El azor. T. H. White
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El azor - T. H. White страница 8
Entonces empecé yo también a perder la calma. La semana de trabajo incesante, el miedo que siempre había estado ahí a que enfermara (de los calambres que habían matado al gavilán niego de aquel chico, de caquexia, de vértigo o de cualquier otra enfermedad terrible y de nombre curioso de las que hablaban los libros), la culminación también de la tensión nerviosa de tres noches de guardia; fue demasiado. Probablemente mi mente insondable había tendido en primer lugar al mal humor aquel día, y sin duda, puede que eso hubiese sido la causa del estado de ánimo de Gos. Los azores leían la mente, como los setters irlandeses, y la furia era contagiosa entre corazones inconscientes. Sea como fuere, mi autocontrol empezó a desaparecer. Perdí los papeles hasta el punto en que se permitiría perderlos aquel que remotamente sueñe con autodenominarse azorero; es decir, dejé de ayudarlo a subir al guante en medio de una debatida.
Cuando el azor intenta escapar, y queda en peligro de permanecer colgando boca abajo, puedes ayudarlo a subir de nuevo al guante con un ligero giro de muñeca mientras todavía está batiendo las alas. Yo no lo hice. Con el corazón furioso, pensé: «De acuerdo, debátete, sucio desgraciado». Gos subió por las pihuelas, de peor humor que antes, pero solo para volver a debatirse. Ahora viene el pecado contra el Espíritu Santo. Después de otra media docena de debatidas, en una ráfaga casi continua, incliné la mano en contra de sus esfuerzos por trepar las pihuelas. A veces una rapaz cae y queda colgando pasivamente, con la cabeza ladeada observando el suelo mientras gira en círculos lentamente, y entonces es razonable dejarla así por un momento, mientras recuperas fuerzas, desenrollas la lonja o las pihuelas, y le das tiempo para calmarse. Este no fue el caso. Gos trataba de volverse a colocar, y era capaz de hacerlo, cuando frustré sus planes definitivamente retorciendo las tiras de cuero con la mano. Nuestros dos mundos eran bastante oscuros.
En un segundo terminó el ataque. Gos, con la boca abierta y la lengua fuera, jadeaba de asombro y me miraba fijamente de forma febril, y yo, con la misma fiebre (exacerbada por un sentimiento de culpa, ya que había estado en peligro de deshacer todo mi trabajo en un momento, por el loco impulso de tirar piedras sobre mi propio tejado), me quedé mudo de asombro también, invadido por la mayoría de los pecados mortales.
Bueno, pensé, mejor que te quedes en el arco del jardín mientras me repongo; claramente, hoy no podemos estar en mutua compañía.
Un arco era idéntico al arma que ganó la batalla de Agincourt, tanto que era imposible que el primero no se hubiese desarrollado de la segunda. Alguien con gusto por la arquería además de por la cetrería tuvo que haber clavado su arco en el suelo para que se posara su rapaz.
Lo llevé a la percha, mientras montaba un furioso escándalo, y volví a la halconera con una sierra, para hacer una modificación en la percha portátil para interiores que había colocado de forma que sus aposentos se pudiesen llevar a la cocina cuando lo estuviera manteniendo de guardia. Esta percha, que había construido de forma espontánea, estaba hecha a partir de una caja de té. Era tal que así:
Había cortado dos de los lados, de forma que si el azor estaba sentado en la percha las plumas caudales no tuvieran problemas con estos. Los otros dos estaban demasiado separados para interferir. Había una piedra pesada en medio para prevenir la posibilidad de que volcase cuando empezara a debatirse. Probablemente fuese una percha ineficiente, pero era portátil y la había inventado yo. Otro mérito era que era muy adecuada para aquellos que tuviesen cajas de té.
Para cuando hube terminado las modificaciones ya había recobrado el gobierno oficial de mi alma y podía pensar con claridad de nuevo. Estaba contento porque había inventado una buena percha. Sentí que podía presentarme frente a Gos otra vez, y volví junto a él sobre el césped de buen humor, ya que me esperaba el Paraíso. Había recobrado mi hombría, mi naturaleza ecuánime, mi actitud afable y filantrópica hacia los ineficientes productos de la evolución que me rodeaban; Gos no.
