Antología. José Carlos Mariátegui
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Y, como su ex generalísimo, el Ejército Rojo es un caso nuevo en la historia militar del mundo. Es un ejército que siente su papel de ejército revolucionario y que no olvida que su fin es la defensa de la revolución. De su ánimo está excluido, por ende, todo sentimiento específica y marcialmente imperialista. Su disciplina, su organización y su estructura son revolucionarias. Acaso, mientras el generalísimo escribía un artículo sobre Romain Rolland,[17] los soldados evocaban a Tolstói o leían a Kropotkin.
Lunacharski
La figura y la obra del comisario de Instrucción Pública de los sóviets se han impuesto, en todo el mundo occidental, a la consideración de la propia burguesía. La Revolución Rusa fue declarada, en su primera hora, una amenaza para la civilización. El bolchevismo, descripto como una horda bárbara y asiática, creaba fatalmente, según el coro innumerable de sus detractores, una atmósfera irrespirable para el arte y la ciencia. Se formulaban los más lúgubres augurios sobre el porvenir de la cultura rusa. Todas estas conjeturas, todas estas aprensiones, están ya liquidadas. La obra más sólida, tal vez, de la Revolución Rusa es precisamente la obra realizada en el terreno de la instrucción pública. Muchos hombres de estudio europeos y americanos, que han visitado Rusia, han reconocido la realidad de esta obra. La Revolución Rusa, dice Herriot en su libro La Russie Nouvelle,[18] tiene el culto de la ciencia. Otros testimonios de intelectuales igualmente distantes del comunismo coinciden con el del estadista francés. Wells clasifica a Lunacharski entre los mayores espíritus constructivos de la Rusia nueva. Lunacharski, ignorado por el mundo hasta hace siete años, es actualmente un personaje de relieve mundial.
La cultura rusa, en los tiempos del zarismo, estaba acaparada por una pequeña élite. El pueblo sufría no solo una gran miseria física, sino también una gran miseria intelectual. Las proporciones del analfabetismo eran aterradoras. En Petrogrado el censo de 1910 acusaba un 31% de analfabetos y un 49% de semianalfabetos. Poco importaba que la nobleza se regalase con todos los refinamientos de la moda y el arte occidentales, ni que en la universidad se debatiesen todas las grandes ideas contemporáneas. El mujik, el obrero, la muchedumbre eran extraños a esta cultura.
La revolución dio a Lunacharski el encargo de echar las bases de una cultura proletaria. Los materiales disponibles para esta obra gigantesca no podían ser más exiguos. Los sóviets tenían que gastar la mayor parte de sus energías materiales y espirituales en la defensa de la Revolución, atacada en todos los frentes por las fuerzas reaccionarias. Los problemas de la reorganización económica de Rusia debían ocupar la acción de casi todos los elementos técnicos e intelectuales del bolchevismo. Lunacharski contaba con pocos auxiliares. Los hombres de ciencia y de letras de la burguesía saboteaban los esfuerzos de la Revolución. Faltaban maestros para las nuevas y antiguas escuelas. Finalmente, los episodios de violencia y de terror de la lucha revolucionaria mantenían en Rusia una tensión guerrera hostil a todo trabajo de reconstrucción cultural. Lunacharski asumió, sin embargo, la ardua faena. Las primeras jornadas fueron demasiado duras y desalentadoras. Parecía imposible salvar todas las reliquias del arte ruso. Este peligro desesperaba a Lunacharski. Y, cuando circuló en Petrogrado la noticia de que las iglesias del Kremlin y la catedral de San Basilio habían sido bombardeadas y destruidas por las tropas de la Revolución, Lunacharski se sintió sin fuerzas para continuar luchando en medio de la tormenta. Descorazonado, renunció a su cargo. Pero, afortunadamente, la noticia resultó falsa. Lunacharski obtuvo la seguridad de que los hombres de la Revolución lo ayudarían con toda su autoridad en su empresa. La fe no volvió a abandonarlo.
El patrimonio artístico de Rusia ha sido íntegramente salvado. No se ha perdido ninguna obra de arte. Los museos públicos se han enriquecido con los cuadros, las estatuas y reliquias de colecciones privadas. Las obras de arte, monopolizadas antes por la aristocracia y la burguesía rusas, en sus palacios y en sus mansiones, se exhiben ahora en las galerías del Estado. Antes eran un lujo egoísta de la casta dominante; ahora son un elemento de educación artística del pueblo.
Lunacharski, en este como en otros campos, trabaja por aproximar el arte a la muchedumbre. Con este fin ha fundado, por ejemplo, el Proletkult, comité de cultura proletaria, que organiza el teatro del pueblo. El Proletkult, vastamente difundido en Rusia, tiene en las principales ciudades una actividad fecunda. Colaboran en el Proletkult obreros, artistas y estudiantes, fuertemente poseídos del afán de crear un arte revolucionario. En las salas de la sede de Moscú se discuten todos los tópicos de esta cuestión. Se teoriza ahí bizarra y arbitrariamente sobre el arte y la revolución. Los estadistas de la Rusia nueva no comparten las ilusiones de los artistas de vanguardia. No creen que la sociedad o la cultura proletarias puedan producir ya un arte propio. El arte, piensan, es un síntoma de plenitud de un orden social. Mas este concepto no disminuye su interés por ayudar y estimular el trabajo impaciente de los artistas jóvenes. Los ensayos, las búsquedas de los cubistas, los expresionistas y los futuristas de todos los matices han encontrado en el gobierno de los sóviets una acogida benévola. No significa, sin embargo, este favor una adhesión a la tesis de la inspiración revolucionaria del futurismo. Trotski y Lunacharski, autores de autorizadas y penetrantes críticas sobre las relaciones del arte y la revolución, se han guardado mucho de amparar esa tesis. “El futurismo” –escribe Lunacharski–
es la continuación del arte burgués con ciertas actitudes revolucionarias. El proletariado cultivará también el arte del pasado, partiendo tal vez directamente del Renacimiento, y lo llevará adelante más lejos y más alto que todos los futuristas y en una dirección absolutamente diferente.
Pero las manifestaciones del arte de vanguardia, en sus máximos estilos, no son en ninguna parte tan estimadas y valorizadas como en Rusia. El sumo poeta de la Revolución, Maiakovski, procede de la escuela futurista.
Más fecunda, más creadora aún es la labor de Lunacharski en la escuela. Esta labor se abre paso a través de obstáculos a primera vista insuperables: la insuficiencia del presupuesto de instrucción pública, la pobreza del material escolar, la falta de maestros. Los sóviets, a pesar de todo, sostienen un número de escuelas varias veces mayor del que sostenía el régimen zarista. En 1917 las escuelas llegaban a 38.000. En 1919 pasaban de 62.000. Posteriormente, muchas nuevas escuelas han sido abiertas. El Estado comunista se proponía dar a sus escolares alojamiento, alimentación y vestido. La limitación de sus recursos no le ha consentido cumplir íntegramente esta parte de su programa. Setecientos mil niños habitan, sin embargo, a sus expensas, las escuelas asilos. Muchos lujosos hoteles, muchas mansiones solariegas están transformados en colegios o en casas de salud para niños. El niño, según una exacta observación del economista francés Charles Gide, es en Rusia el usufructuario, el profiteur de la Revolución. Para los revolucionarios rusos, el niño representa realmente la humanidad nueva.
En una conversación con Herriot, Lunacharski ha trazado así los rasgos esenciales de su política educacional:
Ante todo, hemos creado la escuela única. Todos nuestros