Tormenta de guerra. Victoria Aveyard
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Читать онлайн книгу Tormenta de guerra - Victoria Aveyard страница 21
—Lo siento —dice—, sé lo que él significa para ti.
—Significaba —refunfuño y cuando intento apartarme, afianza su mano.
—No lo dije por error; él todavía significa algo para ti, aun si no lo admites.
No merece la pena discutir.
—Lo acepto —afirmo entre dientes; está tan oscuro que es probable que él no note que mi rostro se ha puesto rojo—. Le pedí al primer ministro que no le quite la vida —susurro; Kilorn lo comprenderá, tiene que hacerlo— al momento en que llegue nuestro triunfo. ¿Es debilidad eso?
Se le descompone el rostro. Las deslumbrantes farolas lo iluminan desde atrás y lo envuelven en un halo. Es un chico apuesto, si no es que un hombre ya. ¡Ojalá me hubiera enamorado de él y no de otro!
—No lo creo —responde—. Supongo que el amor puede explotarse, usarse para ser manipulado. Es su ventaja, pero jamás diría que amar a alguien sea debilidad. Vivir sin amor de ninguna especie es la verdadera debilidad, y el peor de los abismos.
Trago saliva, no siento ya que mis lágrimas sean tan apremiantes.
—¿Desde cuándo eres tan sabio?
Sonríe y mete las manos en los bolsillos.
—Ahora leo libros.
—¿Con ilustraciones?
Suelta una carcajada y echa a andar otra vez.
—¡Qué graciosa eres!
Igualo su paso.
—Eso dicen —contemplo su figura alargada con el cabello empapado, más oscuro por la lluvia, castaño casi. Es idéntico a Shade si lo miro de soslayo y de pronto echo tanto de menos a mi hermano que apenas puedo respirar.
No perderé de nuevo a nadie como perdí a Shade. Aunque es un propósito vacío, sin garantía alguna, necesito alguna clase de esperanza, por pequeña que sea.
—¿Vendrás con nosotros a Montfort? —lo interrogo sin poder contenerme. Es una pregunta egoísta, no tiene que seguirme dondequiera que vaya y no estoy en posición de exigirle nada, si bien tampoco quiero dejarlo aquí.
Sonríe en respuesta y mi angustia desaparece.
—¿Tengo permiso para hacerlo? Creí que era una misión.
—Lo es y yo te doy permiso.
—Porque no implica riesgos —replica, me mira de reojo y frunzo los labios en busca de una contestación aceptable. Es cierto, eso no implica casi ningún riesgo; no tiene nada de malo que yo no quiera que corra peligro. Me acaricia el brazo—. Entiendo —continúa—. No estoy listo aún para tomar por asalto una ciudad o derribar aviones a reacción. Conozco mis limitaciones, y lo que tengo en comparación con todos vosotros.
—Que no puedas matar a alguien con sólo chasquear los dedos no te vuelve inferior a nadie —repongo, casi vibrante por la súbita indignación. ¡Ojalá pudiera hacer una lista en este momento de todas sus virtudes, todo lo que lo hace valioso!
Avinagra su expresión.
—No me lo recuerdes.
Tomo su brazo y entierro mis uñas en la tela húmeda. Él no interrumpe su marcha.
—Hablo en serio, Kilorn —le digo—, ¿así que vendrás?
—Tengo que consultar mi agenda —le clavo el codo en el costado y se aparta de un salto, frunciendo el ceño—. ¡No, sabes que me magullo como un melocotón!
Le doy otro codazo por si acaso y reímos a más no poder.
Caminamos sin decir nada y esta vez el silencio no es tan asfixiante. Mis preocupaciones usuales se disipan, o por lo menos se ausentan un buen rato. Kilorn también es mi hogar, como mi familia; su presencia es un reducto de tiempo, un lugar en el que podemos existir sin consecuencias, sin nada antes ni después.
Al final de la calle una figura se materializa bajo la lluvia, en medio del claroscuro. Reconozco la silueta antes de que mi cuerpo pueda reaccionar.
Es Julian.
El desgarbado Plateado vacila un instante al vernos, lo que basta para que yo lo comprenda. Ya tomó partido y no fue por mí.
Un escalofrío me estremece de pies a cabeza. Ni siquiera Julian lo hará.
Cuando se aproxima, Kilorn me da un ligero golpe con el codo.
—Puedo marcharme —murmura.
Lo miro un segundo y saco fuerzas de él.
—No lo hagas, por favor.
Aunque sus cejas se fruncen por la preocupación, asiente vigorosamente.
Mi viejo tutor viste todavía sus largos mantos, pese a la lluvia, y sacude el agua de los pliegues de su ropa de un amarillo desvaído. Es inútil; llueve a cántaros y el agua alisa los rizos de su cabellera entrecana.
—Supuse que te encontraría en tu casa —dice por encima del siseante aguacero—, aunque la verdad es que esperaba que estuvieras indispuesta para que yo tuviera que regresar mañana y no sufrir esta tormenta infernal —agita la cabeza como un perro y se retira el cabello de los ojos.
—Dime a qué has venido, Julian —me cruzo de brazos; la temperatura cae junto con la noche y podría resfriarme, aun en las tórridas Tierras Bajas. Él no contesta, se vuelve hacia Kilorn y levanta una ceja en una interrogación silenciosa—. Kilorn está bien —respondo sin darle la oportunidad de preguntar—, habla antes de que nos ahoguemos.
Mi tono se aviva y él también. No es ningún tonto; el rostro se le desencaja cuando advierte la desilusión grabada en el mío.
—Sé que te sientes abandonada —elige sus palabras con un esmero exasperante.
Es inevitable que me crispe.
—¡Apégate a los hechos! No toleraré que me sermonees acerca de lo que tengo permitido sentir.
Parpadea sin detenerse en mi respuesta. La nueva pausa que hace es tan larga que una gota le rueda por su recta nariz. Julian aprovecha este momento para calarme, estudiarme, medirme. De repente, su parsimonia casi me empuja a agarrarlo de los hombros para arrancarle algunas palabras vehementes.
—¡De acuerdo! —dice con voz baja y dolida—. En beneficio de los hechos, o de lo que muy pronto será historia, acompaño a mi sobrino en su viaje al oeste. Quiero ver por mí mismo la República Libre y pienso que puedo ser de utilidad a Cal en ese sitio —hace el amago de dar un paso al frente; lo piensa mejor y mantiene su distancia.
—¿Tiberias posee un interés en la historia remota