Una vida. Simone Veil

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Una vida - Simone Veil

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llegó al extremo de que comenzaron a aparecer algunos casos de canibalismo. Los SS, aterrados tanto por la debacle militar que se extendía por toda Alemania como por los riesgos de contagio, se contentaban sólo con vigilar, mientras llegaban sin parar nuevos judíos de todo el país. Salvo algunos SS, los alemanes ya no se ocupaban del campo. Bergen-Belsen se había vuelto el símbolo doble del horror de la deportación y de la agonía de Alemania. Aquellos que habían soñado con ser los dueños del mundo eran ahora tan vulnerables como sus propias víctimas.

      El azar quiso que en Bergen-Belsen volviera a cruzarme con la Lagerälteste, esa ex prostituta que nos había salvado la vida en Birkenau. Ella había seguido la debacle de los campos y se había convertido en jefa del campo de Bergen-Belsen. Me reconoció y me dijo que fuera a verla a la mañana siguiente, cosa que hice. Enseguida me colocó en la cocina de los SS. Este nuevo gesto, sin lugar a dudas, hizo que no muriésemos de hambre como muchos otros. La actitud que tuvo esta mujer conmigo hasta el día de hoy me resulta inexplicable. En los días siguientes a la liberación del campo, me enteré de que había sido colgada por los británicos.

      En la cocina tenía que pelar papas todo del día, hasta que me sangraban las manos. Me dedicaba a esta tarea hasta la última gota de energía, temiendo más que nada ser echada de un trabajo donde, pese al miedo y a mi torpeza, lograba robar un poco de comida para mamá y Milou. Una vez un SS me descubrió con un poco de azúcar. Se limitó a darme una severa admonición antes de dejarme ir, con el azúcar.

      El trabajo en la cocina era tan duro como la vida en el resto del campo. En los últimos tiempos no dormía más que dos o tres horas por noche, por las alertas constantes. Dejábamos la cocina tan tarde que me dormía caminando. Los bombardeos, cada vez más frecuentes, impedían muchas veces que volviésemos a las barracas, en las que frecuentemente ya no quedaba ningún lugar para acostarse, ni siquiera para sentarse. Por la mañana, nos levantábamos antes de que amaneciese para estar listas para partir hacia los comandos al alba, exhaustos por la falta de sueño pero buscando a toda costa no llamar la atención, porque trabajar en la cocina de los SS era la frágil certeza de no morir de hambre.

      Mamá ya estaba muy debilitada por la detención, el trabajo alienante, el viaje agotador atravesando Polonia, Checoslovaquia y Alemania. No tardó en contagiarse el tifus. Peleó con el coraje y la abnegación de los que era capaz. Conservaba la misma lucidez sobre las cosas, el mismo juicio sobre la gente, el mismo estupor frente a lo que los hombres eran capaces de hacerles soportar a otros hombres. Pese a la atención que Milou y yo le dábamos, pese a la poca comida que lograba robar para que se repusiese, su estado se deterioró rápidamente. Sin medicamentos ni médicos, éramos incapaces de curarla. La veíamos empeorar día tras día. Asistir con impotencia al fin lento pero certero de aquella a la que amábamos más que a nadie en el mundo nos resultaba insoportable.

      Murió el 15 de marzo, mientras yo estaba trabajando en la cocina. Cuando Milou me lo contó al volver a la noche, le respondí: “La mató el tifus, pero todo en ella ya estaba agotado.” Hoy en día, todavía, sesenta años más tarde, me doy cuenta de que nunca he podido resignarme a su desaparición. En cierto modo, no la he aceptado. Día tras día mamá está conmigo, y sé que las cosas que logré en mi vida fueron gracias a ella. Fue ella quien me alentó y me dio la voluntad para actuar. Probablemente yo no tenga su misma indulgencia y, en muchos asuntos, ella me juzgaría con cierta severidad. Pensaba de mí que era poco conciliadora, que a veces no era amable con los demás, y no estaba equivocada. Por todo, sigue siendo mi modelo, porque supo tener convicciones muy fuertes aunque siempre haciendo gala de una moderación y una sabiduría de las que sé que todavía no soy siempre capaz.

