Pensadores de la nueva izquierda. Roger Scruton
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De Bentham a Austin, de Kelsen a Hart, la jurisprudencia académica ha estado dominada por una especie u otra de “positivismo legal”[26], cuyas tesis fundamentales Dworkin resume de la siguiente manera: primero, la ley se diferencia de otros estándares sociales por su conformidad o adecuación a una determinada “regla maestra”, por ejemplo, la que indica que lo que prescribe la reina o el parlamento tiene fuerza de ley. Segundo, las dificultades o indeterminaciones de la ley las resuelve “discrecionalmente” el juez pues no existen respuestas verdaderas a cuestiones legales independientes. Y, finalmente, en tercer lugar, hay obligación legal cuando, y solo cuando, existe un Estado de Derecho capaz de imponerla coactivamente.
Tomados conjuntamente, estos tres principios definen la ley como una norma impositiva, sin más límites que los exigidos por la coherencia, promulgada por una autoridad suprema y soberana para regular la conducta social. El proceso depende de la subsunción; primero está la ley, después los hechos y, por último, la aplicación de aquella a estos. A juicio de Dworkin, esta concepción es errónea, al igual que los principios en los que se sustenta. El sistema jurídico no requiere de una “regla maestra”, pero es que además tampoco es suficiente con ella. No es necesario porque la ley puede nacer, como ocurre en nuestro propio sistema anglosajón, exclusivamente del razonamiento judicial, que tiene en cuenta primariamente el precedente y su “fuerza gravitacional”. Pero tampoco resulta suficiente porque un legislador supremo solo puede promulgar leyes si hay tribunales que las apliquen; además los jueces han de aplicar, para resolver los casos, principios que no se derivan de la “regla maestra”.
Como explica Dworkin, los principios son más duraderos que las reglas, y son decisivos para determinar la naturaleza del sistema jurídico. Sin ellos, el proceso sería imposible o estaría repleto de lagunas inaceptables. La existencia de los principios queda probada en los llamados “casos difíciles”, es decir, en aquellos casos en que el juez debe determinar los derechos y obligaciones de las partes sin que exista una ley que explícitamente los determine. En esos casos el proceso no depende de la “discrecionalidad” del juez, sino de su esfuerzo por descubrir los derechos y deberes de las partes: así al menos ha de suponerlo el juez, si ha de ejercer sus poderes jurisdiccionales. Los jueces no pueden pensar que están creando o inventando derechos y obligaciones, ni que juzgan discrecionalmente, en contra de lo que hacen en la resolución habitual de los casos. Esos principios (como, por ejemplo, el de que nadie podía beneficiarse de su propio error) son criterios permanentes del proceso judicial y se recurre también a ellos cuando hay jurisprudencia disponible o no son, propiamente, casos difíciles.
A juicio de Dworkin, estas reflexiones servirían para mostrar que las teorías de la “regla maestra” y de la “discrecionalidad judicial” constituyen simplemente mitos. La inevitabilidad de los casos difíciles refutaría el tercer principio del positivismo legal, es decir, el que afirma que las obligaciones son creadas por normas legales preexistentes. En los casos difíciles la ley no se aplica, sino que se descubre. Y es este proceso de descubrimiento el que determina la estructura, tanto de la Common Law como de la Equidad. Es, asimismo, la base sobre la que se ha configurado el derecho inglés y el americano.
Se podría añadir que ningún sistema de leyes y decretos es un sistema jurídico hasta que se aplican por tribunales imparciales y siguiendo la preceptiva reglamentación procesal. Los elementos que resultan inseparables del proceso judicial —audiencia a las partes, imparcialidad, publicidad del fallo— son, así, un componente esencial de todo auténtico sistema jurídico, se encuentren o no reconocidos, como ocurre en la ley administrativa inglesa, los llamados “principios de justicia natural”.
