Una vida. Simone Veil

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Una vida - Simone Veil

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sido deportada. De golpe, tuve una crisis de nervios y estallé en llanto; habíamos recibido muy malas noticias sobre lo que había ocurrido en Ravensbrück en el momento de la liberación. Se decía que había habido muchos prisioneros asesinados a último momento. Pero los rumores no tenían fundamentos, ya que en Ravensbrück no había ocurrido nada particularmente peor que en los otros lugares.

      Finalmente entramos en Francia. Milou fue llevada en ambulancia hasta el tren, donde la acostaron en un vagón sanitario. Luego llegamos a Valenciennes y, finalmente, a París. Al día siguiente, el 23 de mayo, es decir poco más de un mes después de la liberación del campo de Bergen-Belsen, finalmente nos instalaron en el hotel Lutetia, donde eran alojados todos los ex deportados. De inmediato quisimos averiguar el paradero de Denise. Nos dijeron que ya había vuelto a Francia. No había estado en los momentos finales en Ravensbrück, porque había sido transferida a Mauthausen. Después de la liberación del campo, un tren había llevado a los sobrevivientes y a los enfermos a Suiza y, de ahí, a París. Salvo por los últimos días, ella había tenía la suerte de vivir una deportación mucho menos inhumana que la nuestra. Las condiciones de vida en Ravensbrück, por cierto espantosas, eran menos duras que las que habían conocido otros judíos, porque se trataba de un campo de concentración y no de exterminio. Así, en Ravensbrück, Denise había escrito un diario mientras que Milou y yo no teníamos ni siquiera un lápiz, ni papel, ni libros, desde hacía más de un año. Al tal punto que cuando fuimos liberadas llegué a preguntarme si todavía sabría leer y si era capaz de retomar algún tipo de estudio.

      ¿Los aliados deberían haber bombardeado los campos? Desde el fin de las hostilidades, esta pregunta hizo correr mucha tinta y, curiosamente, sigue siendo un tema periodístico recurrente. Dicho sea de paso, he tenido a veces la sensación de que algunos estaban más interesados en señalar la abstención “culpable” de Roosevelt y de Churchill que en denunciar los horrores cometidos por los nazis en los campos de concentración.

      Criticar las elecciones estratégicas de los aliados exige más modestia que juicios perentorios. Pese a que existen numerosos argumentos a favor de los bombardeos, que hubiesen destruido las cámaras de gas, sigo prefiriendo abstenerme de opinar sobre este tema. Cuando los aliados intentaron realizar esta operación en Auschwitz, no lograron mucho. Mi hermana Denise, ocho días antes del fin de los combates, vivió en Mauthausen las consecuencias de un ataque aéreo sorpresa. Ese día, acompañada por otras siete compañeras, se encontraba despejando escombros de la vía del tren, devastada por un bombardeo anterior. Como no tuvieron tiempo de refugiarse cuando empezaron a sonar las sirenas, cinco de ellas murieron bajo las bombas. Esos bombardeos, entonces, tuvieron la doble particularidad de ser, a la vez, ineficaces y mortales, porque mataron finalmente a más deportados que nazis. Para mí, a fin de cuentas, la polémica alrededor de este tema sólo sirve para alimentar debates falsos, que tanto le gustan a algunos cuando los hechos ya pasaron y la discusión no cuesta nada ni tiene riesgos.

      A mi entender, los aliados tuvieron razón en dar prioridad absoluta a terminar con las hostilidades. Si se hubiese empezado a divulgar información sobre los campos, la opinión pública habría ejercido una presión tal para que fuesen liberados que el avance de los ejércitos en los otros frentes, que ya era muy difícil, hubiera corrido el riesgo de verse retrasado. Los servicios secretos estaban al tanto de las investigaciones de los alemanes sobre nuevas armas. Ningún estado mayor podía asumir el riesgo de diferir la caída del Reich. Las autoridades aliadas optaron entonces por el silencio y la eficacia. No deja de ser cierto que en Estados Unidos los más informados conocían la existencia de los campos, y no es menos cierto que la comunidad judía americana, muy proteccionista, no se manifestó de ninguna manera, sin duda por miedo a una llegada masiva de refugiados.

