El capital odia a todo el mundo. Maurizio Lazzarato

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El capital odia a todo el mundo - Maurizio Lazzarato

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el Occidente de la posguerra, la lucha revolucionaria nunca alcanzó la intensidad y extensión que tuvo en América Latina y en el “Sur global” (de Vietnam a Argelia, de Cuba al Congo, de Yemen a Angola, Mozambique, etc.). Las organizaciones del movimiento obrero estaban plenamente integradas a la gubernamentalidad keynesiana, y los nuevos sujetos políticos surgidos durante la Guerra Fría resultaron incapaces de pensar y organizar un proceso de ruptura con el capitalismo, de manera que la derrota se produce de forma diferente. Más que en el Sur, la “revolución imposible del 68” fue anticapitalista tanto como antisocialista. Criticó enérgicamente la acción política codificada por las revoluciones rusa y china, pero también las estrategias de la socialdemocracia y los partidos comunistas. Atrapada entre un modelo revolucionario que era aún el del siglo XIX y una revolución del siglo XXI que no supo inventar, terminó en una derrota histórica sin ninguna auténtica estrategia confrontativa. A pesar de la magnitud de los conflictos (millones de huelguistas en fábricas, rebeliones en las universidades, revueltas en familias y hospitales psiquiátricos, insubordinación en el ejército, etc.), los capitalistas y el Estado no tuvieron que enfrentarse con verdaderas revoluciones. Bastó que Margaret Thatcher derrotara a los mineros y Ronald Reagan a los controladores aéreos para que el “enemigo” colapsara.

      La ruptura no vino de la multiplicidad de movimientos de protesta (los intentos revolucionarios se desarrollaron en los márgenes o de manera aislada, como en Italia, donde la represión fue inmediata y brutal), sino de las empresas, el Estado, los círculos conservadores que, a medida que se iban dando cuenta de que no tenían enfrente a enemigos políticos, sino solo a rebeldes y contestatarios, sacaron todavía más ventaja elaborando, en diez años, una verdadera teoría y práctica de la “contrarrevolución”. Los métodos no eran los mismos que los del Chile de Pinochet, de Friedman y de Hayek, pero los modos de gestión de los poderes ejercidos a partir de las victorias logradas de manera diferente sobre los “vencidos” en múltiples derrotas convergieron rápidamente.

      Los capitalistas y sus respectivos Estados siempre conciben sus estrategias (guerra, guerra civil, gubernamentalidad) en relación con la situación del mercado mundial y los peligros políticos que allí se presentan. Son estrategias que se construyen en el curso de los conflictos y que son dosificadas de acuerdo con las resistencias, el grado de oposición y las confrontaciones con las que se encuentran en el camino. Pero no debemos cometer el error de separar un Sur “violento” y un Norte “apaciguado”: se trata del mismo capital, del mismo poder, de la misma guerra. Los neoliberales, guiados por un odio de clase del que carecen sus oponentes, no se equivocaron al movilizarse en América Latina. No solo porque el capitalismo es un “mercado global” de forma inmediata, sino también porque la revolución, que por primera vez en la historia aparece como mundial, tenía en el Sur su hogar más activo. Tenía que ser aplastada como requisito previo de cualquier “gubernamentalidad”, incluso si tenía que aliarse con fascistas, torturadores y criminales –y, por ende, legitimarlos–. Algo que los liberales (neo o no) están siempre dispuestos a hacer y a volver a hacer cada vez que la “propiedad privada” esté amenazada, incluso de manera virtual.

      En el siglo XX, el capital no solo se enfrentó con la conflictividad del trabajo, sino también con el ciclo revolucionario más amplio e intenso de la historia. La revolución mundial fue portadora de novedades que los revolucionarios no reconocieron, valoraron ni organizaron: la revolución no depende del desarrollo de las fuerzas productivas (trabajo, ciencia, tecnología), sino del nivel y la intensidad de la organización política; dejó de ser el coto de la clase obrera, ya que desde la Revolución francesa, una gran parte de las revoluciones victoriosas han sido llevadas adelante por “campesinos”.

