Una vida. Simone Veil

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Una vida - Simone Veil

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Afuera, la chimenea de los crematorios humeaba sin cesar. Un olor espantoso se propagaba por todos lados.

      Esa noche no dormimos. Nos quedamos sentadas en el suelo, en una espera cada vez más angustiosa frente a lo que podía llegar a ocurrirnos. Algunas trataban de dormir en el suelo, como fuese, aunque de todas maneras no podían. Pasaron así unas tres o cuatro horas. Cada tanto, una kapo se paraba en alguna esquina de la habitación y se ponía a gritar o amenazaba a alguna de nosotras con su látigo: hablábamos demasiado fuerte, nos movíamos demasiado, o yo qué sé que otras cosas. Se habían formado pequeños grupos, las chicas más jóvenes de un lado, las más grandes del otro, y todas hablaban en voz baja construyendo hipótesis sobre un destino del que ignorábamos todo. Luego las kapos nos hicieron levantar y poner en fila, por orden alfabético, y pasamos una después de la otra delante de deportados que nos tatuaron. Inmediatamente pensé que lo que nos estaba ocurriendo era irreversible: “No saldremos nunca de aquí. No hay ninguna esperanza. Ya no somos seres humanos, somos solamente ganado. Un tatuaje no se borra”. Era verdaderamente siniestro. A partir de ese momento, cada una de nosotras se volvió un simple número, escrito en su carne; un número que hubo que aprender de memoria, ya que habíamos perdido cualquier tipo de identidad. En los registros del campo, cada mujer figuraba al lado de su número, ¡con el nombre Sarah!

      Luego pasamos al sauna. Los alemanes estaban obsesionados con los microbios. Todo lo que viniese del exterior era sospechoso para ellos; la locura de la pureza los perseguía. Poco les importaba que, más tarde, aquellas de nosotras que no morían trabajando sobreviviesen entre gusanos y en condiciones de higiene espantosas. Al llegar había que desinfectarse sí o sí. Entonces nos tuvimos que desvestir antes de pasar debajo de duchas alternativamente frías y calientes, y luego, todavía desnudas, nos pusieron en una gran habitación con gradas, en lo que era en realidad casi una especie de sauna. La sesión parecía no tener fin. Las madres que se encontraban ahí tenían que soportar por primera vez la mirada de sus hijas frente a su desnudez. Era muy vergonzante. Y el voyeurismo de las kapos, insoportable. Se acercaban a nosotras y nos palpaban como si fuésemos carne en exposición. Nos escudriñaban como a esclavas. Yo sentía sus miradas sobre mí. Era joven, morena, tenía buena salud: en pocas palabras, era carne fresca. Una chica de dieciséis años y medio, que llegaba desde un lugar soleado, todo eso excitaba a las kapos y provocaba comentarios. Desde entonces, yo no tolero una cierta promiscuidad física.

      Después de eso, pasamos a otra habitación donde nos arrojaron ropa de cualquier tipo, sacos rotos, zapatos de pares diferentes, ninguno de nuestra talla. El pretexto para no devolvernos nuestra vestimenta respondía a la misma obsesión de limpieza: no había sido desinfectada.

      La que nos daban, supuestamente limpios, estaban llenos de piojos. En sólo algunas horas, habíamos perdido todo lo que hacía que cada una fuese lo que era. La única humillación a la que no fuimos sometidas fue que nos rapasen la cabeza. La regla, en Auschwitz-Birkenau, era que todas las mujeres fuesen completamente rapadas al llegar, lo que contribuía a desmoralizarlas. Cuando les crecía el pelo, los kapos las pelaban nuevamente. Para conservar algo de elegancia, la mayoría se ataba un pañuelo en la cabeza. Nunca supimos por qué recibimos esta exención, que de ninguna manera pudo ser fruto del azar: éste no tenía lugar en la vida del campo. Algunos se imaginaron que la Cruz Roja había anunciado una visita. Nunca nos lo confirmaron y, por supuesto, nadie vio nunca al más mínimo inspector de la Cruz Roja en Auschwitz. Sesenta años más tarde, cuando pienso en la constancia con la que la Cruz Roja internacional se desvivió para legitimar su comportamiento en esa época, me quedo..., por lo menos, perpleja.

