La vida es un arma. Gerardo Garay

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La vida es un arma - Gerardo Garay

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desconfiar de él, porque es efímera, aleatoria y torpe. Pero no siempre las ideas se resignan a la palabra».

       Crítica al Estado y a la Ley

      La crítica que realiza al Estado, a la justicia estatal y al ejercicio político en la democracia burguesa, discurren por los senderos habituales de las críticas anarquistas. Para él, «todos los Estados […] nacieron del robo», y «todos ellos subsisten del robo» Es el «saqueo» lo que ha «fundado la propiedad moderna». El Estado es «el mecanismo con que se defiende la propiedad», «roba con una mano y degüella con la otra» ya que «no se concibe una propiedad estable sin la práctica de la esclavitud».

      El Estado sanciona los privilegios de una clase, «no hay bienestar colectivo. Hay bienestar de una clase, cuyo dogma forzoso es la propiedad» afirma. Por eso, el Estado «educa» al conjunto de sus ciudadanos, como si de un gran ejército se tratase, a «marcar el paso»,

      «No hay nada tan prudente, tan correcto, tan tranquilizador como marcar el paso. Educar es enseñar a marcar el paso en los negocios de la vida, a copiar el ritmo ajeno y conservarlo, a integrar el gran volante regulador de la maquina humana. Hoy como ayer, mañana como hoy, he aquí la divisa de toda sociedad perfecta, y naturalmente del Estado, que se cree perfecto; el Estado es lo contrario de cambiar de estado; no existe gobierno que no se estime lo suficiente para conservarse a sí mismo, y sería absurdo que no fueran conservadores los que se encuentran a gusto. Los demás, los que obedecen, deben obedecer siempre, y siempre igual, de idéntica manera; deben evitar molestias a los que mandan, y guardarse de provocar contraórdenes, rectificaciones y reiteraciones. ¿De qué serviría mandar si costara trabajo? Lo razonable es que el mando sea definitivo y eterno».

      Su crítica también se dirige a la justicia estatal9, una justicia en la que «[…] el rigor de los tribunales se reserva preferentemente para los pobres, para los inofensivos». Alberico, personaje fantástico creado por ­Barrett, personifica la mirada del «sentido común» que brinda un «extranjero» sobre la civilización occidental; entre sus dificultades está la de comprender las leyes y el sistema judicial. Dice Alberico:

      «Es manía curiosa ésa que tenéis de confrontar las acciones individuales con una serie de antiguos documentos que llamas leyes, y es notable que haya quien se ocupe sistemáticamente en labor tan inútil y fastidiosa. Una ley escrita, y sobre todo escrita en el lenguaje falso y paupérrimo que hablas, ¿qué tiene de común con el mundo sintético, inmedible, misterioso, que se encierra en el menor acto humano?».

      Esta interpretación recuerda el principio tolstoiano de no juzgar al prójimo en las instituciones humanas; en opinión de ­Barrett, la justicia obra porque es «esencialmente injusta», «las leyes son esencialmente inmorales»; en primer lugar, a causa de su procedencia, ya que «[…] vienen del pasado, de épocas en que la humanidad era más bárbara, y todavía, dentro de aquellas épocas, fueron obra de los hombres más inmorales, de los llamados hombres de acción, dueños del oro y de la política». En segunda instancia, porque su legitimidad está apoyada en las fuerzas armadas, «su prestigio es la obediencia de los que no tienen fusil». Su misión es conservar el poder a los que lo gozan. Por último, no tiene otro «objeto» más que «defender la propiedad».

      En Lo que son los yerbales, describe la escandalosa situación de los trabajadores y concluye lamentándose, «nada hay que esperar de un Estado que restablece la esclavitud, con ella lucra y vende la justicia al menudeo». En conclusión, la ley estatal, la regla, «es la mentira, porque es la inmovilidad», la ley es una relación, no una realidad:

      «Marcar el paso no supone avanzar. En táctica, equivale a suspender la marcha y simularla agitando las piernas sin adelantar un centímetro. Símbolo curioso. La existencia de la ley no supone una realidad concreta».