La tesis de Dworkin también se puede interpretar como una defensa de la concepción procedimental de la justicia. De acuerdo con esta última, la ley exige un proceso; el proceso, por su parte, exige la aplicación de principios al caso concreto, y se entiende el juicio no como una decisión, sino como un descubrimiento. Y el juicio, finalmente, invita al acuerdo entre las partes y responde a la “fuerza gravitacional” de otros fallos, con los que se pretende estar en sintonía. De acuerdo con esta sugerente interpretación (que es esencial para muchas concepciones políticamente conservadoras), el derecho es “la búsqueda común del juicio correcto”, en el que se resuelven las incesantes disputas humanas apelando a principios que natural e inevitablemente descubre la mente de quienes se encargan de enjuiciarlas imparcialmente.
Dworkin no llega a esta conclusión por un motivo importante. No desea que su lector le tome como el “portavoz de la justicia natural”, sino como el que ofrece la interpretación correcta de la Constitución americana, la interpretación que la obcecación conservadora ha debilitado. Así escribe que:
«Nuestro sistema constitucional descansa sobre una determinada teoría moral, a saber, que los hombres tienen derechos morales en contra del Estado. Las cláusulas difíciles del ‘Bill of Rights”, como las cláusulas de igual protección y de proceso debido, deben ser entendidas como apelaciones a conceptos morales, más bien que como el establecimiento de determinadas concepciones; por consiguiente, un tribunal que asuma la carga de aplicar plenamente tales cláusulas como derecho, debe ser un tribunal activista, en el sentido de que debe estar preparado para formular y resolver cuestiones de moralidad política»[27].
Por decirlo con otras palabras, la Constitución americana autoriza a que el Tribunal Supremo adopte un enfoque “activista”, de modo que puede invalidar libremente la legislación que no resulte conforme con la “moralidad política” de sus miembros. Desde su punto de vista, no sería inconstitucional la sentencia Roe vs. Wade, de 1979, que legalizó el aborto en Estados Unidos, en contra de la decisión de las cámaras legislativas elegidas democráticamente de la mayoría de los estados. En ese caso, no era necesario analizar el contenido del retorcido dictamen del juez Blacmun, que se basaba en el supuesto “derecho a la privacidad” de la Constitución, aunque en ella no existe nada parecido, y que arbitrariamente no reconocía derechos constitucionales a los no nacidos. Era suficiente con que la “moralidad política” del Tribunal Supremo no viera ninguna objeción al aborto, pero sí en su prohibición.
En casi todas las obras de Dworkin es posible hallar esta peculiar defensa del activismo judicial, siempre y cuando los activistas suscriban opiniones políticas liberales. Aunque pretendiera elaborar una teoría general del Derecho, el verdadero interés de Dworkin era la defensa, en nombre de una posición política y con un punto de vista conservador, que la ley es lo más neutral, pero en otros aspectos profundamente opuesta a una neutralidad. Recurre una y otra vez a la Constitución, como si esta fuera el fundamento decisivo de toda decisión legal, ya que la interpretación de la Constitución Americana ha dado lugar a cuatrocientos o más volúmenes de jurisprudencia, que podrían ser leidos como un texto sagrado, con los anteojos de miles de teólogos.
Pero esa condición que el propio Dworkin asume como “sacerdote de la Constitución” era un disfraz muy pobre. En sus primeros artículos se refiere sobre todo a casos de la ley civil inglesa (por ejemplo, Spartan Steel y Alloys Ldt. vs. Martin[28]) o americanos, pero que aplican principios derivados de precedentes ingleses (como Henningsen vs. Bloomfield Motors[29]). No es verdad, entonces, que el proceso judicial, tal y como lo describe Dworkin, proceda de la Constitución de Estados Unidos. De hecho, su razonamiento se deriva de lo que podríamos llamar “procedimentalismo naturalista”, en el que también se fundamenta la defensa que hace el conservadurismo de la justicia de la Common Law. De acuerdo con esta concepción, la ley deriva espontáneamente de