Una vida. Simone Veil

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Una vida - Simone Veil

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íbamos los jueves con el grupo de chicas exploradoras. Volví una o dos veces y hoy el barrio está irreconocible. Todos los espacios verdes fueron remplazados por construcciones e integrados a la ciudad: apenas pude encontrar el liceo de varones donde estudiaba mi hermano y que reinaba en el medio de un vasto parque. Hoy está rodeado de edificios. Pero en aquella época, la cercanía constante del mar, el sol y el campo hizo de mi infancia un paraíso.

      Mis hermanas y yo formábamos un trío absolutamente unido. Nos veo a todas juntas en la habitación, haciendo los deberes. Teníamos siempre mucha tarea pero, contrariamente a lo que se podía esperar de nuestro riguroso padre, él nunca nos presionaba para que tuviésemos resultados excelentes. Ciertamente pasábamos sin dificultades de año, pero los estudios no eran nuestro fuerte. Obteníamos premios en la materias que nos interesaban, pero en el resto, nos contentábamos con hacer sólo lo que nos pedían. Pero nuestros profesores, sin embargo, eran excelentes, casi todos acreditados. Reconozco que yo misma, sin ser muy buena alumna, fui muchas veces la “consentida” de los profesores. “A ti te perdonan todo –decían mis compañeros. Si nosotros hiciésemos sólo un cuarto de todo eso, no lo dejarían pasar”. No estaban totalmente equivocados. Pienso en algunos profesores que me protegieron mucho. Entre ellos, cuando yo estaba en sexto o séptimo grado, había una joven pareja sin hijos que me llevaba a merendar con ellos después de clase. Yo me sentía muy orgullosa. Como, por otra parte, las amigas de mamá siempre le repetían que ella me consentía mucho más a mí que a mis hermanos, yo me sentí durante mucho tiempo sobreprotegida. Las predicciones para el futuro, muchas veces, eran bastante negativas: “Yvonne, malcrías demasiado a Simone. Hace lo que se le da gana, le impone a todo el mundo su voluntad. Se va a volver insoportable, la vas a arruinar”. Con unos pocos años más, yo era capaz de ir a buscar el diccionario con tal de ganar una discusión sobre una palabra. Pero no corría grandes riesgos porque papá me vigilaba de cerca. Me sentaba siempre a su derecha en la mesa para tenerme al alcance de la vista. Él también pensaba que, en general, yo hacía lo que me daba la gana, que me portaba mal, que había que perfeccionar mi educación y que sólo él podía compensar el laxismo materno. Luego, muy rápidamente, mi actitud contestataria comenzó a disgustarle. Sorprendida de que no reconociese el carácter excepcional de mamá, yo no me privaba de decirle que muchas de sus decisiones y prohibiciones no eran más que una serie de humillaciones que él le infligía.

      La verdad es que yo no tenía la impresión de comportarme de ninguna manera en particular. Nada me gustaba más que quedarme en casa con mamá. No había para mí un momento más feliz que cuando estaba en simbiosis con ella. Me ponía a su lado, le daba la mano, me acurrucaba sobre sus piernas, no la soltaba. Podía haberla querido solamente a ella, sin compartirla... Pero, sin embargo, éramos un grupo de hermanos unidos. Todos aceptábamos la autoridad de Milou, que era particularmente razonable y en quien mamá delegaba sus poderes sin problema. A la noche, yo no podía dormirme si una o la otra no venían a darme el beso de las buenas noches. En cuanto a Jean, se ocupaba y cuidaba de mí de una manera muy afectuosa. Denise también, aunque ya era bastante independiente.

      Esa imagen de hija preferida, incluso un poco caprichosa, me quedó pegada durante mucho tiempo. A tal punto que, después de la deportación, una vez mi hermana mayor se reencontró con una amiga que tuvo la inconsciencia de decirle: “¡Espero por lo menos que la deportación la haya ayudado a Simone a sentar cabeza!” Cuando Milou me lo contó, me quedé atónita. Qué época más extraña fueron aquellos años, la gente no siempre tenía conciencia del impacto de sus palabras... Esa amiga no podía ignorar lo que habíamos vivido. ¿Buscaba acaso, como tantos otros, negar esa realidad porque le resultaba insoportable? Quizás. Pero aunque puedo ser muy indulgente, las observaciones de este tipo no pertenecen a la categoría de las que olvido fácilmente.