      Igual que esta cuestión del pelo, en el campo podían ocurrir algunas otras cosas completamente incoherentes. No tardamos en descubrirlas. Por ejemplo, cuando más tarde tuvimos la oportunidad de trabajar las tres en un pequeño comando donde las condiciones de vida eran menos duras, mamá se enfermó gravemente. Ya no podía trabajar. El SS que nos vigilaba hizo la vista gorda y logró que no la revisaran en una inspección que un suboficial realizó en el comando. Poco después, una joven polaca, un poco mayor que yo, tuvo una septicemia. Un SS fue a buscar sulfamidas al pueblo de Auschwitz para curarla y la joven mejoró. Así transcurría nuestra existencia, en una incoherencia kafkiana. ¿Por qué esto, por qué aquello? No lo sabíamos. ¿Por qué las mujeres embarazadas tenían un régimen alimenticio preferencial, pero en general eran gaseadas después de dar a luz, mientras que los recién nacidos eran asesinados de manera sistemática? Recientemente, un ex deportado rememoró un detalle que me dejó atónita. Por aplicación de las normas alemanas, muy estrictas en materia de prevención de enfermedades, los detenidos que realizaban trabajos de pintura tenían derecho a una ración cotidiana de leche, aunque fueran a ser asesinados al día siguiente.

      El inmenso recinto de Birkenau abarcaba, además del campo principal, un campo de cuarentena reservado para los recién llegados por un período limitado, que se caracterizaba ya como un tipo de detención brutal aunque allí fuese más fácil escapar al trabajo. En la primavera de 1944, las autoridades del campo decidieron prolongar la rampa de llegada de los convoyes para que estuviese más cerca de las cámaras de gas. Como la mano de obra del campo principal era insuficiente, la mayoría de los deportados en cuarentena, de los que formábamos parte, fuimos reclutados para esta prolongación que permitiría acelerar el despacho de los convoyes. Cargábamos piedras y hacíamos tareas de excavación. Pero, como no pertenecíamos a tal o cual comando, a veces lográbamos escondernos durante el llamado matinal. Nuestra actitud irritaba a las más adultas, que no se animaban a desobedecer las órdenes y que temían las represalias de los SS.

      Entre nosotras, sólo algunas habían sido dispensadas del trabajo. Las bailarinas, por ejemplo, eran destinadas a entretener a la jefa SS del campo, que apreciaba la danza. Los músicos se beneficiaban en general con el mismo privilegio. En mi convoy había una joven bailarina que supo aprovechar ese status. Incluso logró que su madre se quedara con ella. Las dos sobrevivieron. Apenas entramos al campo, nos encontramos con la misma ruptura generacional que existía afuera. Para las más grandes, las jóvenes actuaban de manera irresponsable y como descerebradas. Los días en que nos quedábamos en la unidad porque no teníamos que trabajar, nuestras charlas reflejaban esa distancia. Las chicas jóvenes hablaban de manera interminable sobre sus amores, lo que provocaba la risa de las adolescentes. Yo me había hecho rápidamente dos amigas: Marcelline Loridan, que formaba parte de mi mismo convoy, una chica despierta, alegre, dieciocho meses más joven que yo, y Ginette, que tenía mi misma edad. Ninguna de las tres había tenido novio. Por eso, cuando las otras se ponían a hablar de sus asuntos del corazón, nosotras mirábamos hacia otro lado en desaprobación. Ellas nos repetían todo el tiempo: “¡Ah, ustedes no saben nada de la vida! ¡No saben lo que se pierden!” Para quedar bien teníamos que soportar, además, las lecciones de moral de las mayores: “Tienen que comer lo que sea porque si no se van a enfermar.” Algunas tenían la edad de mamá, pero ella nunca actuaba así. Estaba muy lejos de importunar a las chicas de mi edad que, por el contrario, la adoraban. Hoy en día, Marcelline u otras de mis camaradas, las últimas que llegaron a conocerla en el campo, la recuerdan siempre con muchísimo cariño. Ellas hablan de su dulzura, de su dignidad, de su afecto. Es verdad que con los meses mamá se había convertido en protectora y consuelo de todas esas chicas, la mayoría de las cuales, no tenía a su madre desde hacía mucho tiempo o la había perdido en las primeras semanas de la deportación. Meses más tarde, en enero de 1945, cuando nos anunciaron que partíamos del campo hacia un destino desconocido y junto a otros miles de deportados tuvimos que soportar esa terrible marcha de la muerte, fue nuevamente ella la que supo reconfortar a todos: “No se preocupen, hasta ahora siempre pudimos arreglarnos. No hay que perder el coraje”.

      Al principio, nuestra unidad estaba compuesta casi exclusivamente por francesas. Poco a poco, según los comandos a los que éramos destinadas, hubo algunos cambios pero permanecimos mayoritariamente entre francesas. La vigilancia y el control estaban en manos de las que eran conocidas como las stubova, judías deportadas como nosotras, en general polacas. Los malos tratos seguían siendo el privilegio de los SS, pero estas chicas no dejaban por eso de distribuir bofetadas y golpes. Durante el tiempo que duró mi detención fueron bastante gentiles conmigo,

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