Tormenta de guerra. Victoria Aveyard

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Tormenta de guerra - Victoria Aveyard Reina Roja

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del recinto, que atraviesan para ir a sentarse con Davidson. Se mueven con rapidez y sigilo, como si de esa forma pudiesen evitar que la sala las mire.

      Mientras se acomoda en su asiento, Mare fija los ojos justo en mí. Para mi sorpresa, su mirada me provoca una emoción extraña. ¿Será vergüenza? No, no es posible, aunque mis mejillas se encienden; espero no colorear mis mejillas, de enojo ni de pena, sentimientos que se agitan por igual en mi interior, y por un buen motivo. Desvío la mirada hacia Cal, así sea sólo para distraerme con el único sujeto en este sitio que se siente más desdichado que yo.

      Aunque él aparenta que la presencia de Mare no le afecta, no es su hermano; en contraste con Maven, no sabe ocultar sus emociones. Un tono plateado brota debajo de su piel y colorea sus mejillas, su cuello e incluso la punta de sus orejas. La temperatura de la sala aumenta un poco, por efecto de la emoción que él combate, sea cual fuere. ¡Vaya idiota!, profiero en mi mente. Tomaste tu decisión, Calore, y nos condenaste a ambos. Finge por lo menos que eres capaz de guardar la compostura. Si alguien debiera perder el juicio a causa del desconsuelo soy yo.

      Doy por hecho que se pondrá a maullar como un gatito, pero en vez de eso parpadea con violencia y deja de ver a la Niña Relámpago. Cierra un puño sobre el brazo de su silla y su pulsera flamígera relumbra bajo el sol moribundo. Se controla; ninguno de los dos arde en llamas.

      En comparación con él, Mare es una roca: rígida, implacable, insensible. No suelta un solo chispazo, únicamente me mira; me perturba pero no me reta. Por curioso que parezca, sus pupilas están desprovistas de su furia habitual; pese a que no son cordiales, tampoco desbordan aversión. Pienso que tiene pocas razones para odiarme ahora. Mi pecho se tensa; ¿sabe que la decisión no fue mía? Seguro que sí.

      —¡Me alegra que haya vuelto, señorita Barrow! —le digo en serio; ella siempre es garantía de que los príncipes Calore se distraigan.

      En lugar de contestar, cruza los brazos.

      Por desgracia, su colega, la general de la Guardia, no es tan proclive al silencio; tienta al destino y pone mala cara ante mi madre.

      —Nuestros agentes se turnan ya para seguir el repliegue del ejército del rey Maven y nos informan que éste avanza a marchas forzadas hacia Detraon. Maven y algunos de sus generales abordaron navíos en el lago Eris, parece que también en dirección a esa ciudad, en la que, se dice, habrán de celebrarse las exequias del monarca lacustre. Ellos cuentan con un número de sanadores muy superior al nuestro; quien haya sobrevivido a la batalla estará en posibilidad de combatir antes que nosotros.

      Anabel frunce el ceño y le lanza a mi padre una mirada aniquiladora.

      —Sí, la Casa de Skonos está dividida aún entre las dos facciones y la mayoría de sus miembros todavía es leal al usurpador. —Como si fuera culpa nuestra; hicimos todo lo posible, convencimos a cuantos pudimos—. Por no mencionar que la comarca de los Lagos tiene sus propias Casas sanadoras de la piel.

      Davidson inclina la cabeza al mismo tiempo que hace un amplio ademán y exhibe una sonrisa tensa. Las arrugas en las comisuras de sus ojos delatan su edad. Calculo que tiene alrededor de cuarenta años, aunque es difícil asegurarlo.

      Se lleva los dedos a la frente en una extraña especie de promesa o saludo.

      —Montfort vendrá en su ayuda: pienso solicitar más sanadores, Plateados y ardientes por igual.

