El azor. T. H. White

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El azor - T. H. White

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caza. Pero ahora que estaba sumergido de golpe por primera vez en su mundo, y había entrado, por así decir, en otro estrato de la vida o capa del aire, empecé a ver rapaces por donde iba, y era asombroso ver cuántas había, previamente insospechadas, en tan solo un pequeño recorrido de unos cuantos kilómetros. Era su recelo lo que las hacía evitar ser vistas, a no ser que se las buscara.

      Empezaba a acostumbrarme al tipo de voces que emitían las rapaces. Gos tenía diversas variedades, desde sus chillidos hasta sus pequeñas notas infantiles de irritación, piriripí, pipío, pío-pío; y cada tipo de ave rapaz, incluido el mochuelo, tenía un reclamo especial que lo distinguía de sus congéneres. Sin embargo, el modelo genérico se mantenía constante en todos ellos, un deje picudo de música que no venía de la garganta. Así, me di cuenta de que había rapaces alrededor en cuanto entré en el bosque de Three Parks. Hubo un chillido, y otro le respondió. De pronto, como si viniese de todo el bosque, las pequeñas voces chillaron y respondieron. Pi-pi-pi-pi-pi. Sería una familia, los padres y dos o tres niegos ya bastante crecidos pero todavía en el nido. Tuve la suficiente suerte como para ver a dos de ellas de cerca. Vinieron persiguiéndose mutuamente en un juego furioso, moviéndose rápidamente entre las ramas hasta que estuvieron casi sobre mí; entonces giraron alrededor del tronco de un árbol, enseñando su vientre listado formando dos patrones perfectamente verticales, como si estuviesen rodeando una torre del aeródromo de Hatfield, y desaparecieron entre el sombrío follaje del exuberante bosque estival.

       Viernes, sábado y domingo

      Había días de ataques y contraataques, una especie de avance y retroceso sobre campos de batalla en disputa. Gos había vuelto en gran parte a un estado salvaje tras dormir en el puño por primera vez. Cada día, las interminables obligaciones del hogar y la despensa requerían que Crusoe lo dejase solo, para luego volver debido a la necesidad de educarlo, y, por tanto, todo el rato había progreso y regresión. A veces se posaba en el guante después de dudar, pero con buen carácter, y otras volaba y se alejaba de mí como si hubiese ido a matarlo. Caminábamos solos durante horas cada día, y a veces Gos conversaba emitiendo sonidos amigables pero confusos, mientras que otras agitaba las alas y se debatía dos veces por minuto. En todo momento no había sino un mandamiento que tener en cuenta: paciencia. No había otra arma. Frente a cualquier revés, cualquier estupidez, cualquier fracaso, riña o golpe irritante que propinaba con las alas en la cara mientras se debatía, solo había una cosa que podía hacerse. La paciencia dejaba de ser negativa y pasaba a ser una acción positiva, dado que tenía que ser benevolencia activa: uno podía torturar al pájaro simplemente con una mirada dura e implacable.

      No me extrañaba que los antiguos azoreros amaran a sus pájaros. El esfuerzo que se les dedicaba, la preocupación que causaban, los dos meses de vida humana dedicados a ellos tanto despiertos como en sueños: todas esas cosas convertían a las aves, para los hombres que las adiestraban, en una parte de sí mismos. Me asombraban las clases altas, me sorprendía el noble que permitía que otro pescara su salmón por él (pues esto hacía que el salmón fuese mucho menos suyo) y, especialmente en cuanto a la cetrería, no podía entender a aquel que tenía a un cetrero bajo su mando. ¿Qué placer obtendría al coger a ese pájaro ajeno del puño de un extraño y lanzarlo al aire? Sin embargo, para el cetrero, para el hombre que durante dos meses había creado a ese pájaro, casi como una madre que alimenta a un niño dentro de ella, pues los subconscientes del hombre y el pájaro verdaderamente se unían por un vínculo mental; para el hombre que había creado de una parte de sí vida, ¡qué placer hacerlo volar, qué terror en caso de desastre, qué triunfo en caso de éxito!

      El objetivo inmediato era hacer que Gos viniera a por comida. Al final del adiestramiento debería recorrer una distancia de al menos noventa metros cuando se lo llamara, pero de momento bastaba con que no se alejara volando cuando me acercaba. Después, tenía que aprender a posarse en el puño para recibir una recompensa alimenticia (la forma de llegar al corazón de cualquier criatura era a través de la barriga; por ello habían insistido las mujeres en tener la prerrogativa de cocinar). Por último, tenía que saltar al puño con un golpe de alas, como ejercicio preliminar antes de aumentar la distancia.

