Pensadores de la nueva izquierda. Roger Scruton
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En uno y en otro lado expresa su teoría en términos cuasi-religiosos. «La ley es una actitud “protestante”», afirma. Al decir esto no menciona que la Common Law ha estado también vigente durante la época del papismo y ha contado con la sanción explícita del Derecho Canónico de la Iglesia. Su interés es defender de nuevo las causas a las que se refirió en Los derechos en serio, de forma que para él la ley es un arma en manos del disidente. «Nosotros», señala «que pertenecemos a una singular tradición jurídica que es “nuestra”», suscribimos una moralidad extremadamente individualista, que se basa en los derechos de los individuos frente a la autoridad del poder soberano y que es, de principio a fin, “política” en su fuerza de aplicación. La “moralidad política” define la comunidad a la que todos supuestamente pertenecemos. Frente a un adversario que cree que nosotros no somos en absoluto lectores de New York Review of Books, como hemos visto, Dworkin es reacio a admitir que los derechos individuales puedan estar por encima de las políticas liberales implícitas en ellos. Pero quiere mantener como objetivo de la ley la defensa de los derechos y la responsabilidad reconciliadas dentro de una comunidad y, por tanto, asegurar la identidad de esa comunidad a lo largo del tiempo, de la misma manera que cada individuo asegura su identidad en el tiempo asumiendo su responsabilidad por sus acciones del pasado y del futuro.
Dworkin compara, con un analogía rara y engañosa, la ley con una “novela en cadena”, es decir, escrita por varios autores, pero con el propósito de escribir una única y coherente obra de arte. Al seguir un precedente el juez, de un lado, interpreta lo anterior, pero también contribuye a cambiar el contexto de interpretación. Su obligación es esforzarse por encarnar y continuar la “integridad de la ley”: en otras palabras, por defender los derechos y las responsabilidades consagrados en la ley por la comunidad. La integridad de la ley es, al final, el mismo fenómeno que la personalidad de la comunidad a la que sirve.
Tras resumir su teoría tal como yo la he entendido, la expondré ahora con mis palabras. Como sabemos, la ley no es un conjunto de normas sino una tradición, y su significado no depende de los resultados que depare, sino de su sentido, que alcanzamos mediante la interpretación. La ley expresa también una personalidad corporativa, que es la de la comunidad política. La ley consagra derechos, responsabilidades y -añadamos, aunque propiamente Dworkin no lo hace- deberes, y permite que se transmitan de generación en generación.
El proceso judicial exige instituciones específicas, por ejemplo, independencia, y la recopilación autorizada de decisiones pasadas. Pero depende sobre todo de un cierto espíritu nacido de la lealtad compartida de la comunidad. Esta lealtad no surge de un contrato, ni es universal, sino que se basa en el reconocimiento de un destino común, que une a las personas bajo un mismo un Estado-nación.
Si vuelvo a repetir que esta concepción de la ley ha sido ya defendida por el conservadurismo político, no es para restar originalidad a Dworkin, ya que él llega a ellas gracias a su peculiar y brillante intelecto. Es, sobre todo, para llamar la atención sobre la forma en que soslaya toda tradición de pensamiento distinta a la jurisprudencia americana y la filosofía analítica. Habría ahorrado muchos problemas a sus lectores si hubiera considerado hasta qué punto sus tesis fueron anticipadas ya por Burke, Hegel y De Maistre. Y aunque esto hubiera implicado renunciar a algunas de sus ideas más queridas —las propias del liberal ilustrado, al que todavía hay que convencer de que existe el conservadurismo intelectual—, le habría obligado a enfrentarse a la enorme contraposición que existe entre su reivindicación de “nuestra” tradición legal y su combativa defensa de causas que, como la discriminación positiva, hoy intentan destruirla.
El “nosotros” al que apela Dworkin hace referencia a todos los liberales anglófilos, pero no incluye a los americanos que no viven en ciudades de la costa. Como ya he señalado, sus ejemplos proceden de ley inglesa y americana, y los analiza a la luz de los principios del Common Law, es decir, teniendo en cuenta el precedente y el stare decisis (aunque sin referirse a la importante diferencia que existe entre la Common Law y la equidad). Pero los sistemas legales de la mayor parte del mundo no se basan, al menos explícitamente, en estos principios. Muchos de los sistemas legales de los países europeos se basan en el Código de Napoleón, en el que expresamente se rechaza la doctrina del precedente tal y como se aplica por los tribunales ingleses. Pero también en ellos rige la ley, y hay un sistema de apelaciones establecido para proteger los derechos individuales (aunque quizá estos no sean los mismos derechos que reconoce el sistema de la Common Law).
