Pensadores de la nueva izquierda. Roger Scruton

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Pensadores de la nueva izquierda - Roger  Scruton Pensamiento Actual

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se apela a ella para reparar un error. Esta concepción se aleja tanto de la de Dworkin que lo que sorprende es que este no busque otras fuentes de inspiración para elaborar su teoría de la ley. Pero él razona como abogado, más que como filósofo: cualquier estrategia que sirva para confundir a su contendiente es útil, siempre y cuando Dworkin pueda emplearla para lograr su objetivo.

      Y su objetivo está claro: defender las causas liberales del momento. Cuando publicó su obra más famosa, Los derechos en serio, la causa era el movimiento por los derechos civiles y la oposición a la guerra de Vietnam. Incluían, pues, la desobediencia civil y la defensa de la discriminación positiva. También era importante por aquella época la liberación sexual, y a medida que se desarrollaba la causa liberal, Dworkin fue incorporando a su programa el feminismo, la defensa del “derecho al aborto” e incluso (para sorpresa de muchas feministas) la pornografía. Por resumirlo de algún modo, si los conservadores se manifestaban en contra de algo, él se empeñaba en defenderlo. Proporcionó fuegos artificiales intelectuales, desdén aristocrático y mofa cosmopolita en copiosas y largas florituras. Y creyó siempre que no era en él sino en su adversario en quien recaía toda la carga de la prueba. Para Dworkin, como para los colaboradores de New York Review of Books en general, la postura de la izquierda liberal era tan obviamente correcta que era cometido del conservador refutarla. Era este quien debía demostrar la existencia de un consenso de valores morales contrario a la pornografía; o que su negativa a reconocer los derechos homosexuales (cualquiera que fuera la forma que adoptaran) no respondía a un “prejuicio”; o, finalmente, que la segregación era constitucional, y no lo era, en cambio, negarse a saludar a la bandera o a servir en el ejército[36].

      Este linchamiento de la conciencia conservadora se lleva hasta extremos insospechados. Dworkin escribe: «Como lo que está en juego son derechos, el problema es (…) si la tolerancia llegaría a destruir la comunidad o a amenazarla con graves daños, y suponer que las pruebas con que contamos avalan tal respuesta como probable o siquiera como concebible me parece, simplemente, descabellado»[37]. Para un conservador, es de sentido común que la constante liberalización, o la permanente reconstrucción del derecho en función de los estilos de vida de la élite de Nueva York, amenaza también a la comunidad. Pero en el esquema de Dworkin se descarta de antemano esta posibilidad. Es desca­bellado suponer que los hechos muestran esta posibilidad; pero también lo es simplemente concebirla. Esta es una opinión sorprendente. La antropología ha demostrado en incontables ocasiones que la imposición de formas de vida urbanas en las sociedades subsaharianas, ha destruido su cohesión. Pero supuestamente parece que es insensato incluso sospechar que la reproducción del estilo de vida neoyorkino en la Georgia rural pudiera tener consecuencias similares.

      En Los derechos en serio, donde Dworkin da a conocer el núcleo de su pensamiento, se analiza el caso de los Chicago Seven; en él, se acusó a siete miembros de grupos de izquierdas de conspirar e incitar disturbios durante una manifestación en contra de la guerra de Vietnam. Para Dworkin era evidente que los Chicago Seven estaban amparados por su derecho constitucional a la libertad de expresión. A continuación, cito lo que afirma de quienes no están de acuerdo con él:

      «Se puede decir que la ley anti-disturbios les deja libertad de expresar sus principios de manera no provocativa, pero así se pasa por alto la conexión señalada entre expresión y dignidad. Un hombre no puede expresarse libremente cuando no puede equiparar su retórica con su agravio, o cuando debe moderar su vuelo para proteger valores que para él no cuentan, en comparación con aquellos que intenta vindicar. Es verdad que algunos opositores políticos hablan de maneras que escandalizan a la mayoría, pero es una arrogancia que la mayoría suponga que los métodos de expresión ortodoxos son las maneras adecuadas de hablar, porque tal suposición constituye una negativa de la igualdad de consideración y respeto. Si el sentido del derecho es proteger la dignidad de los opositores, entonces los juicios referentes a cuál es el discurso apropiado se han de formular teniendo presente la personalidad de los opositores, no la personalidad de la mayoría ‘silenciosa’ para la cual la ley anti-disturbios no representa restricción alguna»[38].

