Antología. José Carlos Mariátegui

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Antología - José Carlos Mariátegui Biblioteca del Pensamiento Socialista

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la cual había emergido. Pero la voluntad de articular internacionalmente el movimiento socialista quedó formulada. Algunos años después, la Internacional reapareció vigorosamente. El crecimiento de los partidos y sindicatos socialistas requería una coordinación y una articulación internacionales. La función de la Segunda Internacional fue casi únicamente una función organizadora. Los partidos socialistas de esa época efectuaban una labor de reclutamiento. Sentían que la fecha de la revolución social se hallaba lejana. Se propusieron, por consiguiente, la conquista de algunas reformas interinas. El movimiento obrero adquirió así un ánima y una mentalidad reformistas. El pensamiento de la socialdemocracia lassalliana dirigió a la Segunda Internacional. A consecuencia de esta orientación, el socialismo resultó insertado en la democracia. Y la Segunda Internacional, por esto, no pudo nada contra la guerra. Sus líderes y secciones se habían habituado a una actitud reformista y democrática. Y la resistencia a la guerra reclamaba una actitud revolucionaria. El pacifismo de la Segunda Internacional era un pacifismo extático, platónico, abstracto. La Segunda Internacional no se encontraba espiritual ni materialmente preparada para una acción revolucionaria. Las minorías socialistas y sindicalistas trabajaron en vano por empujarla en esa dirección. La guerra fracturó y disolvió la Segunda Internacional. Únicamente algunas minorías continuaron representando su tradición y su ideario. Estas minorías se reunieron en los congresos de Kiental y Zimmerwald, donde se bosquejaron las bases de una nueva organización internacional. La Revolución Rusa impulsó este movimiento. En marzo de 1919 quedó fundada la Tercera Internacional. Bajo sus banderas se han agrupado los elementos revolucionarios del socialismo y del sindicalismo.

      La Segunda Internacional ha reaparecido con la misma mentalidad, los mismos hombres y el mismo pacifismo platónico de los tiempos prebélicos. En su estado mayor se concentran los líderes clásicos del socialismo: Vandervelde, Kautsky, Bernstein, Turati, etc. Malgrado la guerra, estos hombres no han perdido su antigua fe en el método reformista. Nacidos de la democracia, no pueden renegarla. No perciben los efectos históricos de la guerra. Obran como si la guerra no hubiese roto nada, no hubiese fracturado nada, no hubiese interrumpido nada. No admiten ni comprenden la existencia de una realidad nueva. Los adherentes a la Segunda Internacional son, en su mayoría, viejos socialistas. La Tercera Internacional, en cambio, recluta el grueso de sus adeptos entre la juventud. Este dato indica, mejor que ningún otro, la diferencia histórica de ambas agrupaciones.

      Este conflicto entre dos mentalidades, entre dos épocas y entre dos métodos del socialismo tiene en Zinóviev una de sus dramatis personae. Más que con la burguesía, Zinóviev polemiza con los socialistas reformistas. Es el crítico más acre y más tundente de la Segunda Internacional. Su crítica define nítidamente la diferencia histórica de las dos internacionales. La guerra, según Zinóviev, ha anticipado, ha precipitado mejor dicho, la era socialista. Existen las premisas económicas de la revolución proletaria. Pero falta la orientación espiritual de la clase trabajadora. Esa orientación no puede darla la Segunda Internacional, cuyos líderes continúan creyendo, como hace veinte años, en la posibilidad de una dulce transición del capitalismo al socialismo. Por eso, se ha formado la Tercera Internacional. Zinóviev remarca cómo la Tercera Internacional no actúa solo sobre los pueblos de Occidente. La revolución –dice– no debe ser europea, sino mundial. “La Segunda Internacional estaba limitada a los hombres de color blanco; la Tercera no subdivide a los hombres según su raza”. Le interesa el despertar de las masas oprimidas del Asia. “No es todavía” –observa– “una insurrección de masas proletarias; pero debe serlo. La corriente que nosotros dirigimos libertará todo el mundo”.

      Zinóviev polemiza también con los comunistas que disienten eventualmente de la teoría y la práctica leninistas. Su diálogo con Trotski, en el Partido Comunista ruso, ha tenido, no hace mucho, una resonancia mundial. Trotski y Preobrazhenski, etc., atacaban a la vieja guardia del partido y soliviantaban contra ella a los estudiantes de Moscú. Zinóviev acusó a Trotski y a Preobrazhenski de usar procedimientos demagógicos, a falta de argumentos serios. Y trató con un poco de ironía a aquellos estudiantes impacientes que “a pesar de estudiar El capital de Marx desde hacía seis meses, no gobernaban todavía el país”. El debate entre Zinóviev y Trotski se resolvió favorablemente para la tesis de Zinóviev. Sostenido por la vieja y la nueva guardia leninista, Zinóviev ganó este duelo. Ahora dialoga con sus adversarios de los otros campos. Toda la vida de este gran agitador es una vida polémica.

      [15] En este ensayo, Mariátegui sigue de cerca el libro de Trotski Literatura y revolución, de 1924. [N. de E.]

      [16] El empleo del italianismo tramonto y de sus derivados es una constante en los textos de Mariátegui, que así alude a la declinación o “crepúsculo” (otra palabra que utiliza) de un diverso conjunto de fenómenos en la época de crisis a la que asiste. [N. de E.]

      [17] Véase nota sobre Romain Rolland en “El hombre y el mito”. [N. de E.]

      [18] Édouard Herriot, La Russie Nouvelle, París, J. Ferenczi et Fils, 1922. [N. de E.]

      [19] Sobre Ortega y Gasset, véase nota en “El hombre y el mito”. [N. de E.]

      La marea revolucionaria no conmueve solo al Occidente. También el Oriente está agitado, inquieto, tempestuoso. Uno de los hechos más actuales y trascendentes de la historia contemporánea es la transformación política y social del Oriente. Este período de agitación y de gravidez orientales coincide con un período de insólito y recíproco afán del Oriente y del Occidente por conocerse, por estudiarse, por comprenderse.

      En su vanidosa juventud la civilización occidental trató desdeñosa y altaneramente a los pueblos orientales. El hombre blanco consideró necesario, natural y lícito su dominio sobre el hombre de color. Usó las palabras “oriental” y “bárbaro” como dos palabras equivalentes. Pensó que únicamente lo que era occidental era civilizado. La exploración y la colonización del Oriente no fue nunca oficio de intelectuales, sino de comerciantes y de guerreros. Los occidentales desembarcaban en el Oriente sus mercaderías y sus ametralladoras, pero no sus órganos ni sus aptitudes de investigación, de interpretación y de captación espirituales. El Occidente se preocupó de consumar la conquista material del mundo oriental; pero no de intentar su conquista moral. Y así el mundo oriental conservó intactas su mentalidad y su psicología. Hasta hoy siguen frescas y vitales las raíces milenarias del islamismo y del budismo. El hindú viste todavía su viejo khaddar. El japonés, el más saturado

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