Demografía zombi. Andreu Domingo
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Demografía zombi - Andreu Domingo страница 4
El geógrafo Ash Amin20 clasificó ese proceso operado durante la primera década del siglo xxi como el desplazamiento de la «prevención» a la «resiliencia». Entendiendo por resiliencia la capacidad de un individuo, población o sistema complejo de resistir o volver a un nuevo equilibrio tras el impacto de un fenómeno de carácter catastrófico que lo pone a prueba. De este modo, en vez de situarnos en la economía del bienestar que perseguía el progreso económico y la redistribución equitativa de sus beneficios y costes, tal y como propugnaba Ulrich Beck, la nueva lógica neoliberal considera las poblaciones y los individuos desde el punto de vista más estrecho de su contribución a la competencia mundial y de su coste. Se pasa de la lucha por la reducción de la vulnerabilidad a una muy distinta que pretende crear o aumentar la resiliencia. No es lo mismo, ya que ni las intervenciones ni las poblaciones a las que se dirigen son necesariamente las mismas. Ese discurso que se apropia de tradiciones políticas completamente opuestas, tanto en la definición de la «sociedad del riesgo», como de la idea de «resiliencia», ahonda en la línea de la desregularización iniciada con la crisis de 1973, pero llevando mucho más allá los mecanismos a través de los cuales los sujetos asumen ese nuevo horizonte. La primacía de la «resiliencia» implica que el peso de la carga del riesgo se deposita casi exclusivamente en el plato de la balanza del individuo, ratificando el paso del sistema del wellfaire al del workfaire. Un sistema en el que el sector público tiene por misión dotar al trabajador de las herramientas necesarias para que sea él, y bajo su única responsabilidad, el que haga frente a las crisis y gestione su carrera, sus riesgos y su seguridad económica.21 La idea de resiliencia incluye en definitiva la asunción de la co-producción de bienestar y seguridad, que está implícita en la contractualización de la relación entre el demandante de recursos y quien los suministra, como sugirió Robert Castel.22 En la sombra quedaría el desarrollo del «puño de hierro» del Estado penal, que tiene por misión compensatoria contener el desajuste que introduce la difusión de la inseguridad social, como advierte Loïc Wacquard,23 así como la maleabilidad del individuo frente a los poderes estructurados, según infiere Laura Bazzicalupo,24 a propósito de la industria farmacéutica, por ejemplo.
A la aceptación de ese desplazamiento de la prevención a la resiliencia habría contribuido la sucesión de fenómenos naturales y sociales captados como catástrofes, empezando por los ataques terroristas (en Nueva York el 11 de septiembre de 2001; en Madrid el 2004 y en Londres el 2005), catástrofes naturales (tsunami que arrasó las costas del sudeste asiático en diciembre de 2004, el huracán Katrina en agosto de 2005 en Nueva Orleans, la erupción del volcán islandés de abril de 2010, y la crisis nuclear provocada por el azote del litoral japonés de un tsunami en marzo de 2011), a las que podríamos añadir los brotes de gripe aviar entre 2004 y 2006, juntamente con los efectos de la crisis del sistema financiero con la caída de Lehman Brothers en 2008. Los períodos de crisis en sí mismos son conceptualizados como una oportunidad para introducir y profundizar en las políticas desreguladoras y de privatización, cuya meta es convertir los servicios del Estado en un yacimiento para el capital, dando un nuevo sentido al concepto de Schumpeter sobre «la destrucción creativa» del capitalismo —volveremos sobre ello en el próximo capítulo—. Es el proceso que Naomi Klein25 ha llamado doctrina del Shock, y que fue perfeccionándose desde el laboratorio que significó el programa económico aplicado por la dictadura pinochetista en los años setenta del siglo xx inspirado por Milton Friedman y la Escuela Económica de Chicago, a la aplicación de políticas de «ajuste estructural» en la Unión Europea, defendida por el Fondo Monetario Internacional, siguiendo esa doctrina.
