Tormenta de guerra. Victoria Aveyard

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Tormenta de guerra - Victoria Aveyard Reina Roja

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yo, y eso se debe a que tal uniforme no es el suyo. La última vez que lo vi estaba bañado en sangre plateada de pies a cabeza. Pasa los dedos sobre su brazo, como las armas que son.

      —¿Eso es posible? —pregunta con voz grave y no me mira.

      Davidson me contempla y sacude el cabello.

      —No, me gustó que dijera que vendría a casa conmigo.

      —Repito que tengo curiosidad de…

      Levanta la mano para detenerme en seco.

      —No le creo; en mi opinión, Lord Jacos es el único aquí que hace todo por curiosidad. —Es cierto—. ¿Qué es lo que en realidad desea de Montfort?

      En la ventana, los ojos de Tyton destellan bajo la luz cuando por fin se digna a mirarme.

      Alzo la frente.

      —Lo que usted prometió.

      —¿Reinstalación? —por una vez se muestra realmente asombrado—. ¿Usted quiere…?

      —Quiero poner a salvo a mi familia —digo sin titubear y pongo en mi porte algo de lo que recuerdo de una Plateada ya desaparecida y sus reglas de etiqueta: Espalda recta, hombros en alto, contacto visual—. Estamos en guerra —añado—: Norta, las Tierras Bajas, la comarca de los Lagos y su República también. No hay sitio seguro en ninguna parte, pero ustedes son los que están más lejos y parecen los más fuertes, o por lo menos los mejor defendidos. Juzgo conveniente que yo misma lleve a mi familia allá, antes de regresar para poner fin a lo que personas más aptas que yo comenzaron.

      —Ese ofrecimiento iba dirigido a los nuevasangre, señorita Barrow —dice en voz baja, casi ahogada por el bullicio que nos rodea.

      Aunque el temor me invade, me muestro inexpresiva.

      —No lo creo, señor.

      Adopta su insulsa sonrisa de siempre, la máscara detrás de la que se esconde.

      —¿Me cree tan cruel? —Es una broma extraña pero él es todo menos un hombre común y corriente; exhibe por un instante su dentadura uniforme—. ¡Desde luego que sus familiares serán bienvenidos! A Montfort le enorgullecerá tenerlos como ciudadanos. ¿Puedes venir un momento, Ibarem? —llama a alguien por encima de mi hombro.

      Un sujeto irrumpe desde uno de los recintos contiguos y soy presa de un sobresalto: es el vivo retrato de Rash y Tahir, los gemelos nuevasangre. Si no supiera que Tahir se encuentra aún en las Tierras Bajas y Rash se ha infiltrado en Arcón, para transmitir en ambos casos información útil a la causa, lo habría confundido con cualquiera de ellos. Son trillizos, reparo en el acto, y esto me produce un mal sabor de boca; no me gustan las sorpresas.

      Al igual que sus hermanos, Ibarem es de piel morena y cabello negro, y ostenta una barba muy cuidada. Distingo en su mentón una cicatriz, una línea blanca de piel en relieve. También él está señalado; un señor Plateado lo marcó hace mucho para diferenciarlo de sus hermanos.

      —Encantada de conocerlo —entrecierro los ojos en dirección a Davidson, quien percibe mi malestar.

      —¡Ah, sí! Es el hermano de Rash y Tahir.

      —¡Nunca lo habría imaginado! —digo con tono irónico.

      Ibarem tuerce la boca hasta darle la forma de una tímida sonrisa mientras me saluda con una inclinación de cabeza.

      —Me da mucho gusto conocerla al fin, señorita Barrow —y añade expectante—: ¿Qué necesita, señor?

      Davidson lo mira.

      —Comunícate con Tahir para que le informe a la familia Barrow que su hija pasará a recogerla el día de mañana, con objeto de que se le reinstale en Montfort.

      —Sí, señor —contesta aquél y nubla los ojos en tanto el mensaje viaja desde su cerebro al de su hermano, lo que le toma un segundo apenas, pese a los cientos de kilómetros que los separan, y entonces baja la cabeza de nuevo—. ¡Listo, señor! Señorita Barrow: Tahir le envía felicitaciones y un saludo de bienvenida.

      Espero que mis padres acepten esta propuesta, y no es porque piense que vayan a rechazarla de plano. Gisa tenía deseos de ir a Montfort y mamá la apoyará; Bree y Tramy seguirán a mamá. Ignoro, en cambio, cómo reaccionará papá; dudo que acepte la oferta si se entera de que no me quedaré con ellos. Accede, por favor; permíteme hacer esto por ti.

      —Dele las gracias de mi parte —murmuro, aún desconcertada.

      —¡Listo! —repite—. Tahir insiste en que será muy bienvenida.

      —¡Gracias a ambos! —lo corta Davidson y por una buena razón: estos hermanos son capaces de comunicarse con una celeridad enloquecedora, lo que se agrava cuando sus entrelazados cerebros están cerca uno de otro. Ibarem comprende la insinuación de retirarse y arrastra los pies hacia el sitio donde debe continuar sus tareas.

      —¿Hay algo más sobre estos hermanos que quiera usted decirme? —inquiero entre dientes.

      El primer ministro se toma con calma mi enfado.

      —No, aunque me gustaría disponer de más personas como ellos —suspira—. Son un caso curioso. Lo normal es que los ardientes tengan sus contrapartes Plateadas, pero fuera de nuestra sangre jamás he visto a nadie como los trillizos.

      —Todo indica que su cerebro es diferente —balbucea Tyton y lo miro estupefacta.

      —La forma en que lo dices es muy inquietante —se limita a subir los hombros y yo me vuelvo hacia Davidson, mortificado todavía pese a que no puede ignorar el gran obsequio que acaba de hacerme—. Le doy las gracias por este gesto. Aunque desde la alta posición que ocupa quizá no parezca gran cosa, significa mucho para mí.

      —Lo sé —replica— y espero que también signifique algo para otras familias en cuanto podamos brindarles alojamiento. Mi gobierno debate ahora cómo enfrentar lo que se ha convertido muy pronto en una crisis de refugiados, así como la mejor forma de movilizar a los Rojos y nuevasangres ya desplazados. Sin embargo, en el caso de usted es posible hacer excepciones, a causa de lo que ha hecho y de lo que hace todavía.

      —¿Qué he hecho en realidad? —pregunto antes de poder impedirlo y siento que una oleada de calor se extiende por mis mejillas.

      —Ha abierto grietas en lo impenetrable —afirma como si fuera demasiado obvio—, ha mellado la armadura. Destapó la cloaca proverbial, señorita Barrow, y a nosotros nos toca terminar de romperla —su genuina, amplia y blanca sonrisa evoca la figura de un gato—. Además, no es poca cosa que, gracias a usted, un aspirante al trono de Norta esté a punto de visitar nuestra República.

      Este comentario me conmueve. ¿Es una amenaza? Me inclino de inmediato sobre su escritorio, apoyo las palmas en el tablero y lo conmino con voz baja y amonestadora:

      —Deme su palabra de que no se le hará daño.

      —La tiene —contesta sin vacilar y con un tono idéntico al mío—. No le tocaré un solo pelo, ni a nadie más, mientras él se halle en mi país, se lo prometo con firmeza; no opero de esa manera.

      —Está bien —le

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