El capital odia a todo el mundo. Maurizio Lazzarato

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El capital odia a todo el mundo - Maurizio Lazzarato

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en la riqueza, alimentadas por una renta que ya no es colonial, sino financiera.

      A principios del siglo XXI, hay otros acontecimientos que afectan profundamente las subjetividades ya devastadas por la primera secuencia de políticas neoliberales. El colapso en 2008 del sistema financiero causó una doble ruptura “subjetiva” que inauguró una fase más intensa de inestabilidad directamente política, propicia para una conversión neofascista de la sociedad (o para una radicalización “revolucionaria”). Primero, la “crisis” de la deuda sancionó el fracaso de la figura del individualismo propietario y competitivo del “capital humano” e hizo emerger la figura subjetiva del “hombre endeudado”, responsable y culpable del exceso de gasto público. En segundo lugar, tras una profundización de las políticas neoliberales de concentración de la riqueza y el patrimonio, la frustración, el miedo y la angustia del hombre endeudado produjeron una conversión de la subjetividad, disponible ahora para aventuras neofascistas, racistas, sexistas y para los fundamentalismos identitarios y soberanos.

      El liberalismo contemporáneo está, por lo tanto, muy lejos de la imagen irónica que Foucault daba de la sociedad del empresario de sí mismo en Nacimiento de la biopolítica: la sociedad industrial “exhaustivamente disciplinaria” que daría lugar a la “optimización de los sistemas de diferencias”, en la que “se concede tolerancia a los individuos y las prácticas minoritarias”. Este cuadro idílico no vio la luz en ninguna parte. Y así como estamos muy, muy lejos de la optimización de los sistemas de diferencias y la tolerancia que se les concede a las minorías, también es imposible referirse al “discurso capitalista” de Jacques Lacan, una versión psicoanalítica del poder neoliberal según Foucault: la inyunción del poder ya no sería “obedece”, sino “goza”.

      El goce es hoy lo que Trump pretende procurarles a los estadounidenses blancos cuando defiende su whiteness contra las “razas” (negros, latinos, árabes) que los “amenazan”; o es el goce de los hombres cuando los movimientos neoconservadores prometen la restauración del poder que habrían perdido, el orden familiar y la heterosexualidad. En Europa, el islam es el objeto de todos los investimentos paranoicos y todas las formas de resentimiento que el liberalismo produjo a lo largo de cuarenta años.

      La época está caracterizada por la lógica de la guerra contra las poblaciones y sus articulaciones (racismo, fascismo y sexismo). La creciente intensidad de las movilizaciones neofascistas, la libre circulación del habla y actos racistas y sexistas parecen encajar dentro de la gubernamentalidad neoliberal sin demasiados problemas porque participan de la misma máquina de guerra capitalista.

      En este cuadro trazado, por un lado, por el progreso del proyecto de secesión política de los “ricos” y, por otro, por la impotencia de las fuerzas que quieren bloquearlo, la democracia ya no sirve. La democracia representativa no entró en “crisis” con el neoliberalismo: el Poder Legislativo que debería realizarla y legitimarla comenzó a ser neutralizado por el Poder Ejecutivo desde la Primera Guerra Mundial. La guerra industrial conlleva una reconfiguración del Poder Ejecutivo, que no termina con el cese de las hostilidades, sino que, por el contrario, va a ir reduciendo progresivamente al Parlamento al estado de apéndice de ratificación y legitimación de los decretos del verdadero Poder Legislativo, que está en manos del gobierno. Pero detener el análisis aquí sería quedarse en el camino trazado por Carl Schmitt o Giorgio Agamben. El siglo XX ha manifestado una nueva realidad de la “política” que el neoliberalismo ha realizado por completo: el Poder Ejecutivo, como todo el sistema político-jurídico, es uno de los centros de decisión de la máquina de guerra capitalista, que ejecuta, ratifica y legitima los “decretos” destinados a aumentar la “vida” (el poder de actuar) del capital financiero.

      Los liberales siempre han entendido la democracia como una democracia de propietarios. Siempre han concebido los derechos como vinculados a la propiedad. Son las revoluciones las que impusieron la igualdad y las que conquistaron los derechos políticos y sociales “para todos”. El capitalismo puede funcionar muy bien dentro de diferentes sistemas políticos: democracia constitucional, Estado centralizador y autoritario como en China, en Rusia o en los regímenes fascistas. La idea de que el capital va necesariamente de la mano con la democracia ha sido desmentida una y otra vez.

      GUERRA Y CIRCULACIÓN

      A partir de finales de los años setenta, los movimientos posteriores al 68 dejaron de cuestionar y problematizar la guerra, la guerra civil y la revolución. Los conceptos de guerra y revolución fueron abandonados por los “vencidos”, como si la guerra se hubiera pacificado y hubiera quedado integrada e incorporada, sin resto, a la producción, la democracia y el consumo, y la revolución pudiera solo ser conjugada con la tecnología (automotriz, informática, robótica, etc.). La paz se confundió con la victoria histórica del capitalismo y el “fin” de las guerras con la derrota de la revolución. Pero es imposible entender los cambios en el funcionamiento del capitalismo, su versión neoliberal, el surgimiento de nuevas formas de fascismo, sin tematizar las victorias y derrotas del siglo XX, ya que son los “triunfos” en la guerra de clases los que abrieron la posibilidad de estas transformaciones.

      Si, como creo, la derrota política de fines de la década de 1960 y comienzos de 1970 implica igualmente una derrota teórica, la primera víctima fue el marxismo, que había aportado lo esencial de sus instrumentos políticos y teóricos al siglo de las revoluciones. La emergencia de sujetos políticos difícilmente identificables con la clase obrera (el movimiento de descolonización y el movimiento feminista, entre otros) sacudió el concepto de sujeto revolucionario inherente al marxismo europeo, pero las razones de su rápido colapso en los años setenta deben buscarse antes que nada en las guerras totales. La Gran Guerra fue la ocasión de la toma de poder por parte de los bolcheviques, pero también el origen de un cambio radical en el funcionamiento del capitalismo que se prolongó durante la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, transformación que el marxismo, a diferencia de los capitalistas, fue incapaz de captar.

      Las dos guerras totales afectan profundamente la categoría marxiana de “producción”, fundamento de la ruptura revolucionaria desde el momento que engendra al sujeto capaz de realizarla. La producción que se deriva de las guerras totales se diferencia radicalmente del modo en que Marx la había definido y, junto con ella, los sujetos “revolucionarios”. La producción se vuelve una parte de la circulación

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