Tormenta de guerra. Victoria Aveyard
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Detente.
Mis dedos se ensortijan en los brazos de mi trono y claman por convertir el hierro en piezas dentadas. En mi hogar, el sinfín de galerías metálicas de la Casa del Risco es una terapia a mi disposición. Puedo destruirlas en paz, canalizar mi furia emergente hacia estatuas en incesante estado de cambio sin tener que preocuparme de lo que piensen los demás. ¿Podré hallar en Corvium la privacidad necesaria para hacer algo así? La esperanza de esa liberación es lo que evita que pierda el juicio. Araño la silla con mi zarpa, metal contra metal, con tanta reserva que sólo mi madre puede oírlo. No me reprenderá por esta causa frente al resto de nuestro insólito consejo. Si he de ser exhibida, ¿por qué no habría de disfrutar de las escasas ventajas de ello?
Aparto al fin mis pensamientos del vulnerable cuello de Anabel y la ausencia de Elane. Tengo que prestar atención si pretendo burlar de verdad el plan de mi padre.
—El ejército del rey Maven está en retirada. No debemos darle tiempo de reagruparse —dice con frialdad el rey de la Fisura y a sus espaldas las altas ventanas de la torre indican que el sol ha comenzado a ocultarse bajo las nubes que perduran en el horizonte; el devastado paisaje humea aún—; es decir, mientras él se lame las heridas.
—Ese rapazuelo ya está en el Obturador —replica al punto la reina Anabel. Ese rapazuelo. Habla de Maven como si no fuera su nieto; imagino que nunca más admitirá que lo fue tras su participación en el asesinato de su hijo, el rey Tiberias. Maven no es de la misma sangre que Anabel, sino de la de Elara.
Ella se inclina sobre sus codos y une sus arrugadas manos. Su antiguo anillo de bodas, radiante aunque maltrecho, titila en uno de sus dedos. Cuando nos tomó por sorpresa en la Casa del Risco y anunció su intención de respaldar a su nieto, no llevaba puesto ningún metal digno de mención, para huir así de nuestro sentido como magnetrones. Ahora los porta con descaro y nos reta a usar en su contra la corona o las alhajas que presume. Cada parte de sí es una decisión calculada y ella misma no carece de armas. Fue una guerrera antes de que fuese la reina, una oficial en el frente lacustre. Es una olvido que con su mortífero tacto puede destruir y hacer estallar algo… o a alguien.
Si no detestara lo que ella pretende imponerme, respetaría al menos su dedicación.
—A estas alturas —añade—, la mayoría de sus fuerzas están ya más allá de la Cascada de la Doncella y han cruzado la frontera a la comarca de los Lagos.
—El ejército lacustre también está herido y es igual de vulnerable. Ataquemos ahora que podemos hacerlo, así sea sólo para liquidar a los rezagados —mi padre desplaza la vista desde Anabel hasta uno de nuestros caballeros Plateados—. La flota aérea de Laris podría estar lista en menos de una hora, ¿no es así?
El Lord general Laris se espabila bajo la mirada de mi padre. Su copa está vacía, permitiéndole disfrutar la embriaguez de la victoria. Tose y se aclara la garganta; percibo su aliento etílico hasta el otro lado de la sala.
—En efecto, su majestad; basta con que usted lo ordene.
Una voz grave lo interrumpe.
—Me opondré si lo hace.
Cal elige con esmero sus primeras palabras desde que retornó de su rencilla con Mare Barrow. Como su abuela, viste de negro con ribetes rojos, en sustitución del uniforme prestado que usó en la batalla. Se revuelve en su asiento junto a Anabel, en el puesto que ella le asignó como su rey y causa. Su tío Julian, de la Casa de Jacos, ocupa su izquierda, mientras que la reina Lerolan se alza a su derecha. Flanqueado por esos dos Plateados de sangre noble y poderosa, Cal presenta un frente unido, un rey que merece nuestro apoyo por partida doble.
Por eso lo odio.
Él podría haber puesto fin a mi suplicio si hubiese roto nuestro compromiso y rechazado mi mano, cuando mi padre se la ofreció. A cambio de la corona, sin embargo, se deshizo de Mare; a cambio de la corona, me tendió una trampa.
—¿Qué? —dice mi padre por toda respuesta. Es un hombre de pocas palabras y menos preguntas todavía. El mero acto de oír su pregunta resulta perturbador y, muy a mi pesar, me tenso.
Cal ensancha despacio los hombros, de por sí amplios. Apoya el mentón en sus nudillos y frunce las cejas en un gesto reflexivo. Se ve más grande, listo y maduro de lo que es, al mismo nivel que el rey de la Fisura.
—Dije que me opondré a la orden de despachar la flota aérea, o cualquier otro destacamento de nuestra coalición, para que ejecute tareas de caza en territorio hostil —explica sin alterarse y debo admitir que aun sin corona se comporta como un rey, dueño de unas formas que imponen atención, si no es que respeto. No es de sorprender que sea así: fue educado para esto y se distingue por ser un pupilo disciplinado. Su abuela frunce los labios en una sonrisa tensa pero genuina; está orgullosa de él—. El Obturador es un campo minado todavía y tenemos muy poca información de inteligencia de la cual valernos más allá de la Cascada. Podría ser una trampa; no pondré en riesgo a nuestros soldados.
—Cada parte de esta guerra entraña un peligro —ruge Ptolemus, al otro lado de mi padre, mientras realiza un despliegue similar al de Cal y se yergue en su trono cuan largo es. El sol poniente tiñe de rojo su cabello y hace brillar sus satinados rizos plateados bajo su corona principesca. Esa misma luz envuelve a Cal en los colores de su Casa: el carmín de sus ojos y el negro de las sombras a su espalda. Se sostienen la mirada el uno al otro, a la extraña manera de los hombres. Todo es competencia, río para mí.
—¡Qué sagaz es usted, príncipe Ptolemus! —exclama Anabel con un tono sarcástico—. Pero su majestad el rey de Norta conoce la guerra a la perfección y yo estoy de acuerdo con su análisis.
Ya lo llama rey. No soy la única que lo nota.
Cal baja los ojos, azorado. Se recupera pronto y aprieta la mandíbula con resolución. Su decisión está tomada. No cedas más, Calore.
El primer ministro de Montfort, Davidson, asiente desde su lugar. En ausencia de la comandante de la Guardia y de Mare Barrow, resulta fácil pasarlo por alto; me había olvidado de él casi por completo.
—Coincido —dice, e incluso su voz es anodina, sin inflexión ni acento—. También nuestros ejércitos necesitan tiempo para recuperarse, y esta coalición lo necesita para recobrar… —hace una pausa y piensa; aún soy incapaz de descifrar su expresión y esto me molesta en extremo. ¿Podrá un susurro infiltrar los escudos de su mente?— para recobrar su equilibrio.
Mi madre no es tan inconmovible como mi padre y fija en el líder nuevasangre su negra y calcinante mirada. Su serpiente la imita y parpadea en dirección al primer ministro.
—¿Así que no hay agentes de inteligencia ni espías al otro lado de la frontera? Perdone usted, señor; yo tenía la impresión de que la Guardia Escarlata —casi escupe este apelativo— disponía de una intrincada red de espionaje tanto en Norta como en la comarca de los Lagos. Tal cosa sería sin duda de gran utilidad, a menos que los Rojos nos hayan engañado respecto a su fuerza —sus palabras destilan aversión como veneno salido de los colmillos de una víbora.
—Nuestros agentes operan como de costumbre, su majestad.