Una vida. Simone Veil

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Una vida - Simone Veil

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Hitler. Nos enteramos de lo que había ocurrido a través de los que trabajaban en las oficinas y, durante uno o dos días, esperamos que estuviese muerto.

      En el comando había unos doscientos cincuenta deportados, entre ellos treinta y siete mujeres. Estábamos repartidos en diferentes tareas relacionadas con las actividades de Siemens, que fabricaba piezas de avión. Yo no vi ni una sola, ya que a mi hermana y a mí nos asignaron a los eternos trabajos de relleno de terreno y transporte de tierra. Era el mismo tipo de actividad inútil que habíamos hecho en Birkenau, pero la vigilancia era menos estricta. Teníamos que despedregar un terreno pegado a un campo de remolachas. ¿Con qué objetivo? Era un misterio. Luego me asignaron trabajos de construcción, porque había que hacer un muro cuya utilidad siempre ignoré. Más adelante, en varias ocasiones en las tuve que poner las primeras piedras de una casa, recordé ese aprendizaje del uso de la espátula.

      Durante todo este tiempo, mamá, Milou y yo habíamos logrado no ser separadas. Aunque mamá había empezado a estar cada vez más débil, nunca dejó de trabajar. Hacíamos todo para protegerla. No comíamos más que en Auschwitz pero, como el trabajo no era tan agotador, nos alcanzaba para mantenernos con vida. A veces la comida era un poco menos repugnante, seguramente porque Siemens necesitaba trabajadores con un mínimo de rendimiento. Algunos días nos servían una sopa mejorada con verduras secas o papas, mientras que la sopa de Auschwitz no tenía más que ortigas, y nunca carne. El cocinero en Brobek era un judío alemán que ayudaba a los franceses a sobrevivir gracias a sopas un poco más consistentes, sin duda descontadas del menú de los SS. Había sido detenido en Francia. Su historia, que contaba con ganas, tenía aires de epopeya. Se había ido de Alemania antes de la guerra para vivir en Palestina, en compañía de su esposa, una luxemburguesa, pero la pareja no había funcionado. Entonces, en 1939 había vuelto a Alemania antes de huir nuevamente a Francia, donde había sido detenido. El destino del que había querido escapar a toda costa finalmente lo alcanzó. En Brobek se había puesto como misión ayudar a los más jóvenes, dando muestras, como muchos otros, de la profunda solidaridad que podía existir entre los deportados. En el campo de Buchenwald, por ejemplo, había un grupo de niños, mientras que en los otros campos eran en general gaseados apenas llegaban: fueron casi siempre los comunistas los que los salvaron, gracias a la posición de privilegio que tenían en la administración.

      En Brobek reinaba la tranquilidad porque, ante el más mínimo error, uno corría el riesgo de ser reenviado a Birkenau. Más allá de esta amenaza permanente, el régimen de vida y de trabajo eran tan diferente del de Birkenau que Brobek había sido apodado el “sanatorio”. Todos los deportados soñaban con ese destino. De hecho, durante todo el tiempo que estuvimos ahí no murió nadie. Nuestro grupo de mujeres estaba acuartelado en un altillo arriba del taller de la fábrica. Como éramos pocas, no había llamada para que saliéramos. Solamente un SS venía a verificar nuestra presencia, aunque creo que era más para sorprendernos mientras nos aseábamos que por legítimas razones de seguridad. Escaparse no era una opción. De hecho, ¿adónde podríamos haber ido? En la región, los campos se sucedían uno tras otro por kilómetros y kilómetros. El riesgo de fugarse significaba estar todavía más cerca de la muerte que quedarse a esperar a que el destino dispusiera de uno. Evadirse de Birkenau era todavía más improbable. La única deportada que intentó hacerlo, desde las oficinas en las que trabajaba, fue inmediatamente alcanzada y ahorcada.