Y es en este punto en el que se percibe la gran debilidad del razonamiento de Dworkin. Razona como abogado y se sirve de cualquier estrategia que le sea útil, pero no como filósofo, que tiene la mirada puesta en la ley universal. Dworkin no menciona nunca el Código de Napoleón, ni tampoco los sistemas legales que se han conformado según este modelo. No se refiere al derecho romano, aunque en su cuerpo doctrinal cuenta con interesantes mecanismos para solventar los casos difíciles apelando a principios. Ni al derecho canónico, la base de los sistemas de justicia penal. Por no hablar de la ley islámica, que cuenta con una propia y especial teoría de la interpretación y de la independencia judicial, aunque en ella el sentido de la ley ha sido ya establecido para siempre por el profeta. Y, claro está, tampoco menciona nunca el derecho comunista, el sistema de la “legalidad socialista” dispuesto por Stalin, que no tenía precedentes vinculantes, ni recopilaba las sentencias ni reconocía la independencia judicial. ¿Por qué tampoco alude al Derecho Internacional, el derecho más problemático? ¿Son todos estos ejemplos casos anormales de Derecho?
Si hubiera al menos tenido en cuenta alguno de esos otros sistemas, se habría visto obligado a reconocer que ese “nosotros” del que habla es más reducido de lo que se imagina, y que es necesario elaborar una teoría más amplia, con conceptos más ricos y menos dependientes de esos escasos ejemplos unilaterales que su teoría nos depara. Pero también sirve para mostrar que su concepción de la interpretación no es una auténtica filosofía del Derecho, sino un medio de defensa que le permite confiscar la Constitución americana y alejarla de la mano de sus fieles conservadores. Más allá de su dictamen de abogado, es imposible saber cómo se debería aplicar su teoría ni sus verdaderas implicaciones.
Ante la necesidad de elaborar una teoría del derecho que sea más que una simple defensa, un conservador no podría estar de acuerdo con una concepción de la interpretación que la liga a un contexto histórico determinado y expresamente diseñado para sancionar la “moralidad política” de Ronald Dworkin. A mi juicio, el conservador debería comenzar su teoría con un concepto que está ausente en Dworkin: el de soberanía. Esta es el poder que legítimamente puede reclamar obediencia. Para los conservadores, como para Hobbes, Hegel o De Maistre, que se han asomado al abismo, la soberanía es la condición sine qua non del orden legal y lo que posibilita las relaciones pacíficas y consensuadas. Ni el terrorismo, ni el gobierno totalitario, su forma institucionalizada, son posibilidades en el imperio ideado por Dworkin. El hombre dworkiano es una criatura que ya con toda seguridad cumple la ley y está protegida de las coacciones más indeseadas por juristas con ingenio. Su “moralidad política” está compuesta casi solo por derechos y pretensiones, y hay poco espacio para el deber y la obediencia. Cuando hay que luchar por su país, puede ampararse en la cláusula de la desobediencia civil. Cuando los conservadores intentan imponer su moralidad opresiva en temas relacionados con la sexualidad o el aborto, puede fácilmente descubrir que tiene derecho a todo lo que desee hacer, interpretado con referencia a la Constitución por los serviciales jueces liberales.
Pero, al fin y al cabo, ¿qué significa interpretar? Afirmar que su objetivo es ofrecer la mejor lectura es decir muy poco. No descubrimos lo que es el fútbol señalando que su objetivo es jugar bien. Es necesario una teoría más concreta y matizada sobre lo que significa “mejor”. Dworkin, como H. G. Gadamer (a quien se refiere en un pasaje importante) toma muchos ejemplos del lenguaje[47]. Y, en efecto, es verdad que el lenguaje nos ofrece un ejemplo clave para comprender lo que significa. Pero ¿cuál es la mejor forma de interpretar las palabras de otro? No es necesariamente la interpretación que la hace verdadera, útil o compatible con lo que