Cuéntamelo todo. Cambria Brockman

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Cuéntamelo todo - Cambria Brockman Ficción

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teléfono de Ruby vibró.

      —Es Gemma —murmuró Ruby, sacando su teléfono—. Reportándose.

      Gemma odiaba quedarse al margen, pero su clase de Teatro estaba realizando una producción ese fin de semana y estaba sepultada entre ensayo y ensayo. Se quejaba de que la dejáramos fuera, pero Ruby trabajaba horas extras para que se sintiera parte del grupo. Le escribió una respuesta. El viento aumentó y el aire frío se coló bajo mi suéter.

      Nos quedamos en silencio. Estábamos en el punto de nuestra amistad donde el silencio ya no era incómodo, y casi se había vuelto pacífico, mientras el ritmo de nuestras interacciones era cada vez más orgánico.

      Ruby se estremeció y se frotó los brazos para generar calor.

      —Eh —dijo, recordando algo—, ¿sabías que Max padece ansiedad?

      —¿Qué quieres decir? ¿Ansiedad a algo específico? —pregunté.

      Ruby y yo hablábamos a menudo de los otros en nuestros momentos de privacidad. Analizábamos la personalidad de cada uno, buscando sentido a qué había hecho quién y por qué. Khaled odiaba estar solo. Siempre tenía que estar con alguno de nosotros, si no era con todos. Cuando Max y John entrenaban, Khaled nos escribía a Ruby, a Gemma o a mí para averiguar dónde estábamos. Incluso si íbamos a un concierto a capela, un ejercicio típicamente orientado hacia las mujeres, Khaled estaba a nuestro lado. Cuando estudiaba en la biblioteca, se sentaba en la sección más concurrida, buscando el flujo constante de la interacción humana. Era como si temiera estar solo, o el silencio que venía con eso. No lo entendía. A mí, en cambio, me gustaba la soledad, me daba claridad y la oportunidad de recargar fuerzas.

      —¿Sabes que asistimos a una clase juntos? ¿Biología? —preguntó Ruby, enrollando la sudadera entre sus manos y apretando los extremos en un firme nudo. Cruzó los brazos sobre su pecho.

      Era gracioso pensar en Ruby, la estudiante de Historia del Arte en una clase de Biología. Así era Hawthorne: la educación en humanidades. Todos estábamos obligados a cursar asignaturas diversas.

      —Nos quedamos en el laboratorio hasta muy tarde la otra noche, y terminamos charlando sobre, bueno, sobre todo —continuó Ruby—. Y le conté cómo me pongo nerviosa antes de los partidos de fútbol, como si todos me estuvieran viendo y esas cosas, y él dijo que le pasa lo mismo. Pero a él le dan ataques de pánico. Dijo que los ha sufrido desde que estaba en secundaria.

      —¿Sabe por qué? —pregunté. Max era callado, pero nunca había percibido la parte ansiosa en él. Había creído que simplemente no le gustábamos. Por otra parte, no habíamos hablado mucho. Nunca cara a cara.

      —No quise parecer una entrometida —repuso ella—. Pero parece que sucedió algo cuando era niño, porque dijo que era como si “se hubiera activado un interruptor”. Un día estaba bien, feliz, y al siguiente ya no era así.

      Yo sabía acerca de interruptores activados. A pesar del aire frío, sentí la humedad del calor de hogar contra mi garganta.

      —Qué mierda —dije.

      —Sí, parece horrible —dijo—. ¿Recuerdas cuando estuvimos en esa fiesta hace unas semanas, la del equipo de fútbol de los chicos?

      La recordaba. Algunos de ellos habían intentado ligar conmigo, sin éxito. No podía tomármelos en serio, no cuando estaban tan desaliñados y ebrios, cuando sus ojos miraban en diferentes direcciones mientras intentaban hablar conmigo. Tan sudorosos y empapados de cerveza derramada.