      Para tratar de entender lo que nos está sucediendo, debemos volver a principios del siglo XX. La cita de Michael Löwy en el epígrafe de este capítulo es una buena síntesis, fiel y eficaz, del pensamiento de Walter Benjamin, uno de los pocos marxistas que fue capaz de captar plenamente la ruptura que representan la guerra total y el fascismo. La definición que brinda del capitalismo amplía y radicaliza la de Marx, ya que el capital es para él tanto producción como guerra, poder de creación y poder de destrucción: solo el “triunfo sobre las clases subalternas” hace posible las transformaciones del sistema productivo, del poder, de la ley, la propiedad y el Estado.

      Esta dinámica es la que se encuentra en la base del neoliberalismo, cuyo “triunfo histórico” –un triunfo en el que el fascismo desempeña una vez más un papel preponderante– remite a la “revolución mundial”. Victoria sobre clases subordinadas muy diferentes a las que Benjamin tenía en mente: como la mayoría de los marxistas europeos de esa época, le costaba apreciar la importancia de la lucha anticolonial. Y, sin embargo, si el París de entreguerras ya no era la capital de la época, como en el siglo XIX, desempeñó un papel decisivo en las revoluciones por venir como “capital del tercer mundo”. La gran mayoría de los dirigentes que lideraron las luchas de liberación nacional contra el colonialismo,4 motor de la revolución mundial, se formó en la encrucijada de las migraciones asiáticas, africanas y sudamericanas.

      Las guerras totales de la primera mitad del siglo XX transformaron la guerra en guerra industrial y el fascismo en una organización de masas de la contrarrevolución. Tenemos detrás de nosotros un siglo que nos permite afirmar que la guerra y el fascismo son las fuerzas políticas y económicas necesarias para la conversión de la acumulación de capital, algo que no era obvio en la época de Marx. Sin la guerra civil y el fascismo, sin la “destrucción creativa”, no hay reconversión de dispositivos económicos, jurídicos, estatales y gubernamentales. Desde 2008, hemos entrado en una nueva secuencia de este tipo.

      Por lo tanto, la diferencia entre mi análisis del neoliberalismo y los de Michel Foucault, Luc Boltanski y Eve Chiapello o de Pierre Dardot y Christian Laval es radical: estos autores borran los orígenes fascistas del neoliberalismo, la “revolución mundial” de los años sesenta –que está lejos de limitarse al 68 francés–, pero también la contrarrevolución neoliberal, el marco ideológico de la revancha del capital. Esta diferencia radica en la naturaleza del capitalismo que estas teorías “pacifican” al borrar la victoria político-militar como condición de su expansión. El “triunfo” sobre las clases subalternas es parte de la naturaleza y la definición del capital, como lo son la moneda, el valor, la producción, etc.

      LA FINANCIARIZACIÓN DE LOS POBRES

      La confrontación entre enemigos políticos durante el siglo XX terminó con la victoria del capital que convirtió a los vencidos en “gobernados”. Una vez que las alternativas revolucionarias fueron derrotadas y destruidas, una vez que se completó la tabula rasa subjetiva, pudieron establecerse nuevos dispositivos capaces de instaurar nuevos estándares para conducir y someter a los hombres. En la era de la dominación de las finanzas, el gobierno de las conductas no inaugura un período de paz: la relación gobernante-gobernado, que parece sustituir a la guerra, es en realidad su continuación por otros medios.

      Unos días antes de la segunda vuelta de la última elección presidencial, una periodista brasileña, Eliane Brum, escribió:

      Cuando comenzábamos a discutir un proyecto original para el país, cuando los indígenas, los negros y las mujeres comienzan a ocupar nuevos espacios de poder, el proceso resulta interrumpido. Cuando comenzamos a disfrutar de la paz, se reanuda la guerra. Porque, de hecho, la guerra contra los más vulnerables jamás se detuvo. Tal vez por momentos se suavizó, pero nunca se detuvo. Esta vez, la perversión es que, hasta el momento, el proyecto autoritario se instaló bajo los hábitos de la democracia.5

      Brum destaca una realidad que todos parecen denegar: la guerra nunca se detuvo. Su intensidad solo se modula según las coyunturas de la confrontación política. Desde el interior de estas relaciones “pacificadas”, las contradicciones del régimen de acumulación financiera y las luchas que llevan adelante los gobernados

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