Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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—Se parece a mi hermosa Maude —suspiró, notando como el pelo oscurecido se tornaba casi rubio.
Así, las semanas fueron pasando, con los viejos llorando en la casa añorando sus cabellos y el malvado caballero Hardman sonriendo diabólicamente.
VII. Final feliz
Un día, la rica heredera Ermengarde S. Van Itty, empleó a un segundo chofer asistente. Le llamó la atención algo conocido en su cara, lo miró de nuevo y se quedó boquiabierta. ¡Ah! ¡Pero si era el desleal Algernon Reginald Jones, a quien había lanzado por la ventana aquel fatídico día! Había sobrevivido… lo cual era evidente. Se había casado con una mujer y esta se escapó con el lechero y todo el dinero de la casa. Ahora, absolutamente arruinado, le contó con arrepentimiento a nuestra heroína su historia y le reveló toda la verdad del oro de la granja de su padre. Emocionada más allá de lo que podría narrarse, le subió a un dólar su salario mensual y decidió terminar de una vez, con esa insatisfecha necesidad de acabar con las preocupaciones de sus ancianos padres. Así que, un día brillante, Ermengarde fue en coche a Hogton y llegó hasta la granja, justo en el momento que el caballero Hardman estaba ejecutando el embargo y ordenando el desalojo de los ancianos.
—¡Detente, despreciable! —gritó ella batiendo un inmenso rollo de billetes—. ¡Al fin eres detenido! Aquí está tu dinero… ¡lárgate ahora y no regreses nunca a deshonrar la humilde puerta de nuestra casa!
Se produjo una gran alboroto, mientras Hardman retorcía su mostacho y su látigo, lleno de molestia y frustración. ¡Pero alto! ¿Qué ocurre? Suenan unos pasos en el viejo camino de grava y ¿quién aparece? Nuestro héroe, Jack Manly… ruinoso y harapiento pero con su rostro radiante. Al ver al vencido villano le dijo:
—Caballero… ¿no podría prestarme algo? Acabo de regresar de la ciudad con mi hermosa prometida, la bella Bridget Goldstein y necesito algo para comenzar en la vieja granja. Luego, dirigiéndose hacia los Stubbs, pidió perdón por su incapacidad de pagar la hipoteca tal como lo había ofrecido.
—No tiene importancia —le dijo Ermengarde—, ahora somos gente próspera y sería pago suficiente que te olvidaras para siempre de nuestras locas fantasías de infancia.
Durante todo ese tiempo, la señora Van Itty estuvo sentada en el coche esperando a Ermengarde, pero, observando desinteresadamente el afilado rostro de Hannah Stubbs un recuerdo adormecido surgió de las profundidades de su cerebro. Luego, le llegó una imagen de golpe y le gritó a la matrona campesina acusadoramente:
—¡Tú… tú… Hannah Smith… yo te conozco! ¡Hace veintiocho años eras la niñera de mi hija Maude y me la robaste de su cuna! ¿Dónde, dónde está mi hija? —en ese momento, la respuesta brilló como un rayo en el cielo tenebroso.
—Ermengarde… tú dices que es tu hija… ¡pero ella es la mía!… El destino me devolvió a mi amada niña ¡mi pequeña Maude! Ermengarde… Maude… ¡¡¡Ven hacia los amorosos brazos de tu madre!!!...
Pero Ermengarde tenía otras cosas más importantes en qué pensar. ¿Cómo sostener aquella ficción de los dieciséis años si la habían robado hacía veintiocho? Y... si no era la verdadera hija de Stubbs, el oro nunca sería suyo. La señora Van Itty era rica, pero el caballero Hardman era aún más rico. Así que, acercándose al derrotado villano, lo condenó al último y más horrible castigo.
—Caballero, querido —murmuró—. He pensado en todo este asunto. Yo te amo a ti y a toda tu ingenuidad. Cásate conmigo o... te condenarán por el secuestro del año pasado. Ejecuta ya esa hipoteca y goza a mi lado del oro que tu talento descubrió. ¡Vamos, querido!
Y el pobre tipo le obedeció.
Sweet Ermengarde: escrito entre 1919 y 1921. Publicado en 1943 de manera póstuma.
La tumba8
«Sedibus ut saltem placidis in morte quiescam.»
Virgilio
Cuando me adentro en las razones que me han llevado a la reclusión en este asilo para pacientes mentales, podría entender que mi actual situación provocará las obvias dudas sobre la veracidad de lo que digo. Es una pena que la mayoría de la gente sea demasiado estrecha de pensamiento como para deliberar fría e inteligentemente sobre ciertos eventos aislados que subyacen más allá de su día a día, y que son avistados y advertidos solo por algunas personas sensibles. Los de más amplio entendimiento saben que no hay una verdadera diferencia entre lo real y lo que no lo es; que todas las cosas aparecen tal como son tan solo en virtud de los frágiles sentidos físicos y mentales mediante los que las percibimos; pero el prosaico materialismo de la mayoría tilda de locura a todo rastro de clarividencia que aparezca ante el vulgar velo del empirismo de mal gusto.
Me llamo Jervas Dudley, y desde muy niño he sido un soñador y un visionario. Lo bastante acomodado como para no tener que trabajar, y temperamentalmente negado para los estudios formales y el trato social de mis iguales, viví siempre en ambientes alejados del mundo real; pasando mi juventud y adolescencia entre libros antiguos y poco conocidos, así como deambulando por los campos y arboledas en la vecindad del hogar de mis antepasados. No creo que lo leído en tales libros, o lo visto en esos campos y arboledas, fuera lo mismo que otros chicos pudieran leer o ver allí; pero de tales cosas debo hablar poco, ya que explayarme sobre ellas no haría sino confirmar esas infamias despiadadas acerca de mi inteligencia que a veces oigo susurrar a los esquivos enfermeros que me rodean. Será mejor para mí que me ciña a los sucesos sin entrar a analizar las causas.
Como dije, vivía apartado del mundo real, aunque no viviera solo. Eso no va bien para los seres humanos, ya que quien se aparta de la compañía de los vivos en algún momento frecuenta la compañía de cosas que no tienen, o al menos no demasiada, vida. Cerca de mi casa existe una curiosa hondonada boscosa en cuyas profundidades umbrías pasaba la mayor parte del tiempo; entre letras, pensamientos y sueños. En sus musgosas laderas tuvieron lugar mis primeros pasos infantiles, y en torno a sus robles grotescamente nudosos se entretejieron mis primeras fantasías de adolescencia. Terminé por conocer bien a las dríadas tutelares de tales árboles, y a menudo he atisbado sus salvajes danzas a los fieros rayos de la luna menguante… pero no debo hablar ahora de eso. Debo ceñirme a la cripta abandonada de los Hydes, una vieja y rancia familia cuyo último descendiente directo había sido introducido en su negro seno décadas antes de mi nacimiento.
La tumba de la que hablo es de granito viejo, carcomido y descolorido por brumas y humedades de generaciones. Excavado en la ladera, tan solo la entrada de la estructura era visible. La puerta, un bloque pesado e imponente