      A comienzos de abril, supimos que el final se avecinaba. Día a día sentíamos cómo se acercaban los bombardeos. Milou no estaba bien. Ella también se había contagiado el tifus. Yo trataba de reconfortarla como podía: “Escúchame, hay que aguantar y no entregarse, porque vamos a ser liberadas muy pronto.” Cuando volvía de trabajar, le repetía: “Ya vas a ver, ocurrirá mañana. Tienes que aguantar, aguanta...” Y las noches en que cortaban la luz por culpa de las alertas y yo no podía volver a nuestra barraca, me invadía el miedo: ¿Encontraría viva a Milou? La idea de que, después de mi madre, mi hermana tampoco regresara a Francia, me destruía. Me obligaba entonces a aguantar, a armarme de valor, pese a que yo también comenzaba a sentir algunos síntomas de tifus, cosa que los médicos me confirmaron luego de la liberación del campo. Pero me recuperé bastante rápido.

      Bergen-Belsen fue liberado el 17 de abril. Las tropas inglesas tomaron posesión del campo sin encontrar la más mínima resistencia, pese a la presencia residual de algunos SS. De hecho, los alemanes y los ingleses habían firmado un acuerdo dos o tres días antes, tal era el terror que los alemanes le tenían al tifus. Para mí, el día de la liberación fue uno de los más tristes de ese largo período. Yo estaba en la cocina, que era un edificio separado del resto, y cuando los ingleses llegaron, aislaron el campo con unos alambres de púas infranqueables. No pude reencontrarme con mi hermana. No poder compartir mi alegría y mi alivio con ella fue para mí una gran contrariedad. Habíamos estado juntas durante trece meses, sin separarnos nunca, lo que fue una suerte extraordinaria. Y el día en el que terminaba la pesadilla, nos encontrábamos lejos una de la otra. Hubo que esperar hasta el día siguiente para que finalmente nos pudiésemos abrazar.

      Habíamos sido liberadas pero todavía no éramos libres. Apenas ingresaron en el campo, los ingleses se espantaron con lo que iban descubriendo: masas de cadáveres apilados los unos sobre los otros, y que eran arrojados por esqueletos vivos dentro de las fosas. Los riesgos de epidemia aumentaban aun más este apocalipsis. El campo fue puesto inmediatamente en cuarentena. La guerra todavía no había terminado y los aliados no querían correr ningún riesgo sanitario.

      Después de quemar el campamento de barracas para detener el tifus, los ingleses nos instalaron en los cuarteles de los SS y colocaron colchones suplementarios en el suelo para alojar a todos. Las sábanas en las que dormíamos tal vez habían sido de los alemanes, pero no nos importaba nada. ¡Era un lujo para nosotros! Por otro lado, por más increíble que parezca, el hambre persistía porque los ingleses habían recibido la orden de usar únicamente las raciones militares, que hacían que nos descompusiésemos. De hecho el general inglés encargado se encontró tan desamparado que muy rápidamente pidió volver al frente, para no tener que ocuparse de un campo para el que no disponía de ningún medio. Pese a la prohibición de salir, tuve que infringir varias veces la consigna para ir en busca de provisiones a las granjas de alrededor, a cambio de los cigarrillos que nos traían los soldados franceses recientemente liberados.

      Estábamos agrupados por nacionalidades y un oficial de enlace francés había verificado nuestras identidades. Era la primera vez en meses que usábamos nuestros propios nombres. Habíamos dejado de ser números. Poco a poco recuperábamos nuestra identidad, pero sentíamos que las autoridades francesas no estaban muy apuradas por recuperarnos: nos quedamos ahí un mes más. Mientras que la mayoría de los soldados franceses liberados eran repatriados en avión y se desesperaban por tener que dejarnos en ese estado, un médico insistió en quedarse para ocuparse de nuestra salud. Pasaron muchos días sin que nos informasen sobre las condiciones de nuestro regreso a Francia. Luego, nos explicaron que íbamos a volver en camiones, lo que enseguida nos pareció un escándalo; las autoridades habían podido conseguir aviones para los soldados pero no para nosotros. Sobre todo, teniendo en cuenta que las sobrevivientes judías no éramos muchas. De ahí a pensar que, para nuestro país, el destino de los deportados no tenía ninguna importancia no había más que un paso. Muchas de mis compañeras lo dieron.

      Se necesitaron cinco días para que nos condujeran hasta un refugio en la frontera entre Alemania y Holanda. Yo estaba recuperada y con buena salud. Por el contrario, Milou estaba tan mal que todo el mundo aceptó sin discutir que se sentase al lado del chofer. Cuando llegamos a este refugio nos reencontramos con nuestras compañeras de Auschwitz. Al dejar el campo, muchas de ellas habían sido enviadas no a Bergen-Belsen sino a Ravensbrück. Así fue como una chica me dijo: “¿Tú eres Simone Jacob, no? Vi a tu hermana Denise

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