, ¿cómo se llama, la del cabello rizado?

      —¡No! —replica Tramy y sus doradas mejillas se encienden bajo su barba; Bree trata de abofetearle la cara y se gana un manotazo. Mis hermanos son muy talentosos para actuar como niños. Antes esto me enfadaba; pero ahora su conducta de siempre me relaja.

      —Llevará tiempo —sólo puedo alzarme de hombros—. En cuanto a nosotros…

      Gisa emite una carcajada, echa atrás la cabeza con exasperación.

      —¡En cuanto a ti, Mare! Nosotros no somos tan idiotas para creer que el líder de esa República desea hacernos un favor. ¿Qué recibirá a cambio? —toma mi mano con dedos ágiles y la aprieta—. ¿Qué recibirá de ti?

      —Davidson no es Plateado —contesto—. Estoy dispuesta a darle lo que quiera.

      —¿Y cuándo dejarás de dar cosas? —revira—. ¿Cuando mueras, cuando acabes como Shade?

      Este nombre impone silencio en la sala. Junto a la puerta, Farley oculta el rostro en la penumbra.

      Examino la bella cara de mi hermana. Tiene quince años, ya entró en razón. Antes su rostro era más redondo, sus pecas menos numerosas y no tenía las preocupaciones que hoy tiene, sólo los temores habituales. Era la pequeña Gisa de la que dependíamos, de su habilidad, su talento, su capacidad para salvar a la familia. Ya no es así. Por más que no lamenta haberse librado de esa carga, su inquietud es obvia: no la quiere tampoco sobre mis hombros.

      Demasiado tarde.

      —¡Gisa! —lanza mamá como advertencia.

      Me recupero lo mejor posible, aparto la mano y me enderezo.

      —Tenemos que solicitar más tropas y el gobierno del primer ministro Davidson debe dar su aprobación para que nos las proporcionen. Yo participaré en la presentación de nuestra coalición, para que sepan quiénes somos, y hablaré a favor de la guerra contra Norta y la comarca de los Lagos.

      Mi hermana no está convencida.

      —No eres muy buena para debatir…

      —No, pero soy el cruce de caminos —eludo esa verdad— entre la Guardia, las cortes Plateadas, los nuevasangre y los Rojos —no miento al menos—. Y tengo práctica suficiente para hacer un buen papel.

      Farley mece a su bebé con un brazo y se lleva la otra mano a la cadera. Pasa un dedo sobre la funda de la pistola que lleva a un lado.

      —Lo que Mare quiere decir es que es una buena distracción; donde ella va, Cal la sigue, incluso ahora que está tratando de recuperar su trono. Irá con nosotras a Montfort, lo mismo que su nueva prometida.

      Kilorn sisea cuando inhala detrás de mí, Gisa está tan disgustada como él.

      —¡Sólo ellos pueden detenerse en plena guerra a concertar matrimonios!

      —Para forjar otra alianza, ¿no? —se burla Kilorn—. Maven ya comprometió a la comarca de los Lagos, Cal debe hacer algo similar. ¿Quién es la agraciada, una joven de las Tierras Bajas? ¿En verdad eso refuerza lo que hacemos aquí?

      —No importa quién sea —cierro el puño en mi regazo en cuanto comprendo lo afortunada que soy de que se trate de Evangeline, una mujer que no quiere tener nada que ver con él, una rendija más en la flamante armadura de Tiberias.

      —¿Y vosotros lo permitiréis? —Kilorn sale a zancadas detrás del sofá y nos mira a Farley y a mí—. Perdonadme, ¿lo vais a ayudar? ¿Después de todo lo que hemos hecho, ayudaréis a Cal a disputar una corona que nadie debería tener? —Está tan molesto que juro que escupirá en el suelo; mantengo un rostro impasible, lo dejo rabiar. No recuerdo haberlo visto nunca tan decepcionado de mí; enojado, sí, pero nada como esto. Su pecho sube y baja en tanto espera mi explicación.

      Farley se la da por mí.

      —Montfort y la Guardia no librarán dos guerras al mismo tiempo —dice sin alterarse aunque con énfasis, para dejar bien claro su mensaje—. Debemos enfrentar uno a uno a nuestros enemigos, ¿sabes?

      Mi familia se tensa al mismo tiempo y ensombrece la mirada, papá en especial. Pasa pensativo un pulgar por su mandíbula mientras aprieta los labios hasta formar con ellos una fina línea. Kilorn es menos reservado, un fuego verde crepita al fondo de sus ojos.

      —¡Ah! —exhala, casi sonriente—, ya veo.

      Bree parpadea.

      —Yo no.

      —¿Cuál es la novedad? —murmura Tramy.

      Me inclino, ansiosa de hacérselo entender.

      —No le entregaremos un trono a otro rey Plateado, al menos no por mucho tiempo. Los hermanos Calore están en guerra, agotan sus fuerzas peleando entre sí. Cuando venga la calma…

      Papá baja la mano y la deposita sobre su rodilla. No paso por alto el temblor en sus dedos; lo siento en los míos también.

      —…será más sencillo negociar con el vencedor.

      —¡No más reyes! —deja escapar Farley—. ¡No más reinos!

      Ignoro cómo será ese mundo, pero lo sabré pronto si Montfort es todo lo que me han prometido.

      Y si creyera en promesas todavía.

      No nos molestamos en salir a hurtadillas. Mamá y papá roncan como locomotoras y mis hermanos no son tan tontos para detenerme. Aunque la lluvia no ha amainado todavía, Kilorn y yo la desafiamos. Caminamos sin hablar por la calle de las viviendas y el único ruido lo producen nuestros pies al pisar sobre los charcos y la tormenta que retumba a la distancia. Apenas la siento; el relámpago y el trueno se dirigen a la costa. No hace frío y la iluminación de la base conjura la oscuridad. Marchamos sin rumbo fijo.

      —¡Es un cobarde! —susurra él y da una patada a una piedra que provoca ondas en la calle húmeda.

      —Ya lo dijiste —repongo—, y también otras cosas.

      —Bueno, lo dije en serio.

      —Tiene bien merecidos tus insultos —el silencio cae sobre nosotros como una cortina opresiva. Ambos sabemos que estamos en territorio extraño; mis enredos sentimentales no son su tema favorito y no quiero infligirle a mi mejor amigo más dolor del que ya le causé—. No

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