      —¿Solicitar? —inquiere mi padre con sorna. Mientras los demás Plateados se muestran tan confundidos como él, me vuelvo en mi fila y mis ojos se cruzan con los de Tolly. Arruga el entrecejo; no sabe a qué se refiere el primer ministro. El estómago se me retuerce y muerdo mi labio para contener esa sensación; es común que compensemos nuestras deficiencias a la par, pero esta vez los dos estamos perdidos. Y mi padre lo está también. Pese a mi disgusto con él, esto me asusta más que todo; es imposible que nos proteja de algo que escapa a su comprensión.

      Mare no lo entiende tampoco y frunce la nariz para dejar constancia de su desconcierto. ¡Vaya gentuza!, maldigo para mí. Me pregunto si la eternamente malhumorada y marcada con cicatrices sabrá de qué habla Davidson.

      Éste deja escapar una risita. El viejo se divierte. Baja los ojos y sus oscuras pestañas acarician sus mejillas. Sería apuesto si se lo propusiera; supongo que esto no representa ningún beneficio para sus intenciones.

      —Como todos saben, no soy rey —mira a mi padre, Cal y Anabel, en ese orden—. Ocupo mi cargo por voluntad de mi pueblo, que dispone de otros políticos electos para que representen también sus intereses. Ellos deben aprobar todas las decisiones. Cuando regrese a Montfort para requerir más tropas…

      —¿Regresará a Montfort? —lo ataja Cal y él para en seco—. ¿Cuándo pensaba decírnoslo?

      Davidson se encoge de hombros.

      —Ahora.

      Mare tuerce la boca, no sé si para sofocar una mueca o una sonrisa; es probable que para esto último.

      No soy la única que se da cuenta de ello. Cal mira por turnos a la Niña Relámpago y al primer ministro, con desconfianza creciente.

      —¿Y qué haremos en su ausencia, señor? —lo interroga—. ¿Lo esperaremos o combatiremos con una mano atada a la espalda?

      —Me halaga que otorgue a Montfort tanta importancia para su causa, su majestad —sonríe—, pero lo siento, no puedo infringir las leyes de mi país, ni siquiera en tiempo de guerra. No traicionaré los principios de Montfort y me atendré a los derechos de mis ciudadanos. Después de todo, se cuentan entre quienes le ayudarán a usted a reclamar su país —la amonestación que sus palabras conllevan es tan obvia como la sonrisa que no se aparta de su rostro.

      El soberano de la Fisura es mejor que Cal para esto y exhibe una sonrisa falsa.

      —¡Jamás pediríamos a un gobernante que se volviese contra su pueblo, señor!

      —¡Desde luego que no! —añade la marcada con cicatrices con mordacidad patente. Mi padre mantiene la calma ante esa falta de respeto, si bien sólo en favor de la coalición. De no ser por nuestra alianza, sospecho que la mataría al instante, para dar a todos una lección de buena educación.

      Cal se tranquiliza un tanto y hace todo lo que puede por controlarse.

      —¿Cuánto tiempo durará su ausencia, señor?

      —Aunque todo depende de mi gobierno, no creo que el debate sea largo —responde.

      La reina Anabel bate palmas, divertida, y su risa ahonda sus arrugas.

      —¡No me diga! ¿Y qué es lo que su gobierno considera un debate largo?

      Siento de súbito como si viera una obra interpretada con malos actores. Ninguno de ellos —mi padre, Anabel, Davidson— cree una sola palabra de lo que dicen los demás.

      —Una controversia de varios años de duración —contesta Davidson con un suspiro y se pone a la altura del forzado humor de la reina Lerolan—. La democracia es sumamente entretenida; lamento que ninguno de ustedes la conozca aún.

      Este remate busca herir y lo logra. A Anabel la sonrisa se le congela en el rostro y golpetea los dedos sobre la mesa, con igual propósito admonitorio. Su habilidad puede destruir sin esfuerzo, como las del resto de nosotros. Todos somos letales y nuestros

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