      En poco tiempo, el avance de las tropas soviéticas causó pánico entre las autoridades alemanas. Hay que aclarar que los bombardeos aéreos eran cada vez más frecuentes en el distrito de Auschwitz. En la ruta que bordeaba al comando, se veían desde fin de año tropas alemanas que se replegaban en desorden. El 18 de enero de 1945, el comando de Brobek recibió la orden de partir. Salimos a pie en dirección de la fábrica Buna, que se encontraba dentro del recinto de Auschwitz-Birkenau. Nos unimos a todos los demás detenidos de los campos de Auschwitz, unas cuarenta mil personas, y comenzamos la memorable y eterna marcha de la muerte, verdadera pesadilla para los sobrevivientes, con un frío de treinta grados bajo cero. Fue atroz. Aquellos que se caían, eran ejecutados de inmediato. Los SS y los viejos soldados de la Werhmacht (15) que los rodeaban se jugaban la vida, y lo sabían. Había que escapar a toda costa del avance de los rusos, escapar a toda costa de la muerte que los perseguía. Finalmente llegamos a Gleiwitz, setenta kilómetros hacia el oeste, sí, setenta, donde se reagrupaba a los deportados que habían sobrevivido. La cada vez mayor proximidad de las tropas soviéticas enloquecía tanto a los alemanes que llegamos a pensar que nos iban a exterminar a todos. Esperábamos por nuestro destino, hombres y mujeres mezclados en ese campo aterrador donde ya no quedaba nada, ningún tipo de organización, ni comida, ni luz. Unos hombres ejercían un chantaje espantoso con las mujeres: “Entiéndannos, hace años que no vemos mujeres.” Era el infierno del Dante. Recuerdo a un pequeño húngaro, muy amable. Tenía trece años y estaba tan desesperado que por piedad terminamos cobijándolo. Decía: “Los hombres me abandonaron. Estoy solo. No sé adónde ir. No sé dónde buscar comida. Pero cuando no haya más mujeres, los hombres van a esta contentos de encontrarnos.” Me partía el corazón. Me preguntaba en lo profundo de mi ser: “¿En qué se van a convertir estos muchachos si logran escapar de este infierno?” Otro chico que conocí, y que había vivido una espantosa situación de sometimiento con los hombres, después de la guerra hizo estudios brillantes y llegó a tener una carrera excepcional. Ayudó mucho a los compañeros con los que se reencontró y fundó una familia maravillosa. Cuando recordamos esa época, su mujer dice simplemente: “Él nunca habla del campo.”

      Desde Gleiwitz, los trenes empezaron a marchar en varias direcciones. Muchos hombres fueron enviados a Berlín, donde los bombardeos habían causado enormes destrozos y donde la limpieza de los escombros exigía muchos brazos. Otros fueron enviados a fábricas de armamento. En cuanto a las mujeres, los SS nos hacinaron en plataformas de vagones chatos y fuimos enviadas al campo de Mauthausen, donde no pudimos quedarnos por falta de espacio. Tuvimos que soportar ocho días más de tren, a pleno viento, sin nada para tomar ni comer. Usábamos los pocos cuencos que habíamos podido cargar con nosotras para recuperar nieve y beberla. Cuando nuestro convoy atravesó las afueras de Praga, los habitantes, impresionados por la imagen de ese amontonamiento de muertos vivos, nos arrojaban pan desde las ventanas. Extendíamos las manos para poder agarrarlo, pero la mayoría de los pedazos caían al suelo.

      ¿Por qué los nazis no mataron a los judíos ahí mismo en lugar de llevárselos con ellos en su propia fuga? La respuesta es simple: para no dejar rastros. La idea ni siquiera era tratar de conservarnos como futuros rehenes de un posible intercambio, simplemente querían hacernos desaparecer de la manera más discreta posible. Tuvimos suerte de que el campo de Auschwitz estuviera todavía demasiado poblado como para que pudiesen hacer una eliminación discreta, completa y rápida. Nuestro tren se dirigió hacia el campo de Dora, comando de Buchenwald. Muchos de los nuestros murieron durante el viaje por el frío y la falta de comida. Fuimos las únicas mujeres que pasaron por Dora. Era un campo para hombres, muy duro, donde los deportados trabajaban en el fondo de un túnel en la fabricación de los famosos V2 (16). Allí reinaba el terror. Después de dos días de incertidumbre y angustia, el pequeño grupo de mujeres del que formábamos parte fue enviado a Bergen-Belsen, entre Hamburgo y Hannover, al norte de Alemania, una región adonde las tropas aliadas llegaron muy tarde. Los nazis habían sumado a nuestro convoy a un grupo de gitanos detenidos poco antes porque, pese a la debacle, la locura alemana por las detenciones continuaba. En Bergen-Belsen, debido a su situación geográfica, convergían los millares de deportados que venían desde todos los campos del este, incluyendo a los resistentes. También había francesas, esposas de oficiales, y suboficiales judíos detenidos en el campo de prisioneros de Lübeck. Llegamos allí el 30 de enero.

      En Bergen-Belsen los detenidos no trabajaban, el campo, concebido para recibir deportados de status especial, se hallaba totalmente colapsado por esas olas que llegaban de todos lados. Las condiciones de vida, si se puede emplear esta expresión, eran espantosas. Ya no había control administrativo, casi no quedaba comida ni ningún tipo de atención médica. Hasta faltaba agua, ya que la mayoría de las tuberías había explotado. Y, como si todo esto no fuera suficiente para la desgracia de las siluetas esqueléticas que erraban en busca de comida, se declaró

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