      —Sí —dije.

      —¿Recuerdas cómo Max... no sé... desapareció así, sin más?

      También recordaba eso. Cuando estábamos a punto de irnos, no logramos encontrarlo. John se encogió de hombros y dijo que Max se había ido a casa. “Quizá sea alguien aburrido, sólo la gente aburrida se aburre, ¿verdad, Malin?” Me dio un codazo en el brazo, como si fuéramos buenos amigos.

      —Bueno —continuó Ruby—, supongo que se fue temprano, porque sentía que no podía respirar. Y sus manos se habían entumecido. Así que salió a correr. Hasta las dos de la mañana.

      Yo nunca había experimentado ansiedad o ataques de pánico. Papá alguna vez me comentó que mi madre había desarrollado ansiedad después del accidente, pero no entendí lo que significaba eso. Estaba distraída todo el tiempo, pero más allá de eso, no actuaba como si se encontrara molesta ni nada parecido. Con el tiempo, ella fue a terapia. Recuerdo el término trastorno de estrés postraumático arrojado por ahí en susurros, tras las puertas cerradas.

      Traté de recordar aquella noche. Los seis habíamos estado juntos hasta las once, más o menos. Estaba tan lleno que nunca pasamos de la entrada de la casa. El recuerdo se hacía borroso; todas las fiestas se habían mezclado en una larga cadena de juergas. Una imagen de Max saliendo, destelló en mi mente. Él nunca parecía estar cómodo en las fiestas, como si estuviera contando los minutos para irse. Pero esa noche había permanecido junto a Ruby, y en realidad parecía contento. Ellos se reían de algo. Tal vez de Gemma, que estaba completamente borracha, como de costumbre.

      Pero Ruby tenía razón, recordé que él se había marchado sin mediar palabra. Y había algo más. John le había dicho algo a Max, en voz lo suficientemente baja para que nadie más escuchara. Después de eso, no tengo otro recuerdo de Max aquella noche.

      —¿Crees que esté yendo a terapia? ¿Para controlar su ansiedad? —pregunté.

      Sacudió la cabeza.

      —No, no, definitivamente no —resolló, todos estábamos sobrellevando el mismo resfriado—. Y me pidió no contarlo.

      Su voz hizo una inflexión al final, como si hubiera sido una pregunta.

      —Entendido —dije. Entendía. Podía guardar secretos. Los chicos salieron apresuradamente del edificio, con sonrisas traviesas y bolsas llenas en las manos.

      —¿Todo un éxito? —preguntó Ruby mientras se acercaban.

      —Oh, sí —respondió Khaled, colocando algunas bolsas en el maletero. Las botellas de vidrio traquetearon entre sí.

      —Joder. ¿Habéis visto ese coche? —preguntó John. Apoyó sus bolsas llenas de cerveza, mientras observaba un sedán verde descolorido que estaba aparcado junto al nuestro. El parachoques colgaba de un lado y los costados del coche estaban cubiertos de abolladuras.

      Nos reunimos alrededor de John, y me di cuenta de qué estaba hablando. El coche estaba lleno de cajas de comida rápida, bolsas de plástico... toda clase de basura. Había una botella de agua en la guantera llena de colillas de cigarrillos. No se podían ver los asientos: el lado del conductor estaba cubierto de papel, lo que debían ser envoltorios de comida viejos.

      —Vaya animal —dijo John. Dio marcha atrás y echó sus bolsas en el maletero del BMW.

      —¿Quién permite que las cosas lleguen a este punto? —preguntó Khaled. Parecía horrorizado. No estoy segura de que haya crecido presenciando este nivel de pobreza.

      Ruby, Max y yo rodeamos el coche.

      —Oh, no —nos dijo Ruby. Seguí su mirada hasta el asiento trasero del coche—. Es tan triste. ¿Te imaginas cómo debe ser la casa si éste es el coche?

      —La

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