      Del mismo modo que no comparto los juicios negativos sobre el silencio culpable de los aliados, tampoco estoy de acuerdo con el masoquismo de los intelectuales como Hannah Arendt sobre la responsabilidad colectiva y la banalidad del mal. Un pesimismo tal me desagrada. Incluso tiendo a verlo como una forma cómoda de manipulación: decir que todo el mundo es culpable equivale a decir que nadie lo es. Es la solución desesperada de una alemana que busca salvar a toda costa a su país, ahogando la responsabilidad nazi en una responsabilidad más difusa, tan impersonal que termina no significando nada. La mala conciencia general permite que cada uno se convenza de que tiene una buena conciencia individual: yo no soy responsable ya que todo el mundo lo es. ¿Debemos entonces transformar en un ícono a alguien que proclama en extensos y numerosos relatos que, inmersos en los dramas de la historia, todos los hombres son culpables y responsables, que cualquiera es capaz de hacer cualquier cosa, que no hay excepciones en la capacidad de la barbarie humana? No lo creo, sobre todo cuando recuerdo sus comentarios en la época del juicio a Adolf Eichmann. Lo que refuta completamente el pesimismo fundamental de los adeptos de la banalización es el espectáculo de su propia cobardía, pero a la vez, en contrapunto, la envergadura de los riesgos que corrieron los Justos, esos hombres que no esperaban nada a cambio, que no sabían qué iba a pasar, pero que no por eso dejaron de correr todo tipo de peligros para salvar a judíos que en la mayoría de los casos no conocían. Sus actos prueban que la banalidad del mal no existe. Su mérito es inmenso, como también lo es nuestra deuda con ellos. Al salvar a tal o cual persona, se volvieron un testimonio de la grandeza de la humanidad.

      Cuando leo por ahí que en los campos todo el mundo se comportaba muy mal, siento mucha indignación. ¡Dios sabe en qué condiciones vivíamos –en realidad pienso, con bondad en el alma, que Él lo ignoraba– y cuán terrible era nuestra cotidianeidad! No es portarse mal querer salvar la vida propia y no dejarse arrastrar por el cuerpo del prójimo que cae y que no podrá volver a levantarse. En el lado opuesto, los discursos de los comunistas sobre la solidaridad inquebrantable que une a los hombres en el sufrimiento me parecen igual de excesivos. Esta solidaridad ciertamente existió, pero sobre todo entre comunistas, e incluso con diferentes matices. Una de las pasajeras del famoso convoy de comunistas deportados a Auschwitz dejó sobre esta cuestión un testimonio interesante. En su libro, cuenta que, para los comunistas, lo más importante era salvar a los dirigentes y menciona cuánto la afectó esto. Marcelline Loridan y yo, errando un día por Birkenau, fuimos llamadas “judías sucias” por un grupo de comunistas francesas, ¡sólo por tratar de entablar una conversación con ellas!

      Cuando volvimos de los campos, llegamos a escuchar declaraciones todavía más desagradables e incongruentes: juicios arbitrarios, análisis geopolíticos tan perentorios como vacíos. Pero este tipo de declaraciones no era lo único que nos hubiese gustado no volver a escuchar nunca más. No hubiéramos tenido problema en privarnos de algunas miradas que nos volvían transparentes. Además, cuántas veces escuché a gente sorprendiéndose: “¿Cómo puede ser que hayan vuelto? Eso prueba que no era tan terrible como decían.” Unos años más tarde, en 1950 o 1951, durante una recepción en una embajada, un funcionario francés –de alto nivel, debo decirlo–, señalando mi antebrazo y mi número de deportada, me preguntó sonriente, ¡si ése era mi número de guardarropas! Después de eso, durante años, preferí usar mangas largas.

      En esos años de posguerra había gente que decía cosas espantosas. Hemos olvidado todo el antisemitismo servil del que algunos hacían gala. Por eso, desde 1945 me volví no cínica, porque no está en mi naturaleza, pero sí alguien que ha perdido toda ilusión. Pese a todas las películas, testimonios y relatos que le han sido consagrados, la Shoah sigue siendo un fenómeno absolutamente específico e inasible.

      En 1959 yo era magistrada en el Ministerio de Justicia, dentro de la administración penitenciaria. Mi director recibe un día a un magistrado jubilado que viene a pedirle que presida un comité a favor de las libertades condicionales. Él en principio acepta pero luego, al no tener tiempo para desplazarse, le informa que lo va a representar el magistrado que se ocupa de estas cuestiones en su servicio. Era yo. Respuesta del ex presidente del tribunal de Poitiers: “¿Cómo? ¿Una mujer, y además judía? ¡De ninguna manera la recibiré!” Otro ejemplo: unos años más tarde, mientras me encuentro trabajando en la Dirección de Asuntos Civiles, me entero de una decisión indignante. Se resuelve el divorcio entre una mujer judía, de origen polaco, y un francés. La custodia

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