Tormenta de guerra. Victoria Aveyard
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Supongo que esto fue lo que el vidente sugirió. Jon hablaba muy poco pero todo lo que dijo tenía un sentido calculado. Pese a que me resisto, sospecho que no tengo otra opción que la de aceptar el destino que él predijo.
Levantarse.
Y hacerlo sola.
Las losas ruedan bajo cada uno de mis pasos. La brisa sopla de nuevo, esta vez desde el oeste, y trae consigo el inconfundible aroma de la sangre. Reprimo las náuseas al tiempo que todo vuelve en tropel: el cerco, los cadáveres, la sangre de ambos colores, mi muñeca rota cuando intenté zafarme de la mano del caimán; cuellos rotos, pechos destrozados, la carne al volar en pedazos, órganos refulgentes y huesos astillados. En la batalla fue fácil distanciarse de ese horror, indispensable incluso; el miedo me habría costado la vida. Ahora no lo es ya; mi pulso se triplica y un sudor frío me cubre el cuerpo. A pesar de que sobrevivimos y vencimos, el terror de la derrota abrió en mi interior abismos muy profundos.
Los siento aún. Los nervios, los senderos eléctricos que mi relámpago trazó en cada persona a la que maté. Como finas y brillantes ramificaciones, cada uno de ellos era diferente, pero igual a los otros. Maté a demasiadas personas para contarlas, con uniformes rojos y azules, de Norta y lacustres por igual, Plateados todos ellos.
O por lo menos eso espero.
El temor de que no haya sido así me golpea como un puñetazo en el vientre. Maven ha utilizado antes a los Rojos como carne de cañón o escudos humanos. Ni siquiera pensé en ello, ninguno de nosotros lo hizo o quizá no le importó: Davidson, Cal, aun Farley si en algún momento creyó que el resultado era más importante que el precio.
—¡Hey! —ella toma mi muñeca y doy un traspiés debido a su tacto, a la sensación de que sus dedos me rodean como un grillete. Me desprendo con un gesto enérgico y emito un gruñido; la vergüenza de que todavía reaccione de este modo me hace enrojecer.
Farley retrocede, sube las palmas y abre bien los ojos, aunque sin temer ni juzgar y sin pizca alguna de lástima. ¿Es comprensión lo que veo en ella?
—Lo siento —dice al instante—. Olvidé la excesiva sensibilidad de tus muñecas.
Agito un tanto la cabeza y meto las manos en los bolsillos para esconder las chispas púrpuras que crepitan en las puntas de mis dedos.
—Está bien. Aún no ha transcurrido…
—Lo sé, Mare; ocurre cuando nos relajamos. El cuerpo vuelve a procesar más cosas, en ocasiones demasiadas, y eso no es motivo de bochorno —inclina la cabeza en dirección opuesta a la torre—, como tampoco que te tomes algo de tiempo. El cuartel está…
—¿Hubo Rojos ahí? —señalo como una autómata hacia el campo de batalla y las derruidas murallas de Corvium—. ¿Maven y los lacustres enviaron soldados Rojos junto con el resto?
Pestañea, presa de la desazón.
—No que yo sepa —responde al fin y oigo zozobra en su voz. Lo mismo que yo, no lo sabe, no quiere saberlo; no lo soportaría.
Giro sobre mis talones y por una vez la fuerzo a seguirme. El silencio se impone de nuevo, rebosante de ferocidad y vergüenza en igual medida. Me sumerjo en él para torturarme, para recordar esa congoja y repugnancia. Vendrán más batallas; morirán más personas, sea cual sea el color de su sangre: así es la guerra, así es la revolución. Y otros quedarán atrapados en el fuego cruzado. Olvidar es condenarlos otra vez, y a quienes están por venir.
Mientras subimos la escalera de la torre mantengo las manos en los bolsillos. Un arete hiende mi piel y siento la tibia piedra roja contra la carne. Debería arrojarla por una ventana; si hay algo que tengo que olvidar es a él.
Pese a todo, el arete permanece.
Entramos juntas a la sala del consejo. Los bordes de mi visión se desdibujan e intento situarme en un lugar que ya conozco, observar y memorizar, buscar grietas en lo que se dice y descubrir secretos y mentiras en lo que se deja sin decir. Es una meta y una distracción. Comprendo la causa de que haya sentido tanto interés de regresar aquí cuando tenía todo el derecho a salir corriendo.
La razón no es que esto sea importante ni que yo sirva de algo, sino que soy egoísta, débil y asustadiza. No puedo estar sola, no todavía.
Así que ocupo una silla, escucho y miro.
Y en todo momento siento sus ojos sobre mí.
DOS
Evangeline
Sería fácil matarla.
Espigas de oro rosado se entrelazan con las joyas de tonalidades rojas, negras y naranjas que penden del cuello de Anabel Lerolan. Bastaría un leve movimiento de mi mano para rebanar la yugular de esta olvido, extraer de su cuerpo la sangre, y de su mente sus innúmeras confabulaciones, y poner fin a su vida y su malhadado compromiso matrimonial frente a todos los que asisten a esta sala: mi madre, mi padre y Cal, por no mencionar a los criminales Rojos y monstruos foráneos con los que hemos terminado por asociarnos. Pero no frente a Barrow, quien no ha vuelto todavía; quizá no haya dejado de llorar aún al príncipe que perdió.
Esto implicaría otra guerra, desde luego, la cual haría trizas una alianza endeble de por sí. ¿En verdad yo sería capaz de cambiar mis lealtades por mi dicha? Esta mera pregunta parece vergonzosa, incluso al abrigo de mi cabeza.
No cabe duda de que la vieja siente mi mirada. Sus ojos vuelan un segundo hasta mí, acompañados por una inconfundible sonrisita de suficiencia, mientras se arrellana en su asiento y resplandece de rojo, naranja y negro.
Son los colores de la Casa de Lerolan… y de Calore. Las filiaciones de Anabel son ostentosamente claras.
Con un escalofrío, bajo la vista y la concentro en mis manos. Una uña está muy lastimada, se rompió en el combate. Suspiro, doy forma de garra a una de mis sortijas de titanio y la vuelvo una zarpa en la punta de mi dedo. La hago chasquear sobre el brazo del trono que ocupo, aunque sólo sea para hacer enfadar a mi madre. Ella me mira de reojo como única evidencia de su desdén.
Fantaseo tanto tiempo con matar a Anabel que pierdo el hilo de una asamblea cuyos miembros conspiran en insoportables círculos viciosos. Nuestro número ha menguado; sólo permanecen los líderes de nuestras facciones, reunidos a la carrera: generales, caballeros, capitanes e hijos de la realeza. El jefe de Montfort habla, después lo hace mi padre, más tarde Anabel y el ciclo empieza de nuevo. Todos hacen gala de palabras medidas, sonrisas falsas y promesas vacías.
¡Cómo me gustaría que Elane estuviera aquí conmigo! Debí traerla. Ella misma me pidió venir; no, lo suplicó. Siempre ha querido estar a mi lado, a pesar del peligro extremo. Trato de no pensar en los últimos momentos que pasamos juntas, con su cuerpo entre mis brazos. Es más delgada que yo, pero también más sedosa. Ptolemus cuidó mi puerta y se encargó de que nadie nos molestara.
—Déjame ir contigo —murmuró ella en mi oído una docena, un centenar de veces. Su padre y el mío nos lo prohibieron.
¡Ya basta, Evangeline!
Me maldigo ahora. En medio