      De lo que dicho por Dworkin, se puede concluir que, a su juicio, el derecho a la libertad de expresión existe para proteger la dignidad de los que disienten. Es sorprendente la conclusión que se sigue: cuando más silenciosas y respetuosas con la ley sean tus actividades, menos puedes protestar contra las provocaciones de aquellos que desprecian tus valores. La voz del disidente es la voz del héroe: la Constitución se diseñó para protegerle y beneficiarle. Pero el razonamiento de Dworkin va un paso más allá y concluye que, «cuando un gobierno se enfrenta con aspereza a la desobediencia civil o hace campaña en contra de la protesta verbal, se puede, por ende, considerar que tales actitudes desmienten su sinceridad».

      Pero es obvio que no quiere en realidad afirmar esto. Imaginemos ahora que los Chicago Seven fueran militantes de derechas y se manifestaran en contra de una causa que no fuera del agrado de Dworkin: por ejemplo, fueran pro-vida o anti-inmigración. Seguramente no se les reconocerían los derechos en consonancia con su grado de indignación, ni su “dignidad” merecería otra respuesta que la cárcel.

      En su análisis de la desobediencia civil, Dworkin se muestra autoritario con los conservadores que la defienden. «Se podría haber argumentado que, si quienes auspician la resistencia al reclutamiento quedan libres de proceso, el número de los que se resisten a incorporarse al ejército irá en aumento; pero no mucho más allá, creo, que el número de los que de todas formas se resistirían»[39]. Cuando se refiere a la Guerra de Vietnam, afirma que se trata de un asunto de conciencia, y que es difícil creer que muchos de los que aconsejaban la resistencia lo hicieran por otro motivo. De ahí se deduce que esta conciencia comprometida, a pesar de hacerlo de un modo absoluto e irreflexivo, con una causa de izquierdas, merece la protección de la ley. Es más: puede desafiar la ley porque «si el problema es tal que afecta derechos políticos o personales fundamentales, y se puede sostener que el Tribunal Supremo ha cometido error, un hombre no excede sus derechos sociales si se niega a aceptar como definitiva esa decisión»[40].

      Dicho de otro modo, para justificar la conciencia liberal basta simplemente con pensar sobre lo que la ley podría o debería ser. La conciencia conservadora no merece ese indulgente tratamiento, sino que siempre se haya sometida a la inflexible carga de la prueba. De ese modo, en el caso de la segregación, la desobediencia civil queda automáticamente desprovista de la legitimidad de la que sí disfrutan las causas liberales: «Si no procesamos al hombre que bloquea la puerta del edificio escolar (…) estamos violando los derechos, reconocidos por la ley, de la niña [negra] a quien impide la entrada. La responsabilidad de la indulgencia no puede llegar hasta ese punto»[41]. A quien no está de acuerdo con Dworkin se le niega incluso el consuelo de pensar que la ley podría ser errónea. Basta con que se reconozca que los negros tienen derecho moral como individuos a no ser segregados. Es evidente que cada recluta tiene derecho, también como individuo, a contar con sus compañeros en el ejército. Pero se nos da entender que este derecho es “menos fundamental”. Además, nadie puede respetar en verdad la personalidad de quien promueve una interpretación segregacionista de sus derechos ya que, «excepto en casos rarísimos, un estudiante blanco prefiere la compañía de otros blancos porque tiene convicciones sociales y políticas racistas o porque desprecia a los negros en cuanto grupo»[42].

      Esta última observación, que en sí supone un rechazo desconsiderado de todo un conjunto de americanos porque supuestamente son racistas, es la premisa de su interpretación de la discriminación positiva. En aquellos días esta era la causa más destacada del liberalismo, y Dworkin se mostró especialmente inteligente en su defensa. Conceder a los individuos de algún colectivo históricamente desfavorecido ventajas sobre otros con mejores cualidades que, a pesar de ello, son excluidos, pone en cuestión la creencia de que existen derechos humanos universales y de que las personas en cuanto individuos son titulares de los mismos. Y Dworkin admite que «los criterios raciales no son necesariamente los estándares correctos para decidir qué aspirantes deben ser aceptados por las facultades de Derecho»[43]. Y resulta seguramente consolador para quienes se preocupan por el racismo saber que los criterios raciales, en un caso así, no son necesariamente

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