Masculinidades, familias y comunidades afectivas. María del Rocío Enríquez Rosas

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Masculinidades, familias y comunidades afectivas - María del Rocío Enríquez Rosas

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como intervienen en estos procesos, en marcos de desigualdad de todo orden, las simbolizaciones misóginas que se articulan con la práctica mixta de las emociones y sentimientos.

      La delegación de las responsabilidades en las mujeres por los desaciertos, fallas, errores y desconocimientos que los hombres han tenido en sus relaciones amorosas se justifican en cantos por el proceder de que usted sea la culpable de todas mis angustias y todos mis quebrantos, de haber llenado de dulces inquietudes y amargos desencantos mi propuesta de amor, la cual me sitúa como esclavo de los ojos y el juguete del amor, al jugar con los sentimientos que, en la implicación de las relaciones amorosas, es el capital más preciado en la oferta del amor, por lo que su desprecio, desespera, enloquece y hasta la vida pudiera darse por poseer a esa mujer. Si bien desde la cultura patriarcal del grupo juramentado es posible que los hombres, debido a los aconteceres de la traición femenina, a veces nos doblamos, se espera y exige que no nos quebremos, debido al cúmulo de consecuencias socioculturales de género que ello implica para el grupo juramentado, ya que ser esclavo es para quien vive en la opresión genérica del mundo femenino y le sitúa sentimentalmente en el cautiverio del amor.

      Como se planteó, por condición de género la creatividad es de los hombres, el don de mando, la gobernabilidad sobre las personas, la producción y trasformación del mundo, por ello, sus emociones y sentimientos se enmarcan en estos principios políticos de género. Esto comprende que aquellos sean considerados como responsables principales de producir, crear y trasformar el mundo, por lo que su implicación afectiva tiene como punto central garantizar la materialización de estos mandatos. Desde este ubi patriarcal, las expresiones amorosas, su sentido y representación de los hombres, les brinda el derecho de ser atendidos y correspondidos, principalmente por las mujeres, en proporción al esfuerzo realizado para lograr tales cometidos. De ahí que vivir en emoción sea parte de la experiencia amorosa de los hombres como crean y trasforman el mundo.

      Si esto no sucede, y en las distracciones que comprende para los hombres implicarse en un verdadero enamoramiento, estos poseen las facultades sociopolíticas para culpabilizarlas por esos momentos de fragilidad que implican el amor y que los pone en una situación de vulnerabilidad. Si, como plantea Le Breton (1999), las emociones y los sentimientos se incluyen de forma dialéctica, nacen de la relación con un objeto y de la definición que hacen los sujetos de su participación con ese objeto, esta participación es evaluada a partir del repertorio cultural, la mezcla de relaciones generadas y los valores que se definen en torno a ellas, los hombres aprenden a decantar sus responsabilidades menores (como puede ser la atención a las otras) en las mujeres con las que mantienen algún vínculo emocional y sentimental. Ello implica que la situación de vulnerabilidad que los comprende tiene en las declaratorias de amor, como son no jugar con las penas ni con los sentimientos que resultan desesperanzadores por vencer el miedo de besarla a usted, sean significadas de forma positiva, comprensiva y compasiva.

      Esta designación de la culpabilidad contra las mujeres como responsables de merecer el desamor masculino, tiene que ver con lo que señala Amorós (2005), en el sentido de que los hombres, como parte de la conformación y constitución de su condición genérica, viven ritualidades de desmadramiento con los que se garantiza la obligatoriedad de la ruptura con el mundo femenino, en su doble acepción: por una parte, desvincularse de todo lo que define, comprende, significa y simboliza el mundo de las mujeres y lo femenino, por haber nacido de una mujer; y por otra, negarle su condición de humana y sujeto social, susceptible de ser comparada con el paradigma Hombre.

      El mito explicativo de que el proceso del amor, las emociones y los sentimientos que lo intersectan, sus implicaciones socioculturales y psicológicas para las personas que los experimentan, necesariamente pasan por algunas etapas que, para acceder a él y merecérselo, tiene que vivirse dosificado (de lo bueno poco), con dolor (prueba fehaciente de haberlo ganado y de la sinceridad de sentirlo realmente) y en la traición (comportamiento amoroso, concebido como natural y esencialista), que se mandata y desea vivan aquellas mujeres cuya práctica de su sexualidad corresponde a un proceder y reputación dudosas, y aquellos hombres cuyas condiciones socioeconómicas y estéticas de prestigio les proporciona una incontinencia natural de conquista múltiple y trato misógino por las mujeres.

      Por ello, para los hombres, la experiencia del amor y desamor comprende poner en práctica atributos de género, como son la hombría y la virilidad que les permite asumir las debilidades, traiciones, desencantos, infidelidades, tristezas, como fortalezas de madurez caballeresca. Así, quien perdona a un amor traicionero, sobre todo cuando se valora que para merecer el amor verdadero el dolor significa su sinceridad, no es una cobardía, por lo que la realidad existencial del amor y desamor está trasversalizada de heridas y suturas de encuentros emocionales y sentimentales contradictorios. De ahí que se conciba que todas las mujeres —aun las más bellas—, incluyendo a una de las figuras centrales en la vida de los hombres, como la Madre, por principio de desigualdad y discriminación genérica, son traidoras y al hombre más valiente lo hace cobarde, lo cual exacerba la misoginia al situarla en el olvido, al arrancarla de la existencia filosófica masculina —fuera del alma— en ese doble proceso edípico del desmadramiento. Por ello, la traición es un acto deplorable de las mujeres porque atenta con la nobleza de los hombres, y contra uno de los atributos más preciados en las estructuras de prestigio masculino: la valentía, por lo que ser cobarde no es de hombres, aunque la ocasión lo amerite.

      Lo anterior comprende que, para la condición genérica, la situación vital de los hombres y las estructuras sociales de prestigio que las sustentan, el orden emocional y sentimental masculinos, tengan que hacer uso de las fuerzas internas más significativas del ser, como son la comprensión del perdón, su acompañamiento exteriorizado mediante el llanto, lo cual lo exenta de la vergüenza para afrontar y reubicar, en el orden del parentesco, a la madre, quien por ser una dadora de la vida hace uso indiscriminado de esa belleza, sociocultural y genéricamente impuesta, de bondad, sacrificio y estética, con la que puede, desde la valoración de los más altos niveles de moral conservadora, traicionar y hacer cobarde al más valiente de los hombres en nombre del amor.

      Como respuesta al dolor, el desprestigio, la incredulidad, la vergüenza y el malestar a este tipo de comportamiento de las mujeres, los hombres, en un acto de venganza, violencia y misoginia, las transaccionan desde el cautiverio, en un intercambio dicotómico (y, por tanto, jerárquico) de valoración / desvaloración; prestigio / desprestigio; moral / inmoral; calificación / descalificación de quienes merecen ser amadas / odiadas. Esta es una de las expresiones del poder político de dominio de los hombres que, desde el grupo juramentado los define como sujetos de género centrales de la práctica mixta emocional y sentimental, por lo que la traición de la mujer que se ama se castiga manteniéndola en el lugar más seguro de su negación: el cautiverio del amor / desamor.

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