La amenazante ascensión de la catástrofe
Ante la multiplicación de los riesgos y asumiendo su corta predictibilidad, la nueva perspectiva los reconoce como inevitables, otorgándoles su carácter de catástrofe, adoptando estrategias de minimización y mitigación en vez de prevención y evitación. La «seguridad» sigue, en cambio, apareciendo como eje vertebrador del discurso. A diferencia del riesgo, la catástrofe no puede ser ni prevenida, ni neutralizada o contenida, introduciendo una nueva aproximación al tema de la seguridad. ¿Cómo actuar ante lo imprevisible, ante lo que no sabemos que desconocemos? El paso del desastre a la catástrofe es un marcador de intensidad, pero al mismo tiempo del tratamiento que va a recibir de «la escenificación política» necesaria en la conceptualización del riesgo. Introduce la idea de discontinuidad, a la vez que se sitúa en el límite de nuestro conocimiento. La ignorancia de lo desconocido se ha convertido en un campo de intervención sobre la seguridad diferente del suscitado por el simple riesgo. La planificación de emergencias en el sector privado, y su infiltración progresiva en el público, ha conllevado una normalización de la imaginación del futuro ligada a los inesperados eventos catastróficos. La proliferación de cinematografía catastrofista durante el presente milenio ha ido en paralelo a la aparición y profesionalización del técnico especializado en detección de lo inesperado. En el fondo, la ascendente centralidad de la catástrofe en el imaginario social estaría dando cuenta de la construcción de un régimen anticipatorio de organización social que implica un cambio en la gobernabilidad,26de una naturaleza similar a como actúa la distopía: urgiendo a intervenir en el presente por lo que aún no ha sucedido, pero que podría suceder.
Ese auge de la catástrofe en el nuevo milenio —relacionado con la propia conceptualización y tratamiento de los eventos susceptibles de pasar de «desastre» a «catástrofe»— explica, en parte, también el nacimiento del llamado «capitalismo de la catástrofe», donde las crisis ya no son solo períodos de oportunidades para avanzar en la privatización y enriquecerse a costa del erario público, sino que son utilizadas como períodos que permiten la imposición de estados de excepción en los que se despliegan las políticas más impopulares en nombre de la nación, sin necesidad de referendo democrático (sin buscar el consenso ni el asentimiento de la población que los va a sufrir). De ahí a provocar las crisis para obtener ese estado de excepción va un terrible paso, que se ha dado con la intervención bélica en Irak, por ejemplo. El capitalismo del desastre sueña con el apocalipsis para hacer borrón y cuenta nueva del Estado e imponer la utopía neoliberal de un mercado autorregulado como principio de la sociedad.27 Los escenarios postapocalípticos, llamados escenarios de reconstrucción, serán sus paisajes preferidos, trátese del litoral de Sri Lanka o Indonesia después de un tsunami o de las riquezas petrolíferas tras la invasión de Irak.
Pero este nuevo Estado va más allá del oportunismo táctico: el beneficio es la recompensa de encarar la incertidumbre más que el resultado de la gestión del riesgo. Con lo cual, sacar provecho de la catástrofe significa no solo renunciar a la gestión del riesgo, sino ahondar en la incertidumbre apostando por lo peor, por la caída. Arjun Appadurai28 ve en prácticas como «la venta en corto» que encontramos en la raíz de la crisis económica de 2008, una de las muestras ejemplares de esa vuelta de tuerca del neoliberalismo respecto a la catástrofe. El riesgo en sí mismo se transforma en una mercancía especulativa, oponiéndose al concepto de riesgo como la oportunidad de obtener un beneficio a partir de la diferencia entre las expectativas y su cumplimiento real. La extensión de los mercados de derivados constituirían pues, la evidencia de hasta qué punto el propio riesgo resulta ahora el objetivo del capitalismo financiero. Lo pone de relieve el mismo Arjun Appadurai:
Todos nos hemos convertido en trabajadores, desde el momento en