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Esta se resolvió de forma exitosa. Pensando en ello de antemano, dado que uno ha de planear improvisadamente cada paso en el adiestramiento de una rapaz, me había guardado el hígado del conejo, una picada, como soborno similar a la mermelada con la que solían darnos la medicina. Le conté al chico mis planes, fui a por Gos y le di la mitad del hígado. Cinco minutos después, dejé pasar al muchacho; esperé a que el azor lo evaluase; me acerqué a Gos tres veces al pecho con la mano izquierda, cada vez más cerca hasta que llegó a tocarlo, y, a la cuarta, le pasé la mano derecha cariñosamente por la espalda y lo sujeté con suavidad y firmeza en un solo movimiento. Mientras le hablaba y lo apretaba de forma que, dado que no podía pelear, no pudiera recordar luego el episodio como un conflicto, le sumergimos las plumas caudales en la cacerola, le cambiamos la pihuela desgastada por una nueva y el trozo de cuerda por una lonja de cuero de verdad, y lo volvimos a poner con dulzura en el guante, sin recuerdo amargo alguno. Inmediatamente, a pesar de que el chico estaba allí, Gos se abalanzó sobre lo que quedaba del hígado y lo engulló como si siempre hubiese comido sobre aquel guante, con la postura recta y las garras asiendo el puño con fuerza, cerniéndose sobre los pedazos sangrientos y desgarrándolos como el águila de Prometeo.
—¡Es precioso! —dijo el chico, con asombro, reverencia y verdadero deseo de tener él uno también.
Jueves
A un cuidador de rapaces de alto vuelo se lo solía llamar halconero; a uno de las de bajo, azorero. El término en inglés, austringer, derivaba de la raíz de ostrich, que significaba «avestruz», el más grande de los pájaros. El adiestramiento de un azor, la rapaz europea de bajo vuelo más grande, podía esperarse que durara alrededor de dos meses. En ese tiempo, una criatura ingobernable habría aprendido a hacer bajo mandato lo que instintivamente hubiese hecho en dos o tres días en estado salvaje. Dos meses era mucho tiempo.
Lo que un azor aprendía en un día rara vez podría apreciarlo nadie que no fuese su amo, pues el proceso requería mucha cautela y delicadeza, y la verdadera dificultad de escribir un libro sobre el tema sería saber qué detalle debía omitirse. Había decidido escribir uno. En el dietario donde anotaba todo sobre el azor, cada comida quedaba registrada de inmediato, detallando la hora y la cantidad, y cada paso, positivo o negativo, se anotaba con el tedio del amor verdadero. Esto debía ahorrársele al lector paciente. Sin embargo, gran parte del interés, si es que había alguno, de un libro sobre cetrería obviamente residiría en esos mismos detalles. Por otro lado, se corría el riesgo de ser didáctico o demasiado técnico, y era una locura pensar que alguien quisiera comprar un libro sobre simples pájaros, sin actrices, ni abrazo en primer plano en el último capítulo. De todas formas, tenía que escribir algún tipo de libro, porque solo tenía a mi nombre cien libras y mi casa del guardabosque me costaba cinco chelines a la semana. Parecía lo más adecuado escribir acerca de aquello que me interesaba.
Mis amigos intelectuales de aquella época, de entreguerras, solían decirme: «¿A santo de qué malgastas tu talento en alimentar pájaros salvajes con conejos muertos?». ¿Era hoy oficio ese para un hombre? Me recordaban con insistencia que era un tipo inteligente, y por tanto debía ser serio. «¡A las armas!», gritaban. «¡Abajo los fascistas, y larga vida al pueblo!» Así, como hemos podido comprobar desde entonces, todo el mundo acabó por tomar las armas y por disparar a la gente.
Era inútil decirles que prefería disparar a conejos que a gente.
