El azor. T. H. White
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Había dos clases de rapaces, las de alto vuelo y las de bajo vuelo. Las de alto, cuyo primer cuchillo era el más largo, eran los halcones, de quienes se ocupaban los halconeros. Las de bajo, cuyo cuarto cuchillo era el más largo, eran varias especies distintas, y de ellas se ocupaban los azoreros. Los halcones volaban alto y se lanzaban sobre su presa; las segundas volaban bajo y mataban con sigilo. Gos era un jefe tribal entre estas últimas.
Pero su personalidad que me daba más placer que su linaje. Tenía una cierta forma de mirar. Los gatos pueden mirar a una ratonera con crueldad, a los perros se los puede ver mirar a sus amos con amor, un ratón miraba a Robert Burns asustado. Gos miraba atentamente. Era una mirada alerta, concentrada y penetrante. Mi deber ahora era no devolvérsela. Las rapaces son sensibles a la mirada y no les gusta que se las observe. Observar es su prerrogativa. El tacto de un azorero a este respecto me parecía ahora delicioso. Era necesario quedarse quieto o andar con cuidado bajo la suave luz del granero, mirando fijamente al frente. La actitud debía ser conciliadora, complaciente, paciente, pero segura de alcanzar su firme objetivo. Debía mantenerme de pie, mirando más allá del azor hacia las sombras, haciendo pequeños movimientos cautelosos, con todo sentido alerta. Tenía una cabeza de conejo en el guante, abierta para mostrar el cerebro. Con ella debía acariciarle las garras, el pecho y el borde entrante de las alas. Si le molestaba de la manera errónea debía desistir de inmediato, incluso antes de que se molestase; si se irritaba de la correcta y empezaba a picotear aquello que le importunaba, debía continuar. Mi tarea era distinguir las molestias lenta, continua, amorosa y persistentemente; acariciar y jugar con las garras, recitar, emitir las más amables quejas y silbar de forma coqueta.
Después de una o dos horas así, empecé a pensar. Ya había empezado a calmarse y se mantenía en el guante sin debatirse mucho; pero había sufrido un viaje largo y terrible, así que quizá sería mejor no mantenerlo de «guardia» (despierto) aquella primera noche. Quizá debería dejarlo recuperarse un poco, liberarlo en el granero y solo venir a intervalos.
Fue cuando acudí a verlo cinco minutos pasadas las tres de la mañana que se posó voluntariamente en el puño. Hasta entonces, lo había encontrado en sitios inaccesibles, posado en la viga más alta o volando de percha en percha. En ese momento, al acercarme a él suavemente con la mano extendida y pies imperceptibles, fui recompensado con una pequeña victoria. Gos, con ademán seguro pero parcialmente desdeñoso, se posó en el guante extendido. Empezó no solo a picotear el conejo, sino a comer de manera distante.
Nos volvimos a encontrar a las cuatro y diez, y ya empezaba a despertar el alba. Una levísima iluminación del cielo, inmediatamente perceptible al abandonar el fuego de la cocina, un frío en el aire y una humedad bajo los pies anunciaban que ese Dios que indiferentemente administra justicia había ordenado el milagro de nuevo. Salí del fuego de la casa al aire futuro, despierto incluso más temprano que los pájaros, y fui hacia mi imponente cautivo en el granero con techo de vigas. La luz más brillante relucía en sus cuchillos, era un lustre acerado, y a las cinco menos diez el brillo de la pequeña lámpara de dos peniques había desaparecido. Fuera, en la penumbra y la tenue madrugada, los primeros pájaros se movían en sus perchas, todavía sin cantar. Un pescador insomne pasó a través de la neblina para probar suerte con las carpas del lago. Se paró fuera de la celosía y nos miró, pero se fue rápidamente. Gos lo aguantó bastante bien.
Ahora comía malhumoradamente del puño, y Roma no se construyó en un día. Roma fue la ciudad en la que Tarquinio violó a Lucrecia, y Gos era romano a la vez que teutón; era el Tarquinio de la carne que desgarraba, y entonces su dueño decidió que ya había aprendido bastante. Había conocido a un pescador extraño a través de la ventana que amanecía; había aprendido a morder patas de conejo, aunque fuese remilgadamente; ya sería más humilde cuando tuviera más hambre.
Me marché a través del rocío profundo para prepararme una taza de té. Entonces, entusiasmado, me fui a dormir desde las seis hasta las nueve y media de la mañana.
Miércoles
A las diez del día siguiente el azor no había visto a ningún humano durante cuatro horas, aunque estaba más perspicaz. Probablemente también habría dormido durante ese tiempo (a no ser que la luz del día y la incertidumbre lo hubieran mantenido despierto) así que, aunque estaba hambriento, se encontraba en parte liberado de la imposición de una personalidad humana. Ya no se posaba en el guante, como había hecho desde las tres, sino que de nuevo volaba de viga en viga como si acabase de salir del cesto. Fue un retroceso en el camino hacia el éxito, y me enfadó.
A una rapaz se la sujetaba mediante un par de pihuelas, una en cada pata, que se unían por los extremos por medio de un tornillo a través del cual se podía pasar la lonja.
Dado que el tornillo de una de las pihuelas de Gos se había desgastado, había sido imposible pasar la lonja (un cordón de cuero de una bota, en mi caso) a través de este. No podía atar el tornillo. De hecho, ni siquiera tenía tornillo, por lo que había atado las dos pihuelas entre sí y después las había anudado a un trozo de cuerda que hacía las veces de lonja. No recuerdo por qué no até la lonja a la percha, para evitar así que se escapara. Probablemente no tuviera percha y, de todas formas, me correspondía descubrir todas estas cosas mediante práctica. Nunca ha sido fácil aprender de la vida mediante libros.
Entonces, como consecuencia, al alejarse el pájaro de su torturador con silenciosas y grandes aletadas, enganchó la lonja en un clavo y colgó cabeza abajo lleno de rabia y terror. Con este ánimo habíamos de comenzar su primer día completo, y el curioso resultado de ello fue que, una vez atado, se puso inmediatamente a comer vorazmente, recto y tranquilo, hasta que hubo terminado una pata entera. Siempre se mostraba más sumiso después de montar un buen alboroto, como más tarde descubrí.
Un chico que una vez me encargó cuidar de dos gavilanes llegó a las doce y media. Durante las horas de tranquilidad, había sido posible elaborar un detallado inventario del plumaje del azor, y los resultados no habían sido satisfactorios. Las puntas de todos los cuchillos se habían partido un tercio de centímetro y la cola entera estaba doblada debido a su lucha en el cesto, hasta el punto de que no era posible distinguir ningún detalle en aquel horrendo enredo. La forma de enderezar las plumas caudales era sumergirlas en agua casi hirviendo durante medio minuto. Era necesario decidir si debía hacerse ahora o más tarde. Si lo hacía ahora y tenía lugar una riña torpe y enconada, se echaría a perder esa primera impresión amistosa considerada importante en todos los estamentos sociales y profesiones. Si lo hacía más tarde, y provocaba también un enfado, podría deshacer semanas enteras de adiestramiento. Opté por la decisión arriesgada y puse la cacerola al fuego. De perdidos, al río, pensé, así que le presentaría el azor al chico al mismo tiempo. Sería útil en la operación subsiguiente.
La primera etapa en el adiestramiento de una rapaz era «amansarla», es