Una vida. Simone Veil

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y Salónica, antes de dirigir el campo de Drancy. Mi mejor amiga, compañera del liceo y exploradora como yo, fue arrestada junto a sus padres el 9 de septiembre. Más tarde me enteraría de que fueron gaseados al llegar a Auschwitz-Birkenau.

      Las cosas cambiaron radicalmente para los judíos franceses, que hasta entonces habían sufrido pocos arrestos. A partir de este momento, nuestros documentos de identidad debían llevar la letra “J”. Presentí los riesgos de esta medida antes que el resto de mi familia y quise oponerme a que nos pusieran ese sello. Sin embargo, igual que aquella otra vez en la que habíamos tenido que ir a registrarnos ante las autoridades, terminamos acatando la nueva medida con una mezcla de resignación, legalismo y, a decir verdad, orgullo. Ignorábamos cuán cara nos saldría esa franqueza. A partir de los primeros arrestos lo entendimos. Ya no era el momento para asumir lo que éramos. Por el contrario, había que hundirse en la masa anónima, volverse -hasta donde fuera posible- invisible.

      En esos comienzos de septiembre de 1943, mis dos hermanas se encontraban todavía en un campo de líderes scouts. Nuestro padre, muy preocupado y con razón, les avisó cuál era la situación y les aconsejó volver a Niza. Denise le hizo caso y rápidamente se unió al movimiento de resistencia Franc-Tireur en la región de Lyon, pero Milou volvió a casa. No quería dejar su trabajo, que contribuía a la supervivencia de la familia. La situación era muy peligrosa y mis padres decidieron hacerle frente consiguiendo documentos de identidad falsos. Luego nos desperdigamos: mamá y papá fueron a la casa de un dibujante que había trabajado para mi padre, eran gente simple y generosa que les ofrecieron de inmediato su hospitalidad. Más adelante, en el transcurso de toda nuestra deportación, ellos alojarían a nuestra abuela, que se había unido a nosotros. Milou y yo estábamos en el mismo edificio, en casas de ex profesores; ella, en lo de su profesor de química, yo en lo de un profesor de letras. Mi hermano Jean vivía en otro lado, con una tercera pareja. Con esta dispersión, y con papeles falsos, creíamos estar resguardados. Mi hermana seguía trabajando, yo seguía con mis clases en el liceo y no dudaba en pasear por la ciudad con mis amigos. Digámoslo sin vueltas: éramos unos inconscientes.

      La familia que me hospedaba era atípica y muy cálida: ella, una excelente profesora, seguía enseñando en un liceo. Él era heredero de la familia Villeroy, célebres vendedores de porcelana, descendientes del mariscal. Vivían en un lindo edificio, en Cimiez. Tenían tres hijos, y no dudaron en instalar una cama adicional para mí en la habitación de su hija, que tenía cuatro o cinco años. Su vida era simple, sin protocolo. En la puerta de entrada habían pegado un pequeño cartel: “Los que no tengan una buena razón para venir aquí, por favor absténganse.” Entre las ocupaciones favoritas del señor de Villeroy se encontraba la astronomía, dedicaba horas enteras a mirar las estrellas casi sin salir a la calle. Su mujer preparaba sus clases, iba al colegio, corregía exámenes. Los dos me habían integrado totalmente a la vida familiar. Su simpatía y su apoyo fueron todavía más valiosos cuando, apenas dos meses después del comienzo de las clases, tuve que dejar el liceo. En noviembre la directora me llamó a su oficina y me hizo entender que ya no podía tenerme en el establecimiento. Una o dos alumnas judías habían sido arrestadas y ella se negaba a asumir una responsabilidad tan pesada. A partir de ese momento, tuve que quedarme en casa y preparar el examen del bachillerato como pudiese. Su actitud me sorprendió, pero yo no podía decir nada. Por suerte, gracias a los apuntes de clase que me pasaban mis compañeras y a las correcciones que los profesores me devolvían a veces, tuve una ayuda escolar eficaz. Pese a la decisión de la directora, ese colegio al que siempre consideré una segunda familia no dejaba de cumplir con su cometido. Pude así preparar mi bachillerato estudiando en casa de los Villeroy y en la biblioteca municipal, que estaba cerca.

