Una vida. Simone Veil

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en la Compañía Parisina de Gas. Sin embargo, supo garantizarles a sus hijos estudios sólidos: mi padre estudió Bellas Artes y ganó el segundo Gran Premio de Roma antes de dedicarse a la arquitectura. Su hermano, en tanto, era ingeniero de la École Centrale.

      Tengo menos información sobre mi familia materna. Sé que eran oriundos de la región de Renania, que mi abuela era de Bélgica, y que se habían establecido en Francia a fines del siglo XIX. Ese pequeño mundo era fundamentalmente republicano y laico, tanto del lado de mi madre como de mi padre, y en este aspecto ellos no hacían concesiones. Recuerdo un episodio que ocurrió cuando yo tenía ocho o nueve años. A una prima italiana, que estaba parando en casa, se le ocurrió llevarme a una sinagoga. Cuando mi padre se enteró, le advirtió a mi prima que, si esto llegaba a repetirse, se le cerrarían las puertas de la casa.

      Simplemente éramos judíos y laicos, y no lo ocultábamos. Una vez, en el jardín de infantes, un compañero de cuatro o cinco años me había hecho llorar asegurándome que mi madre “ardería” en el infierno porque éramos judíos. Sin embargo, yo no sabía nada de religión. En una visita a París para ver la Exposición Universal, en 1937, fuimos a almorzar a un restaurante y nos pedimos alegremente un chucrut. Cuando se enteraron los primos que nos estaban hospedando, nos dijeron de todo: “¡Pero se dan cuenta! ¡Comer chucrut! ¡Y además en el día de Kipur!” Ese fue mi primer aprendizaje de las tradiciones judías y reconozco, sin la menor vergüenza, que aún hoy sigue siendo modesto. Pero, a decir verdad, nuestra pertenencia a la comunidad judía nunca nos resultó conflictiva. Mi padre la reivindicaba con convicción, pero no por razones religiosas, sino culturales. Para él, si el pueblo judío seguía siendo el pueblo elegido, era por ser el pueblo del Libro, del pensamiento y de la escritura. Me acuerdo haberle preguntado, yo debía tener catorce o quince años, si le molestaría que me casara con alguien no judío. Me respondió que él nunca se hubiera casado con una mujer que no fuese judía, a menos que se tratase de una... ¡aristócrata! Al ver mi estupor, aclaró: “Los judíos y los aristócratas son los únicos que saben leer desde hace siglos, y eso es lo único que cuenta”.

      Esta observación me marcó. No sólo confirmaba un rasgo de él que todos conocíamos, esa mezcla de originalidad y rigor, sino que además daba idea de su apego a la intelectualidad. Cuando éramos niños, después del baño, siempre íbamos a su escritorio para que nos leyese los cuentos de Perrault o las fábulas de La Fontaine. Más tarde, a partir de los catorce o quince años, no soportaba que nos deleitásemos leyendo “novelitas”, como las de Rosamond Lehmann; teníamos que leer, no sólo a los clásicos como Michel de Montaigne, Jean Racine o Blaise Pascal, sino también a los modernos como Émile Zola o Anatole France, e incluso, para mi gran sorpresa, al escandaloso Henry de Montherlant. Él mismo leía mucho y, además, tenía gran talento para pintar y dibujar. Se entregaba a esto con la misma asiduidad y aplicación que ponía en todo. Todavía tengo algunas de sus bellas acuarelas. Sin embargo, a diferencia de mi madre, la música no formaba parte de su universo.

      Volviendo a la laicidad, ésta era nuestra referencia. Y lo sigue siendo. Mi madre, atea como yo, todavía encarna para mí el paroxismo de la bondad. No por eso dejo de reconocer la ayuda que las religiones pueden aportar a los creyentes. Recuerdo con gran admiración a unas jóvenes polacas, a las que la vida dentro del campo había reducido a un estado casi esquelético y que se empecinaban en ayunar el día de Kipur. Para ellas, el respeto de los ritos tenía más importancia que su propia supervivencia. Esto me sigue impactando.

