Pensadores de la nueva izquierda. Roger Scruton

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Pensadores de la nueva izquierda - Roger  Scruton Pensamiento Actual

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Eric HOBSBAWM, Sobre la historia (Barcelona, Crítica, 1998), p. 46.

      [3] Gerald A. COHEN, La teoría de la historia de Karl Marx: una defensa (Madrid, Siglo XXI, 1986).

      [4] Eric J. HOBSBAWM, Industria e imperio: una historia económica de Gran Bretaña desde 1750 (Barcelona, Ariel, 1977), p. 79.

      [5] Ibid., p. 86.

      [6] Peter H. LINDERT y Jeffrey G. WILLIAMSON, ‘English Workers’ Living Standard During the Industrial Revolution: A New Look’, Economic History Review 36 (1983): 1—25.

      [7] E. HOBSBAWM, Industria e Imperio, o. c., p. 88.

      [8] Eric HOBSBAWM y Terence RANGER (Eds.) La invención de la tradición (Barcelona, Crítica, 2002).

      [9] Aunque, claro está, en la época de Shakespeare la conciencia nacional se refería a Inglaterra; todavía no se había formulado claramente una identidad “británica”. Linda COLLEY, Britons: Forging the Nation 1707—1837, London, 1992.

      [10] Sir Edward Coke, Institutes of the Lawes of England, 1628—1644; A. V. DICEY, Introduction to the Study of the Law of the Constitution, 1889. MAITLAND, F. W. The Constitutional History of England: A Course of Lectures Delivered, Cambridge University Press, 1908.

      [11] Anne HOLLANDER, Sex and Suits, New York, Knopf, 1994.

      [12] E. Hobsbawm, Historia del siglo XX (Barcelona, Crítica, 1995), pp. 62-91.

      [13] En otras palabras, de la Edad Media. Cfr. Alan MACFARNALE, La cultura del capitalismo (México, Fondo de Cultura Económica, 1993). Ver también, del mismo autor, The Origins of English Individualism, London, 1978.

      [14] Roberto MICHELS, Political Parties, London, 1915, p. 248.

      [15] The Making of the English Working Class, London, 1963, Penguin, 1968, p. 915.

      [16] E. P. THOMPSON, The poverty of Theory and Others essays (London, Merlin, 1978), p. 67.

      [17] Ibid.

      [18] E. P. THOMSON, “An Open Letter to Leszek Kołakowski’, recogido en The poverty of Theory, o. c.

      [19] Recogidos en E. P. THOMPSON, Opción cero (Barcelona: Crítica, 1983). E. P. Thomson, The Heavy Dancers (London, 1984).

      3.

      DESDÉN EN AMÉRICA: GALBRAITH Y DWORKIN

      EL ÉXITO DE LA CONSTITUCIÓN DE ESTADOS UNIDOS fue convertir la propiedad privada, la libertad individual y el Estado de Derecho en rasgos indiscutibles, no solo del paisaje político de América sino también de la ciencia política americana. Casi toda la filosofía de izquierdas americana de los últimos tiempos se ha basado en dos preconcepciones liberales clásicas, y muy pocas corrientes han desafiado las instituciones fundamentales de la sociedad burguesa tal y como los marxistas la conciben. En América se han interesado por las patologías de la sociedad libre, el consumismo, el consumismo “ostensible”, la cuestión de la sociedad y la publicidad de masas. De Veblen a Galbraith, lo que más ha preocupado a los críticos americanos de la economía libre no es la propiedad privada, que constituye la piedra angular de su propia independencia, sino la propiedad privada de los demás. En tiempos recientes, ha sido el espectáculo de la propiedad en manos del pueblo corriente, bruto y sin educación, lo que ha inquietado a los críticos del capitalismo americano.

      En lugar de entender que el consumismo es una consecuencia necesaria de la democracia, la izquierda ha intentado mostrar que no es una consecuencia de la democracia, sino de una de sus formas patológicas. La propiedad es, en América, un hecho demasiado evidente, demasiado físico, y aunque uno pueda engañarse sobre lo que siente y piensa la gente corriente, es imposible no darse cuenta de la basura que acumula en sus patios. Para el visitante de las ciudades de la costa este, la expansión suburbana de Texas representa una cruel afrenta; mediante la propiedad, la publicidad y los medios de comunicación, la vida corriente de los americanos queda públicamente expuesta y destruye su deseo de igualdad. Estos americanos pertenecen claramente a una especie distinta a la del liberal que le defiende, y se ha de aceptar esta molesta verdad.

      Una posible solución a este dilema, propuesta en la década de los sesenta por pensadores como Baran, Sweezy y Galbraith, fue la de considerar la miseria de la América moderna como producto del sistema de poder establecido[1]. De ese modo, no serían las exigencias del público las que fomentarían la cultura consumista, sino que esta tendría causas políticas. Capitalistas y políticos sin escrúpulos promueven que la gente avive sus apetitos, a pesar de los evidentes motivos que existen para refrenarlos. En este sentido, los liberales, al oponerse a la cultura consumista, no menosprecian al ciudadano americano corriente, sino que pretenden defenderlo frente a los poderes que le oprimen.

      Es muy probable que el marxista europeo, al recordar la miseria de los primeros momentos de la Revolución Industrial en Inglaterra, se sienta atraído por la concepción de Hobsbawm y Thompson, según la cual todo desorden social es manifestación de la “lucha de clases”. Pero, fuera del corto periodo de la depresión, esa concepción marxista no ha arraigado en la izquierda americana. América nunca ha tenido, a diferencia de Europa, obstáculos al avance social; cuenta con abundante espacio, gran cantidad de recursos, decisión y oportunidades; concretamente, además, posee una estructura política que impide la creación de las clásicas élites hereditarias. Como resultado de todo ello, las “clases” americanas son flexibles, provisionales y no poseen aparentemente sentido moral[2].

      El discurso de la lucha de clases conlleva cierta teología. Parece como si determinadas fuerzas cósmicas se enfrentaran en el lugar de trabajo y en las calles de las grandes ciudades industriales de Inglaterra para agruparse en ejércitos enemigos, como los ángeles guerreros del Paraíso Perdido de Milton. Pero para que esto funcione, el trabajador debe ver a su jefe como al enemigo, es decir, alguien cuyos intereses resultan contrapuestos a los suyos; por su parte, el intelectual debe colocarse del lado de los trabajadores en esa búsqueda de la justicia por la que ambos se afanan.

      Esta narrativa tiene en América poca aceptación y predicamento, pues allí tanto el trabajador como su jefe desean ascender en la escala del éxito y solo se diferencian por sus respectivas posiciones en ella. Los intelectuales que se oponen a la cultura americana del trabajo duro o se manifiestan en contra de la movilidad ascendente, no disfrutan de la “solidaridad de los intelectuales y el proletariado”

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