Pensadores de la nueva izquierda. Roger Scruton

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Pensadores de la nueva izquierda - Roger  Scruton Pensamiento Actual

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de un “contra-establishment”, con mayor autoridad social que la que puede cosechar el dinero en la clase capitalista. Es así como se debería leer New York Review of Books, cuya despectiva visión de conjunto sobre el desierto cultural americano ha sido un factor importante en la conformación de esa instancia crítica de profesores y periodistas desde los años sesenta: su mensaje es que los capitalistas pueden tener dinero, pero no tiene cabeza.

      Con este mismo espíritu, América cuenta con una relevante tradición de economistas sarcásticos, cultos e ingeniosos, que han analizado el fervor productivo que con tanta generosidad paga su desprecio. El primero que comenzó esa tradición fue Thorstein Veblen que, en su conocido ensayo Teoría de la clase ociosa (1899), encomiaba la utilidad de los vicios de quienes se situaban en las posiciones más altas de la escala social. Su ironía continuaba el estilo de El espíritu de las abejas de Mandeville, pero le daba un giro. El “consumo ostensible” de la “clase ociosa” de Veblen perpetúa la clase ociosa porque recicla y se aprovecha de los beneficios del trabajo de los demás. Veblen no señala ninguna alternativa ni tampoco alude a una sociedad sin clases. Demasiado escéptico para suscribirla y suficientemente lúcido sobre el fraude intelectual que a su juicio era el marxismo, logró mantenerse al margen de la realidad americana, riéndose en silencio de la perfecta simbiosis que mantenía unido al organismo.

      No es alabar poco a J. K. Galbraith decir que fue, en su mejor momento, tan ingenioso y atractivo como Veblen. La astucia sociológica que le faltaba la compensaba con audacia y, como su famoso predecesor, ampliaba constantemente su perspectiva buscando deliberadamente la controversia. Su teoría era global, heredera de esa economía política que habían fundado Smith, Ricardo y Mill. Además, al igual que Veblen, no era un hombre de izquierdas ortodoxo. Pero sus conclusiones y razonamientos empleados para defenderlas fueron de gran importancia en la formulación de la opinión de izquierdas de los sesenta. En aquella época, Galbraith (aunque había nacido y se había criado en Canadá) había sido embajador en la India del presidente Kennedy. Después fue asesor económico de la India, Pakistán y Sri Lanka. Fue nombrado profesor de la cátedra BBC Reithh en 1966 y cuando murió, en 2006, con 98 años, había recibido 50 doctorados honoris causa de universidades de todo el mundo. Podría ser llamado con justicia el crítico más consagrado del estabilishment, rivalizando solo con Edward Said y Ronald Dworkin, pues siempre disfrutó de un importante reconocimiento.

      Galbraith creía que la teoría económica clásica, centrada en el análisis de la competencia, no podía explicar la realidad del “nuevo Estado industrial”, una expresión que acuñó para referirse tanto a las “economías capitalistas” de occidente como a las “economías socialistas” del imperio soviético. A su juicio, la preponderancia que se ha otorgado tradicionalmente a la producción, como criterio del éxito social, económico y político, no era diferente de la ideología, es decir, constituía una creencia que servía para engrasar la maquinaria de la nueva forma de Estado y corromper, al mismo tiempo, sus fuentes de satisfacción.

      Galbraith analizó todo el sistema socio-económico de producción industrial centrándose en hechos a los que, en su opinión, se había dado poca importancia hasta entonces: “oligopolio”, “contrapoder”, organización y centralización de la toma decisiones y disminución constante tanto del ánimo de lucro como de la eficacia de la competencia. Lo que se concluye de todo este análisis —expuesto en muchos libros importantes— es una concepción gradualmente ampliada de la sociedad industrial como un sistema impersonal, controlado por una “tecnoestructura” que tiene un interés personal en la producción. La legitimidad de este sistema depende de la difusión de determinados mitos políticos; en concreto, del mito de la “Guerra Fría”; así la carrera por el armamento y la consecuente sobreproducción tecnológica, que provoca efectos indirectos en la producción del resto de bienes, se encuentran decididas e incrustadas en el propio proceso político. En sí mismos estos mitos derivan de los profundos cambios en las estructuras producidos en el seno de las economías subayacentes al mundo “capitalista”, que se ha distanciado del paradigma empresarial en el que se basaron los análisis de Marx, Marshall, Böhm-Bawerk y Samuelson[3]. Según Galbraith, cada vez es más frecuente que el mercado termine siendo reemplazado como factor determinante de los precios y la producción. A medida que se desarrolla la capacidad de controlar y manipular la demanda, la industria va librándose de las influencias que la coartan. El consumidor se transforma de soberano en súbdito, y las empresas también comienzan a estar sometidas a la dinámica de un proceso autogenerador de planificación que se extiende por todo el sistema industrial y que no tiene más fin que su propia expansión.