      Cuando pienso en los años felices antes de la guerra, siento una profunda nostalgia. Es difícil restituir con palabras esa felicidad, porque estaba hecha de atmósferas tranquilas, de pequeñas cosas, de confidencias entre nosotros, de risas compartidas, de momentos perdidos para siempre. Es el perfume evaporado de la infancia, doblemente difícil por lo terrible que fue lo que siguió. Nuestras distracciones eran sencillas porque, salvo la lectura, nuestro padre toleraba la música en la radio o la salida al cine sólo de manera excepcional; de hecho, no guardo ningún recuerdo de las pocas películas que vimos en esa época. Pasábamos la mayor parte de nuestro tiempo en familia, entre nosotros, o más tarde, cuando ya éramos un poco más grandes, con el grupo de exploradoras del que formábamos parte. En realidad, yo no sentía diferencia alguna entre la vida familiar y la que llevaba fuera de casa, en el liceo o con las exploradoras. El conjunto formaba un entorno homogéneo y generaba una sensación de seguridad. Tenía la impresión de que todo ocurría dentro del círculo familiar. Mis padres frecuentaban a algunos de nuestros profesores, los recibían en casa, se iban a esquiar con ellos. Las exploradoras eran compañeras del liceo y nuestras familias se veían frecuentemente y se ayudaban entre sí: por ejemplo, mamá era la que confeccionaba la corbata de las exploradoras. Era como vivir dentro de una comunidad de contornos difusos, dentro de la cual los intercambios eran múltiples y cálidos.

      Hoy, algunos momentos más fuertes que otros escapan al olvido. Es así que guardo el recuerdo de una Navidad deliciosa, en la que mis padres habían dejado a mis hermanas ir a esquiar a la montaña con unos amigos. Nos quedamos los tres solos en casa. Yo estaba encantada de tener a mamá toda para mí. En verano nos íbamos de vacaciones a La Ciotat, a la que casa que mi padre había construido. Teníamos jornadas muy ajetreadas, entre la playa, los juegos en el jardín y las salidas con nuestros primos. En Niza, yo tenía una mejor amiga desde cuarto grado. Era una chica desdichada en su hogar, que se llevaba mal con sus padres, judíos de origen polaco que habían llegado a Francia después del referéndum de 1935 que le devolvió el Sarre a Alemania. Éramos muy amigas y mamá la recibía con gusto en casa. Junto a otras dos exploradoras formábamos un cuarteto inseparable. El cáncer se llevó demasiado rápido a mis tres amigas: su ausencia todavía me pesa.

      Toda esa efervescencia era nueva para mí. En principio, estaba prohibido hablar de política en mi casa, y más tarde me enteré de que mis padres no compartían las mismas ideas políticas. Papá compraba L’éclaireur, el diario de derecha, mientras que mamá leía, casi a escondidas, Le Petit Niçois, de tendencia socialista, como también revistas de izquierda o de centroizquierda como La Lumière, L’Oeuvre o Marianne. Por su parte, la hermana de mi madre y su marido, que eran médicos en París, no disimulaban para nada sus opiniones de izquierda. Habían tenido simpatía por el comunismo, pero el viaje que habían hecho en 1934 a la Unión Soviética los había vacunado. Como André Gide, habían vuelto totalmente decepcionados, aunque nunca viraron a la derecha.

      Tengo imágenes muy precisas de los primeros años de la Alemania nacional-socialista y del resurgimiento del antisemitismo. Los franceses, además, cultivaban el recuerdo de la Primera Guerra Mundial y no dejaban de evocar la hecatombe que había diezmado a familias enteras.

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