Pensadores de la nueva izquierda. Roger Scruton
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«Pero la realidad es que el actual nivel de renta de los directores ejecutivos de los negocios posibilita la identificación y la adaptación. Estas dos son las motivaciones de tales personas. Y por eso ellas son las únicas personalmente reputadas: los directores ejecutivos no pueden tolerar que se piense que su adhesión a las finalidades de la empresa es menos que completa, o que es diferente de su capacidad de conseguir esos objetivos. Admitir que subordina esos últimos motivos a su paga sería confesar que es un mal gerente»[7].
En esta cita se puede percibir el principal método intelectual de Galbraith. Parte de un fenómeno psicológico, expresado con ironía, para concluir y defender una teoría económica de grandes y prolongadas consecuencias. Si es cierta, de ella se sigue que la conclusión clásica -que las empresas pretenden maximizar sus beneficios- es falsa y que, por tanto, la teoría de la economía de mercado heredada no es válida. Para Galbraith, las empresas tienden a maximizar no el beneficio, sino su poder. Por ello, no están en competencia con otras compañías, sino en alianza con ellas, pues el poder no es exclusivo de ninguna de ellas, sino de su tecnoestructura en común.
Es de justicia reconocer que la opinión económica mayoritaria no estaba de acuerdo con Galbraith[8]. Pero más importante que la verdad última de sus conclusiones es la naturaleza de las pruebas que aporta: ni estadísticas, ni análisis detallados de las empresas modernas, ni ejemplos concretos de las mismas; tampoco estudia la estructura de la toma de decisiones, ni ofrece una comparación real entre la empresa privada y el monopolio estatal; no hace referencia a ninguna teoría sobre la personalidad jurídica de las empresas en un Estado moderno. Solo nos brinda psicología social, expresada en el estilo irónico de Veblen, y provista del desprecio característico de los profesores hacia la vacía existencia de los ejecutivos.
De esa actitud nacen también los encomios de Galbraith a la “sabiduría convencional”, cuyos principios caricaturiza o deja sin definir. Es la “sabiduría convencional” el objeto de su crítica en su libro más famoso, La Sociedad opulenta (1958, 1969) y la censura por poner el acento en la libre competencia y en la apertura del mercado y por otorgar tanta relevancia a virtudes como “el presupuesto equilibrado”. La “sabiduría convencional” aparece como el principal mecanismo de control social, comparable a la ideología oficial en un país comunista:
«En los países comunistas se logra la estabilidad de ideas y de los objetivos sociales mediante la adhesión formal a una doctrina proclamada oficialmente. Toda desviación recibe el estigma de ser considerada “incorrecta”»[9].
Es difícil determinar si Galbraith habla en serio en frases como las anteriores. Pero debe subrayarse una cuestión importante, que revela el auténtico significado de su obra y explica su influencia posterior: a su juicio, la ideología comunista estigmatiza por “erróneas” las desviaciones, mientras que la “sabiduría convencional” sirve para reforzar la estabilidad del sistema.
De ese modo, como por arte de magia, se deja caer que el sistema capitalista resulta tan opresivo como su contraparte comunista. Que millones de personas hayan pagado con sus vidas la desviación y que, por esa misma causa, otras estuvieran sufriendo prisión, acoso o se vieran despojadas de todos los beneficios sociales imaginables por el error más nimio, para Galbraith no es importante. Al mismo tiempo, la libertad de la que él gozaba y que le permitía no solo expresar sus opiniones “no convencionales” (aunque sí que son convencionales y ortodoxas desde un punto de vista keynesiano), sino también encumbrarse hasta las más altas esferas de influencia intelectual y de poder, es algo que queda cuidadosamente oculto con el término “reforzado”.
En La sociedad opulenta, Galbraith resume su principal crítica al ethos de la producción que, a su juicio, «ha llegado a ser un objetivo de extraordinaria importancia en nuestra vida» aunque no «un objetivo que perseguimos de una forma total y ni tan siquiera de un modo racional»[10]. Es la búsqueda irreflexiva de la producción lo que ha provocado el caos y la miseria en las sociedades capitalistas modernas, en las que se sacrifica el gasto en servicios públicos para garantizar la super-abundancia de bienes de consumo. Pero más decisivo resulta todavía que esta búsqueda haya dado lugar a una peligrosa maniobra para garantizar el crecimiento constante de la demanda. La hipótesis de que la demanda está siempre creciendo hasta coincidir con la oferta, es propia de la teoría económica clásica, pero está hoy desacreditada y ha sido refutada por la teoría de la utilidad marginal decreciente. Frente a la “amenaza” que supone aceptar esta teoría, la sabiduría convencional ha mostrado un ingenio sobresaliente: «La urgencia decreciente de las necesidades no fue admitida»[11]. Así se percató de que los bienes son importantes y que además es urgente garantizarnos su provisión, por lo que debemos producirlos, de modo que un imperativo moral se adueña de nuestros deseos decrecientes. Las necesidades satisfechas por lo bienes de consumo se elevan a una categoría superior en la que la ley de la utilidad marginal decreciente no resulta válida. Aunque una persona tenga suficiente vino, agua o petróleo, el honor y el éxito son siempre bienes escasos.
Galbraith continúa su tan reputada descripción de la sociedad de consumo, en la que los deseos humanos ya no constituyen la principal causa del control de la producción, sino los principales objetos de fabricación. El flujo constante de bienes depende de la deliberada creación de deseos, a través de la publicidad, de la diversificación de productos y de la amplia maquinaria propagandística que nos enseña que se nos despreciará si no consumimos:
«A medida que la sociedad se hace cada vez más próspera, las necesidades son creadas cada vez más por el mismo proceso que las satisface… Así, las necesidades dependen de la producción. En términos técnicos, ya no se puede pensar que el bienestar es mayor en un nivel de producción más alto que en un nivel inferior. Puede ser el mismo. Un nivel más alto de producción tiene, sencillamente, un nivel más alto de creación de necesidades, que requiere a su vez un mayor nivel de satisfacción de esas necesidades»[12].
Esta tesis es una actualización de una idea que se remonta al Antiguo Testamento: el hombre, a causa de la caída, está sometido a la tiranía del deseo, pero el deseo no es auténticamente suyo, sino que está inducido e irradiado en su interior por otros factores: en concreto, por los ídolos y fetiches del mercado.
Esta parábola convierte la demostración de nuestra libertad —es decir, la idea de que podemos lograr lo que queramo— en la prueba de nuestra esclavitud, porque los deseos no son verdaderamente nuestros. Algo parecido es lo que quiere decir la expresión irónica de Veblen sobre el “ostensible conspicuo”, y es también la base de la crítica de la publicidad que se hace en el influyente libro de Vance Packard, The hidden Persuaders[13]. Está también presente en las teorías de Marx sobre la alienación y el fetichismo de la mercancía. Y encontraremos otras versiones muy influyentes de la misma en el capítulo 5, cuando analicemos las contribuciones de la Escuela de Frankfurt y su crítica del capitalismo cultural. Finalmente, ha sido revitalizada y refinada para emplearla en relación con el consumismo posmoderno en un brillante ensayo de Gilles Lipovetski y Jean Serroy[14]. Sin embargo, su antigüedad debería alertarnos sobre su idoneidad como causa o fuente de las lamentaciones contemporáneas. El interés por implementar políticas que venzan al pecado original no puede inspirar proyectos políticos coherentes. Y si, con ello, lo que se nos pretende