Tormenta de guerra. Victoria Aveyard
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—Ahí estaba él —no espera a que pregunte de quién habla—, con su cabellera plateada, ancho cuello y ridícula armadura. Respira en este mundo todavía, pese a que traspasó con una daga el corazón de Shade.
Hundo más las uñas en mi carne cuando pienso en Ptolemus Samos, el príncipe de la Fisura, el asesino de mi hermano. Al igual que Farley, siento una furia súbita y un arranque de vergüenza.
—Tienes razón.
—Y todo porque tú hiciste un trato con su hermana y cambiaste su vida por tu libertad.
—La cambié por mi venganza —admito con voz tenue—. Y sí, le di mi palabra a Evangeline.
Exhibe los dientes con indignación manifiesta.
—Le diste tu palabra a una Plateada y esa promesa vale menos que las cenizas.
—Es una promesa de todos modos.
Gruñe, se endereza y se gira hacia la torre. ¿Cuánto dominio debe ejercer sobre sí misma para no ir en este instante a sacarle los ojos a Ptolemus? Yo no la detendría si lo intentara; de hecho, acercaría una silla para ver el espectáculo.
Abro el puño y libero mi dolor. Doy un paso para acortar la distancia entre nosotras y después de un segundo de vacilación poso una mano en su brazo.
—Yo hice esa promesa, Farley, no tú ni nadie más.
Esta afirmación la apacigua y su mueca de disgusto se torna en una sonrisa de complicidad. Me mira con ojos espléndidamente azules en los que se refleja la luz del sol.
—Tal vez serías mejor para la política que para la guerra, Mare Barrow.
Sonrío con incomodidad.
—Son lo mismo —una difícil lección que aprendí por fin—. ¿Crees que lograrás matarlo?
En otro tiempo, la insinuación de lo contrario le habría merecido una burla, porque ella es, como se debe, una mujer dura con una coraza más dura todavía, pero algo —quizá Shade, con certeza Clara, el vínculo que ahora compartimos— me permite ver más allá de la pétrea y segura apariencia de la general, quien titubea a la vez que la sonrisa se le desdibuja.
—No lo sé —murmura—; lo que sí sé es que no podría volver a mirarme a los ojos ni mirar a Clara si no tratara de hacerlo.
—Yo tampoco si te dejara morir en el intento —le aprieto el brazo—. ¡Por favor, no vayas a cometer una tontería!
De pronto recupera la sonrisa y parpadea.
—¿Desde cuándo soy una tonta, Mare Barrow?
Siento una punzada en las cicatrices de mi nuca, que había olvidado casi por completo. Este dolor es poca cosa en comparación con lo demás.
—¿Adónde nos llevará todo esto? —digo, con la esperanza de que recapacite, pero ella sólo sacude la cabeza.
—No puedo contestar una pregunta que tiene tantas respuestas.
—Me refiero a Shade, a Ptolemus: ¿qué ocurrirá después de que lo mates: Evangeline te matará a ti y a Clara, yo acabaré con ella y así sucesivamente, sin final a la vista? —aunque no soy ajena a la muerte, esto parece distinto, desenlaces calculados, algo propio de Maven, no de nosotras. Por más que hace ya mucho tiempo que ella puso la mira en Ptolemus, cuando yo me hacía pasar por Mareena Titanos actuábamos en nombre de la Guardia, de una causa, de algo diferente a la venganza ciega y sanguinaria.
Sus ojos se ensanchan, vehementes e insoportables.
—¿Quieres que le deje vivir?
—¡Por supuesto que no! —escupo casi—. No sé qué quiero ni lo que digo —se me atora la lengua—, pero puedo preguntar de todas formas. Sé lo que la venganza y la ira le hacen a una persona, a quienes la rodean, y no quiero que Clara crezca sin la compañía de su madre.
Aparta toscamente la mirada y oculta el rostro, aunque no tan rápido para esconder una repentina oleada de lágrimas que no alcanzan a rodar por sus mejillas. Se encoge de hombros y se aleja de mí.
Insisto, debo hacerlo, tiene que oír esto.
—Ya perdió a Shade y si le dieran a escoger entre vengar a su padre y conservar a su madre, sé lo que decidiría.
—A propósito de decisiones —suelta, sin mirarme aún—, estoy muy orgullosa de la que tomaste tú.
—No cambies de tema, Farley…
—¿Lo oíste bien, Niña Relámpago? —fuerza una sonrisa y su rostro se enrojece demasiado—. ¡He dicho que estoy orgullosa de ti! Apunta eso, atesóralo en tu memoria, porque quizá no vuelvas a escucharlo jamás.
Muy a mi pesar, lanzo una carcajada enigmática.
—¿De qué exactamente estás orgullosa?
—Antes que nada, de tu buen gusto para vestir —sacude la tierra revuelta con sangre adherida a mi hombro— y de tu carácter amable y sosegado —río de nuevo—, aunque también porque sé lo que es perder al hombre que amas —esta vez es ella quien me toma del brazo, quizá para que no escape de una conversación para la que no creo estar preparada.
Escógeme, Mare. Estas palabras se pronunciaron hace apenas una hora; es lógico que me persigan todavía.
—Lo sentí como una traición —fijo la mirada en su barbilla para no tener que mirarla a los ojos. La cicatriz en la comisura izquierda de su boca es profunda, tira de sus labios hacia un lado; es un corte limpio, obra de un estoque certero, que no tenía cuando la conocí, a la luz de una vela azul en el viejo carromato de Will Whistle.
—¿De Cal? ¡Desde luego…!
—No, no de él —la nube que en ese momento atraviesa el cielo nos cubre con sombras móviles. Por extraño que parezca, la brisa del verano es fría y me hace temblar, así que siento un deseo instintivo de Cal y su tibia presencia, porque él nunca permitió que padeciera frío. Esta idea, lo que ambos dejamos atrás, me revuelve el estómago—. Me hizo promesas —continúo—, pero yo se las hice también y las rompí. Y él tiene otras más por cumplir, que se hizo a sí mismo y a su difunto padre. Ya amaba la corona antes de que me amara a mí, lo supiera o no. Y al final cree que hace lo correcto por nosotros, por todos. ¿Cómo podría culparlo por ello?
Debo esforzarme para enfrentar la mirada inquisidora de Farley. No tiene una respuesta para mí, o no una que me complazca, al menos. Pese a que se muerde el labio para contener lo que quiere decir, el recurso no surte efecto.
Ríe e intenta ser cordial, aunque se muestra tan quisquillosa como siempre.
—No lo disculpes.
—No lo hago.
—Da la impresión de que sí —suspira con exasperación—. Por excepcional que sea, un rey no deja