El capital odia a todo el mundo. Maurizio Lazzarato

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El capital odia a todo el mundo - Maurizio Lazzarato

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el significado del informe de la Comisión Trilateral de 1975)8.

      Privatizar la “oferta” de servicios significa eliminar la dimensión política de la “demanda social” y su forma colectiva. El Estado, una vez liberado de las “expectativas”, los derechos y la igualdad que conllevan las luchas, podrá asumir las funciones que el neoliberalismo le tiene reservadas: se convertirá en “un Estado fuerte, para una economía libre”, “un Estado fuerte con los débiles (los desposeídos) y débil con los fuertes (los propietarios)”. No debe ser mínimo, sino organizar y administrar “prestaciones mínimas”, es decir, garantizar una cobertura mínima de riesgos, porque el resto debe adquirirse en el mercado de las aseguradoras. Aquellos que no mantienen el ritmo de la competencia, y se quedan afuera del mercado laboral, tienen a su disposición un “mínimo” a partir del cual podrán volver a entrar en la competencia de todos contra todos (workfare). Por otro lado, es el propio Estado el que debe trabajar para lograr esta transformación, mediante la subfinanciación de los servicios, dejando que se degraden para introducir en su lugar políticas fiscales que fomenten el uso del crédito. Esto es precisamente lo que el Estado brasileño fue ejecutando gradualmente.

      En Brasil, durante los mandatos de Lula, las consecuencias fueron formidables: endeudamiento, individualización y despolitización, sin que el “crecimiento” y la redistribución modifiquen la estructura de clases, aunque sea marginalmente. La inclusión por medio de las finanzas no subvirtió la desigualdad de las estructuras sociales y productivas, sino que, por el contrario, las ha reproducido, ya que la distribución por el crédito solo ha producido un “consumismo superficial”. Lavinas señala que “en solo una década, la propiedad de bienes duraderos como teléfonos celulares, plasmas y heladeras se ha vuelto casi universal”, independientemente del nivel de ingresos disponibles, mientras que Perry Anderson destaca los límites de esta estrategia consumista: “Hemos descuidado el suministro de agua, las rutas asfaltadas, la eficiencia del transporte público, las redes cloacales, las escuelas y los hospitales decentes. Los bienes colectivos no tienen ninguna prioridad ideológica o práctica”.9 Las grandes movilizaciones de 2013, que se desarrollaron por afuera del PT y en contra de él, fueron una manifestación de la frustración, la cólera, la decepción con los resultados de estas políticas sociales. Las demandas fueron precisamente la degradación del transporte, de los servicios de salud y de la educación. Firmaron la sentencia de muerte del “reformismo soft” del PT.

      El PT serruchó la rama en la que estaba sentado porque sus políticas de “redistribución” crearon un individualismo despolitizante que, de hecho, era el objetivo político perseguido por los neoliberales. Según Anderson, “[l]os pobres fueron los beneficiarios pasivos del poder del PT, que nunca los educó ni organizó, y mucho menos movilizó como fuerza colectiva. La redistribución estaba allí, elevando el nivel de vida de los más pobres, pero fue individualizada”. Lavinas levantó la apuesta, dándole a la experiencia del PT una definición que podría sintetizarse de la siguiente manera: socialismo de tarjeta de crédito. “Una vez en el poder, el Partido de los Trabajadores sintió que era posible reconstruir la nación creando nuevas identidades sociales, basadas no en vínculos de pertenencia colectiva o solidaridad comunitaria, sino en el acceso al crédito, a una cuenta bancaria personal o a una tarjeta de crédito”.

      La ilusión de un crecimiento (o, más exactamente, de una acumulación de capital) que no produjera más que ganadores, capaz de reconciliar a las clases y movilizarlas en pos del proyecto de un gran Brasil, se estrelló contra las consecuencias del colapso financiero de 2008 y las inconsistencias internas de un proyecto de redistribución basado en las finanzas (pero también en la caída de los precios de los commodities del capitalismo “extractivo”, que Bolsonaro va a revivir expandiendo los procesos de deforestación de la Amazonia, que el propio PT había favorecido).