Se debatió cuando llegué y mientras lo recogía; se debatió durante todo el camino de vuelta a la halconera; se debatió en esta, hasta que le metí un riñón ensangrentado en la boca mientras la abría para maldecir. En veinte minutos, sin pausa, se había comido un hígado entero de conejo y una pata, vorazmente, como si hubiese querido comer durante todo este tiempo, junto con dos o tres pequeños trozos de mis dedos índice y pulgar, con los que había manipulado los jirones rojos y grasientos para que pudiera consumirlos más fácilmente. Bien, me alegraba este triunfo de la paciencia, y equivocadamente pensé que a Gos también. Tenía el pico decorado con pequeños pedacitos de pelaje y cartílago, y era mi tarea retirarlos. Levanté la mano para hacerlo, como lo había hecho sin protesta varias veces desde el miércoles. Se debatió. Lo intenté de nuevo, con cuidado. Se debatió. Una vez más, cautelosamente. Una debatida, peor que las anteriores. Me levanté. Intentó volar hacia su percha, fuera de su alcance. Levanté la mano. Apretó las plumas, hizo sobresalir el buche, dilató los ojos, abrió el pico, resolló un aliento cálido y maloliente, y se debatió. Me calenté y me moví demasiado rápido; al momento hubo una refriega.
En esta ocasión fui imprudente, aunque no hice nada deshonroso para la humanidad. En el fragor de la batalla con las alas, con las que me golpeaba la nariz y me tiraba los cigarrillos de la boca, y que me hacían temer todo el rato que se le rompiesen plumas, me repetía una y otra vez una frase de uno de mis libros: «Nunca debe molestarse a una rapaz después de comer». No obstante, también me veía obligado a pensar que tenía que limpiarle el pico, imponer mi autoridad, no cesar en mi perseverancia, no fuese que después la tomara por debilidad. Temía ceder y que el azor retrocediese en su adiestramiento.
Cinco minutos más tarde, tenía el pico limpio, pero Gos estaba tan furioso que se le salían los ojos de las órbitas. Era una bestia colérica. Cuando se ponía así, era posible calmarlo deslizando la mano sin el guante sobre el buche, el pecho y bajo la barriga. Entonces, con cuatro dedos entre sus patas, podía sostener el corazón palpitante que parecía llenar la totalidad del cuerpo. Hice eso entonces, y durante dos o tres minutos Gos se dejó caer exhausto sobre la mano; después, tras cerrar el pico, girar la cabeza súbitamente, recoger las alas, mover y acomodar las plumas, y colocarse más cómodamente sobre el puño, la inexplicable criatura empezó a irradiar felicidad. Guiñó un ojo como si nada de esto hubiese pasado y pasó el resto del día derrochando una primaveral confianza.
Capítulo II
Martes
Cuando sumergimos la cola del azor en agua hirviendo y fuimos capaces de observarla mejor, descubrimos un hecho doloroso. Gos tenía una banda de estrés. Si a un niego en crecimiento se le priva de la comida necesaria durante uno o dos días, las plumas desarrollan una sección débil durante ese tiempo. Podría recuperar fuerzas, y las plumas podrían continuar alargándose, sanas y fuertes; pero siempre, hasta la muda del año siguiente, la pluma completamente desarrollada estaría atravesada por un tajo semicircular que revelaba la sección débil.
No es que tuviese importancia desde el punto de vista de las apariencias, pero tenía las plumas débiles a lo largo de la banda de estrés, y probablemente se romperían por ella una a una. En el caso de Gos, ya faltaban dos, una de ellas ya de antes de que llegara a casa.
Un pájaro con plumas dañadas es lo mismo que un aeroplano con una estructura defectuosa: a medida que más y más plumas se rompen, el pájaro es cada vez más incapaz de volar de forma eficiente.