      La clásica distinción entre ley natural y ley política preocupó a muchos anarquistas en el siglo XIX; para Bakunin, por ejemplo, no podemos desobedecer las leyes naturales «porque constituyen la base y las condiciones mismas de nuestra existencia»; somos esclavos de esas leyes naturales, pero nada hay de humillante en eso ya que no es un amo exterior, sino que son inherentes a nosotros, según Bakunin «constituyen todo nuestro ser». ­Barrett se hace eco de esta idea, distingue entre «ley natural» y «ley creada por los hombres»; aclara que si el ordenamiento social y político obedeciera a normas del primer rango, entonces «se cumplirán por sí solas, queramos o no»; en cambio «es evidente que las leyes escritas no se parecen, ni por el forro, a las leyes naturales, […] Una ley que necesita del gendarme usurpa el nombre de ley. No es la ley: es una mentira odiosa» Nuestras leyes son contrarias «a la índole de las cosas»; las armas tratan de detener «el empuje invisible de las almas».

       El anarquismo como liberación de todo determinismo.

      Sin embargo el propietario cree que la Historia está clausurada, «[…] Está persuadido de que la humanidad ha alcanzado su meta; de que el orden actual es inmejorable, de que no hay nada que añadir a la historia, de que no queda espacio en que avanzar». «El poseedor […] está persuadido de que él es la patria, la sociedad y el planeta, inmóviles en su beatitud de cosas intangibles».Y esta convicción repercute en el ánimo de los desposeídos que, como padeciendo una enfermedad colectiva, caen presos de la resignación:

      «¡Ojalá fuera el culpable un hombre, uno solo, por poderoso y alto que fuera! Eso se suprime. Por desdicha, la enfermedad es colectiva. Las masas sociales se han impregnado de la sombra hereditaria proyectada sobre el país por una espantosa sucesión de tiranías y de catástrofes. Las almas se han teñido de la melancolía fatídica de la resignación».

      Por eso, para ­Barrett el determinismo más peligroso radica en la convicción, arraigada en muchas personas, de que es mejor no actuar, una especie de «resignación de los de abajo»; personas «inteligentes», «ingeniosas y sutiles como todos los oprimidos», pero que «su misma inteligencia les aconseja la pasividad, el desdén, el estoico silencio. Están enseñados por la historia de tres siglos». La vida política en Paraguay se ha tornado un círculo vicioso, utiliza metáforas del orden de la naturaleza que le sirven para exhortarnos a superarnos constantemente y para exigirnos pensar otros modos de vida y organización política y social:

      «Existe una experiencia clásica, la de las orugas en el borde de un vaso. Anhelan escapar, y no se les ocurre abandonar el borde. Dan vueltas y vueltas […] hasta que caen extenuadas. Un sabio supone que no conocen más que una dimensión del espacio, y que por eso están condenadas a no salir de su línea. Nos conviene meditar la experiencia y refrescar en nuestro espíritu las dimensiones del universo, la vertical, sobre todo».

      El anarquismo contribuye a la desestructuración de ese círculo vicioso, es la liberación de todos los determinismos, liberación de la legalidad de los gobiernos así como también de la democracia burguesa, porque «[…] ¿acaso la tiranía no es compatible con el sufragio universal? La América Latina sabe algo de eso. ‘No existen gobiernos liberales, apunta Proudhon; no existe sino el gobierno o la negación del gobierno; fuera de ahí, nada’. O mandamos o no mandamos».

      A ­Barrett le es suficiente el sentido etimológico del término para adherir a la causa anarquista: «ausencia de gobierno. Hay que destruir el espíritu de autoridad y el prestigio de las leyes. Eso es todo». El «libre examen» es la base de la prosperidad intelectual y no la apelación a una autoridad, la ciencia moderna es ejemplo de ello, «la ciencia moderna es grande por ser esencialmente anárquica. ¿Y quién será el loco que la tache de desordenada y caótica?

      Para él todas las instituciones son injustas, pero insiste en que tanto para destruirlas como para vivir sin ellas es necesario educarnos y cultivar una virtud superior

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