      Según Galbraith, en la economía moderna la propiedad y el control se mantienen casi totalmente separados; cada vez con mayor frecuencia quienes toman las decisiones empresariales no son los destinatarios de sus beneficios y tampoco necesariamente responsables de sus acciones. Por otra parte, las condiciones de trabajo están determinadas por fuerzas impersonales que operan a través de la empresa y que deciden las diversas recompensas de quienes la integran: mano de obra, gestores y directivos. En un principio nada impide que las recompensas del trabajador sean superiores a las del gestor. De esta forma y de otras, la preciada idea de la “explotación capitalista” encuentra su némesis, y lo mismo sucede con la concepción marxista de clase. Puede decirse, pues, que en la economía libre contemporánea únicamente existen dos clases: empleados y desempleados. Y ninguna goza del monopolio del poder, porque el proceso político ofrece, a ambas, defensa contra la coerción, y entre ellas hay un grado máximo de movilidad social.

      La economía resultante ilustra lo que Galbraith denomina “contrapoder”. Como él mismo afirma, para comprender la estructura de los beneficios y las recompensas no hay que hacer referencia a la propiedad ni al control, sino a la interacción entre el poder de los productores y el de los “contrapoderes”, que hacen sus propias demandas sobre el producto y negocian por su parte. Esos contrapoderes no son fuerzas del mercado sino fuerzas que esencialmente distorsionan su configuración. Dos de ellas son importantes desde una perspectiva política: los sindicatos, que negocian el precio del trabajo, y los oligopolios de compradores, que negocian el precio del producto. Incluso si su poder es desigual, son esas las fuerzas que determinan, mediante el acuerdo y no por la fuerza, los precios. Si se trata, o no, de un sistema justo de “recompensas”, no se puede saber a priori, tampoco aplicando las teorías marxistas que interpretan las relaciones existentes en la sociedad capitalista como formas encubiertas de coacción.

      El razonamiento de Galbraith obligaría a los socialistas más concienzudos a reconsiderar la posible alternativa al sistema capitalista. En efecto, es bastante cuestionable que el control centralizado de un sistema que se ha librado ya del control capitalista modificara la posición real trabajador. La planificación socialista únicamente sirve para perpetuar el sistema de control existente y para potenciar el anonimato y la falta de responsabilidad por las decisiones. Así señala Galbraith que «el socialismo (…) ha llegado a significar meramente gobierno por socialistas que han aprendido que el socialismo, tal como se entendía antiguamente, es impracticable»[4] Además la concepción socialista, para ser convincente, se refiere a un capitalismo que ya no existe: depende de la imagen de un empresario despiadado, movido solo por el afán de lucro y que ofrece trabajo solo a quienes por necesidad están dispuestos a aceptar el salario que ofrece. El socialismo se ha definido por contraposición a esta imagen y, por tanto, «la desgracia de la socialdemocracia ha sido la desgracia de los capitalistas. Cuando estos dejaron de poseer el control, el socialismo democrático dejó de ser una alternativa»[5].

      Esta explicación resulta evidentemente demasiado simplista. Pero si la concepción de Galbraith es parcialmente correcta, la crítica socialista deja entonces de ser relevante. Y si se tiene en cuenta que la concepción de Galbraith es en esencia la misma que Max Weber, podríamos afirmar que la crítica socialista lleva ya demasiado tiempo siendo irrelevante[6]. Ahora bien, Galbraith suma su peculiar y amplio análisis con una fuerza retórica similar a la que tenía el socialismo clásico. Se dispone a destruir la idea de que la economía capitalista es un sistema de autoequilibrio, y estructurado únicamente por las fuerzas del mercado.

      Galbraith

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