      Solo la paciencia podía conseguir este objetivo. Me di cuenta de que el azor tenía que estar atado a su percha con la lonja, y durante tres días me coloqué a un metro de él, con carne en la mano. Volví una y otra vez, hablándole desde fuera de la halconera, abriendo la puerta lentamente, inclinándome hacia delante con unos pies que se movían como las manecillas de un reloj.

      Aquí viene (pensaba uno, al descubrirse de golpe) esa excelente pieza llamada hombre, con su capacidad para mirar al antes y al después, su habilidad para pensar sobre los enigmas de la filosofía y el rico tesoro de una educación que había costado entre dos y tres mil libras, andando de lado hacia un pájaro atado, con una mano extendida frente a sí mismo, mirando hacia otra parte y maullando como un gato.

      Sin embargo, era un deleite puro y constante mantenerme absolutamente quieto durante quince minutos, o mientras uno contaba lentamente hasta mil.

      Parte del deleite era que ahora, por primera vez en mi vida, era absolutamente libre. Aunque solo tuviera cien libras, no tenía amo, ni propiedad, ni grilletes. Podía comer, dormir, levantarme, quedarme o irme cuando quisiera. Era más libre que el arzobispo de Canterbury, quien sin duda tenía horarios y temporadas. Era libre como un ave rapaz.

      Tenía que enseñar a Gos a reconocer su llamada. Más adelante, podría desaparecer de vista volando durante la caza, y tenía que enseñarle de forma que pudiera llamarlo de vuelta con un silbido. La mayoría de los cetreros usaban un silbato normal de metal, pero mi alma libre era demasiado poética para eso. Me pareció que Gos era demasiado hermoso como para que lo llamara con estridencia con la nota mecánica de un policía. Tenía que acudir a una melodía, y si hubiera sabido tocarla, habría comprado una flauta irlandesa; pero solo sabía silbar con la boca, y eso hice. Nuestra melodía era un himno, El Señor es mi pastor, la versión con la antigua métrica escocesa.

      A las rapaces se les enseñaba a acudir a la llamada asociándola con comida, como al famoso perro de Pávlov. Cada vez que se las alimentaba, se silbaba, como una especie de gong que anunciaba la cena. Así que entonces, mientras me acercaba furtivamente a aquellos ojos fieros y desconfiados, la halconera reverberaba día tras día con esta dulce melodía de las tierras altas. Acabé por odiarla, pero no tanto como habría odiado cualquier otra cosa. Además, la silbaba de forma tan triste que siempre había un ligero aliciente en tratar de dar las notas correctas.

       Lunes

      Gos tenía en general una expresión pesimista e inquieta, una característica de la mayoría de los depredadores. Nosotros somos pugnaces debido a nuestro complejo de inferioridad. Incluso la boca irónica del lucio tiene un aire depresivo.

      El día fue probablemente uno más en el adiestramiento de un azor, pero la mayoría de los azoreros tenían mejor carácter. Hacía ahora casi una semana que le había dedicado la mayoría de mi tiempo y mi pensamiento, hacía varios días que había empezado a posarse con bastante regularidad en el guante, y esa mañana lo había llevado conmigo durante cuatro horas; así que no fue gratificante que la extraordinaria criatura se debatiera para alejarse de mí en cuanto entré a las dos y cuarto. Me senté durante diez minutos a aproximadamente un metro de su percha, hablándole y silbando, sosteniendo un pedazo de hígado. Solo se debatía de forma distraída, así que fui a por él; y entonces se debatió de verdad, como si nunca me hubiese visto antes. Tuvo lugar una escena en la que al menos el amo se comportó bien, y por fin pude sentarme con él en el guante e intentar darle de comer. No quiso la comida. Ni las caricias, ni las ofrendas, ni las burlas surtieron efecto alguno. Me dije a mí mismo que entonces iríamos a pasear y ya comería a la vuelta; pero en el momento en que el hombre se levantó, con infinito cuidado, moviendo articulación a articulación, el pájaro empezó a comportarse como un lunático. Y lo era, ciertamente; quizá no de forma certificable,

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