      Cada vez que salía, trataba de convencerme de que mi documento falso sería suficiente para protegerme. Sin embargo, en Niza, incluso más que en otros lugares, el peligro acechaba en las calles. Ahí era donde la mayoría de la gente era arrestada por los controles repentinos. Pero, a pesar de todos los esfuerzos que desplegaba con la ayuda de indicadores y fisonomistas, la Gestapo no lograba realizar razias tan eficaces como en otras ciudades. Primero, por la genuina solidaridad que existía entre la gente de Niza y, en segundo lugar, porque la policía francesa estaba cada vez menos dispuesta a colaborar. A comienzos de 1944, la población comenzaba a convencerse de que la relación de poder se estaba invirtiendo y que, dentro de poco, el desembarco de los aliados terminaría con la dominación alemana, como el de Sicilia había precipitado la caída del poder en Italia. Al mismo tiempo que crecía esta última esperanza, alimentada por la evolución de la situación militar tanto en el Este como en Italia, la Gestapo reforzó los controles y las persecuciones. Muchos de nosotros pagamos el precio.

      En las primeras semanas de colegio nos habían avisado que las pruebas del bachillerato no serían a fines de junio sino a principios de marzo, y que sólo habría pruebas escritas. Las autoridades de Niza querían cerrar el año escolar lo más temprano posible, por miedo a un desembarco aliado y a los disturbios que éste pudiera acarrear. Consideraban incluso la posibilidad de evacuar la ciudad en caso de que fuese necesario. Habían erigido blockhaus (búnkeres) a lo largo de toda la costa y estaban previstas otras medidas de protección. Yo pasé los exámenes sin problemas el 29 de marzo, y bajo mi verdadero nombre.

      Al día siguiente tenía que encontrarme con unas amigas para festejar el final de los exámenes. Me dirigía hacia el lugar del encuentro con un compañero cuando, de repente, dos alemanes vestidos de civil nos pararon para un control de identidad. Estaban escoltados por uno de esos rusos que abundaban por entonces en Niza, algunos de los cuales no habían tenido ningún escrúpulo a la hora de ponerse al servicio de los alemanes. Un vistazo rápido de mi documento les bastó: “Es falso”. Me defendí con absoluto aplomo: “¡Pero, de ninguna manera!” Se negaron a discutir y nos llevaron directamente al hotel Excelsior, donde la Gestapo llevaba a cabo los interrogatorios de las personas detenidas. El mío no duró mucho. Mientras me aferraba a repetir que mi nombre era el que figuraba en mis papeles, uno de los alemanes me mostró una mesa con una pila de documentos vírgenes, cuya firma, fácilmente reconocible por la tinta verde, era idéntica a la mía. El tono era amable pero irónico: “Documentos como el suyo tenemos tantos como usted quiera.” Me quedé sin voz. ¿Habían secuestrado un stock entero o acaso habían logrado hacer circular documentos falsos? Nada era imposible. Me dije: “Toda mi familia tiene los mismos documentos que yo. Tengo que avisarles.” Les di una dirección falsa a los alemanes antes de rogarle a mi amigo no judío, con el que había sido detenida y que estaba a punto de ser liberado, que avisara a mi familia.

      Pero entonces se produjo una trágica suma de circunstancias. Ese día, mi hermano debía verse con mamá. Como se desencontraron, cada uno fue por su lado a donde yo vivía y donde también paraba, en otro piso, mi hermana Milou. Los tres se cruzaron al mismo tiempo en la escalera del edificio. Y, como el chico que tenía que avisarles había sido seguido por la Gestapo, la redada fue muy rápida. Mamá, Milou y Jean también habían salido de sus casas convencidos de que sus documentos los protegían. Al verlos llegar al hotel Excelsior, tuve la sensación de que una trampa se cerraba a nuestro alrededor y de que nuestras vidas tomaban a partir de ese momento un giro dramático. Ya era inútil luchar. Aunque mi hermano no estuviese circuncidado, nuestros documentos falsos bastaban para que fuésemos denunciados como judíos. Igualmente tratábamos de tranquilizarnos repitiéndonos que no se podía estar seguro de que todo fuera a ser peor. Mamá no había perdido la esperanza y, pese a nuestro infortunio, se alegraba de que estuviésemos juntos.

      Durante la semana que pasamos en el hotel Excelsior, no fuimos maltratados. De hecho comimos mejor que afuera. Recuerdo que, entre los SS que nos vigilaban, había un alsaciano que se compadecía de los detenidos. ¿Sabía acaso lo que nos esperaba? Tengo mis dudas. Lo cierto es que podíamos escribirles a nuestros amigos y también podíamos pedir que nos hiciesen llegar efectos personales, libros, ropa abrigada. De manera que, por más sorprendente que parezca, esos seis días, aunque transcurrieron bajo la incertidumbre y la aprensión, no fueron vividos con la angustia que uno podría imaginar.

      El grupo de personas detenidas partía de Niza al final de cada semana, sin duda en función

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