¿Pero de qué diantres trataría el libro? Trataría de los esfuerzos de un filósofo de medio pelo que vivía solo en el bosque y que, cansado de la mayoría de los humanos, intentó adiestrar a una persona que no era humana, sino un pájaro. Dichos esfuerzos podrían tener algún valor dado que se enfrentaban continuamente con dificultades que debían resolverse con ingenio, dado que la cetrería era un deporte tradicional aunque en declive y dado que todo el asunto era inefablemente difícil. Había dos hombres a quienes conocía por correspondencia a los que podía pedir consejo. Tenían sus propias ocupaciones y quizá tardaran quince días en responder a una carta. Con la ayuda de sus respuestas y de tres libros, me disponía a tratar de reconquistar un territorio sobre el cual los contemporáneos de Chaucer habían divagado libremente.
Abajo los conejos, pues, y larga vida al pueblo. Si mis lectores querían ir de tranquila excursión por el campo y por el pasado, que así fuera; si no, bueno, al menos no dispararía a aquellos que no me leyeran.
Lunes, martes y miércoles
Tendría que empezar por el sueño. Tuvo que haber muchos miles de personas vivas por aquel entonces que no hubieran dormido durante tres días y tres noches, debido a la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, la cuestión era que el azorero, dado que iba a la batalla con el séquito de Guillermo, se había acostumbrado a realizar esta hazaña durante tres noches cada vez que adquiría un pasajero. Hombre contra pájaro, con Dios como árbitro; ambos se habían aguantado durante tres mil años. Si el azorero estaba casado o tenía ayudantes, sin duda habría sido fácil hacer trampas en el gran combate. Habría hecho la guardia a ratos, mientras otro continuaba la batalla. Pero si estaba soltero, si era pobre y no tenía ayuda, entonces él solo habría agotado la resistencia del rey de los pájaros, enfrentándola con la de un sirviente entre los hombres.
Desde aquella mañana de lunes hasta las cuatro de la mañana del jueves, dormí irregularmente seis horas y media. Era agradable. Hacer guardia con la rapaz, triunfar sobre ella, hombre contra hombre (por decirlo de algún modo), las experiencias extremadamente bellas de la noche que se le niegan a un porcentaje tan alto de la civilización, el sentimiento de triunfante resistencia que surge de tantos infiernos en los que se desea dormir, la cansada alegría con la que se iban anotando las sucesivas capitulaciones del enemigo una tras otra: estas eran las cosas que, anotadas en su día respectivo, debía tratar de recordar.
Sería mejor dejarlas como el revoltijo al que la codicia por dormir las había reducido, simplemente aportando coherencia a ese laberinto de entradas casi sonámbulas del dietario, escritas de forma desordenada con una mano mientras el azor estaba posado en la otra. Eran un grito desde el infierno, pero de los condenados triunfantes y contentos. «Si puedes aguantar la incomodidad de trasnochar con ella durante tres noches», decía mi autoridad, Gilbert Blaine, «se puede domesticar a la rapaz en tres días». ¡Meiosis magnífica! ¡Mártir invencible de la noble ciencia!
Había dos lugares: uno era una cocina pequeña, con un fuego y un sillón, y el otro, el granero iluminado por la lámpara. El viento entraba a través de las rendijas del entablado de un lado y salía por el otro a través de la celosía a la noche que la lámpara tornaba negra. Unos cuantos palos, botellas, ladrillos rotos, telas de araña y parte de un horno oxidado adornaban el interior propio de un cuadro de Rembrandt. Esta era la cámara de torturas, la mazmorra medieval en la que se iba a atormentar al saqueador. Se sentía uno como si fuese un verdugo, como si la máscara negra tuviera que haberle ocultado el rostro, mientras trabajaba a la tenue luz de una mecha solo entre los chillidos de su víctima. Como una liebre, como un niño agonizante, como un enloquecido cautivo de los horrores de la Bastilla, Gos gritaba mientras se debatía y colgaba retorciéndose boca abajo sin parar de chillar. Y de pronto, súbitamente, apareció un búho fuera. Los gritos obtuvieron respuesta. «A moi! A moi! Aiuta! Hilfe!», gritaba Gos, y el búho respondía: «¡Ya va! ¡Ya va! ¡Sé fuerte, vamos en tu ayuda, resiste!». Era espeluznante, casi aterrador, encontrarse en medio del intercambio de chillidos del mártir y su compatriota, en la mazmorra silenciosa y víctima de la noche.
El dietario contiene escenas olvidadas. Estaba el hombre balanceándose lentamente