      El neoliberalismo no llegó al final de los mandatos de Lula; la ironía quiso que fuera cultivado por el Partido de los Trabajadores. El capital también goza de excelentes relaciones con las instituciones del movimiento obrero, ya que la financiarización hubiera sido inconcebible sin los “fondos de pensión” de los trabajadores estadounidenses (profesores, funcionarios, obreros, etc.), grandes inversores institucionales en la Bolsa.

      Pero tan pronto como existe el peligro, incluso si es creado por el capital mismo, se reconstruyen las alianzas entre las finanzas internacionales y nacionales, el fascismo, los terratenientes del agrobusiness, los militares y los religiosos (los católicos reaccionarios en la época de la dictadura, hoy los evangelistas), según la clásica estrategia que los neoliberales no tuvieron ningún problema en refrendar.

      Junto a estos movimientos del gran capital, la revuelta y la voluntad de venganza de las elites blancas y de las clases medias altas encontraron el espacio político para manifestarse. El odio de clase causado por un trabajador presidente, por las cuotas que garantizan la inscripción de ciudadanos negros en la universidad o por la obligación de establecer un contrato de trabajo para las empleadas domésticas (rigurosamente no blancas) se expresó en ocasión del fracaso de las políticas económicas. Pero eso no excluye que las pasiones bajas del hombre endeudado, culpable y frustrado, temeroso y aislado, ansioso y despolitizado hayan puesto a una parte de los pobres y trabajadores a disposición de las aventuras fascistas. La micropolítica del crédito creó las condiciones de una micropolítica fascista.

      Las confrontaciones estratégicas vuelven a estar a la orden del día después de que la locura de las recetas neoliberales fracasaron en todas partes, y no solo en Brasil. Pero esta ruptura de la gubernamentalidad no encontró bien preparados a los movimientos políticos, que desde 1985, el año del fin de la dictadura, dejaron de pensar en las nuevas condiciones de la guerra, la guerra civil y la revolución. La ola mundial de movilizaciones de 2011, en la cual se inscribe el movimiento brasileño de 2013, carece por completo de pensamiento estratégico –la gran ventaja de los movimientos revolucionarios en los siglos XIX y XX–.

      La experiencia de América Latina en la era neoliberal se basó en un gran malentendido sobre el “reformismo”. El “reformismo” no es una alternativa a la revolución porque depende de su realidad o de la amenaza (de una posible revolución). Sin un capitalismo en peligro, no hay “reformismo”. Todos los movimientos políticos del siglo XIX, socialistas, anarquistas, comunistas, buscaron la superación y la destrucción del capitalismo. A pesar de las sangrientas derrotas “políticas” sufridas a lo largo del siglo, las conquistas sociales ganaron terreno. La Revolución rusa completó este ciclo de luchas y, a pesar de su fracaso político, sirvió, junto con el ciclo de revoluciones anticoloniales, para la conquista de nuevos derechos, incluso en Occidente (el bienestar, el derecho al trabajo, etc.). Los movimientos políticos contemporáneos están muy lejos de amenazar la existencia del capital, por lo que, durante cuarenta años, las derrotas económicas y sociales equivalen a derrotas políticas. América Latina está despertando de un sueño: poder practicar el reformismo sin la posibilidad de una revolución, sin que esta última, o su potencialidad, constituya una amenaza para la supervivencia del capitalismo.

      Pensar en reducir la pobreza y mejorar la situación de los trabajadores y los proletarios a través de los mecanismos “financieros” fue más que una ingenuidad o una “paradoja”: fue una perversión. Uno no puede hacer del “crédito” un simple instrumento, adaptable a cualquier proyecto político, ya que constituye el arma más abstracta y formidable del capitalismo. Como siempre, la financiarización, la introducción de lo “ilimitado” (infinito) en la producción, desembocó en una crisis económica y política. Y, como siempre, las crisis financieras abrieron una fase política marcada por la lógica de la guerra o, más precisamente, por el resurgimiento de las guerras de clase, raza y sexo que, desde el principio, son la base del capitalismo.

      LOS NUEVOS FASCISMOS

      Si los conservadores [estadounidenses] se convencen de que no pueden ganar democráticamente, no van a abandonar el conservadurismo. Van a rechazar la democracia.

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