      La visita a la Exposición Universal, que ya mencioné, era para nosotros un gran evento, ya que no vivíamos en París. Dos años después de su casamiento, en 1924, mis padres habían dejado la capital para instalarse en Niza. Mi padre había elegido la Costa Azul y su intuición fue correcta, aunque para desgracia de su empresa, sólo por un par de años. Él había anticipado el auge de la construcción en esa rivera, que por entonces se estaba poniendo de moda: la ciudad de Niza en particular se estaba desarrollando de manera espectacular, en gran parte por la llegada de extranjeros. Mi padre, convencido de que allá lo esperaba una fortuna, decidió poner rumbo al sur. Pero mamá no vivió esa trashumancia con alegría. A pedido de su esposo había abandonado sus estudios de química, que la apasionaban, para dedicarse a la casa y a los hijos. Ahora tenía que dejar París, a sus amigos, a su familia y los conciertos que tanto le gustaban. Sin embargo, no protestó. Era dueña de una sólida abnegación personal y estaba acostumbrada a pesar los pros y los contras, que mi padre consideraba como una serie de detalles secundarios. Para mí, como para ella, toda mujer que tenga la posibilidad debe estudiar y trabajar, aunque su marido no esté de acuerdo. Son su libertad y su independencia las que están en juego.

      Lo cierto es que, durante los primeros años, los negocios de papá tuvieron un éxito prometedor. Contrató a dos dibujantes y una secretaria, y dibujó los planos de una casa en La Ciotat, según él la primera de una larga serie, sobre terrenos que habían pertenecido a los hermanos Lumière y que acababa de comprar una sociedad de baños de mar. Vivíamos en Niza, en un bello edificio burgués, en el barrio de los Músicos. Hasta donde recuerdo, mis hermanas y yo compartíamos una gran habitación, mientras que mi hermano Jean tenía la suya. Tengo muy grabado el taller de dibujo, donde mi padre y sus colaboradores trabajaban en una atmósfera de estudio y gran concentración, que impresionaba a la niña que yo era entonces. Esta opulencia duró poco. Si los años veinte habían sido fáciles, los treinta estuvieron marcados por dificultades. La célebre crisis de 1929 golpearía duramente a mi familia como a la de muchos otros franceses. Los encargos a mi padre disminuyeron bruscamente. Y la situación se deterioró aun más porque él era poco flexible con sus clientes: siempre quería imponerles su propio gusto arquitectónico.

      A partir de 1931 o 1932, tuvimos que vender el auto, dejar el centro y mudarnos a un departamento más modesto y bastante menos cómodo. Ya no teníamos calefacción central, sino una gran estufa en el vestíbulo; en lugar de parquet, había simples baldosas provenzales; mi hermano ya no tenía habitación propia, dormía en el comedor. Ahora vivíamos a diario las dificultades financieras que nuestra familia tenía que soportar. Y, aunque como hija menor yo era la que menos lo percibía, sí notaba claramente que mamá extrañaba nuestra antigua casa. En verdad, a mis cinco años las dificultades materiales me afectaban poco. Por el contrario, me gustaba mucho ese departamento de la calle Cluvier, lo pintoresco del entorno, la cercanía con el campo. Nuestras ventanas daban a la iglesia rusa, una reproducción exacta de una iglesia de Moscú, construida con motivo de la visita del zar a Francia. Incluso antes de que llegasen grandes cantidades de refugiados huyendo de la Revolución de Octubre, todo ese barrio estaba impregnado de cultura rusa. Para esa misma visita del zar, también habían construido cerca de nuestra casa unas canchas de tenis. Un poco más lejos había un bulevar llamado Tsarévitch. Recuerdo nuestra habitación, con el empapelado azul estampado. Daba a un balcón donde crecían plantas en macetas y, luego, al vasto jardín de un horticultor.

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