Meditaciones sobre la oración. Carlo Maria Martini
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Se deben tener presentes, por tanto, estas dos verdades: de la boca de los niños de pecho, Dios ha hecho una alabanza (Mt 21,16) y, por ende, la oración es una realidad muy sencilla que brota cuando se han puesto las premisas justas, cuando la persona (también el chico, el niño, el adolescente) se encuentra de verdad a su gusto frente a la realidad del ser, a la verdad del ser, y en situaciones particularmente felices de calma y serenidad. Pero a esta verdad le sigue otra, y es que no somos nosotros quienes rezamos como cristianos, sino que es el Espíritu quien reza en nosotros.
La educación a la oración consiste, por eso mismo, tanto en tratar de favorecer aquellas condiciones que ponen a la persona en estado de autenticidad cuanto en buscar dentro de nosotros la voz del Espíritu que reza, para dejarle espacio, para darle voz. En efecto, sin esta premisa no hay oración cristiana: es el Espíritu quien reza en nosotros. Y esta es la característica propia, típica, de la oración cristiana.
Recuerdo que uno de los más grandes exegetas de san Juan, el padre Donatien Mollat, se preguntaba un día qué caracterizaba la oración cristiana respecto a las oraciones de las otras religiones, a todas las oraciones naturales que cualquier hombre puede hacer. La respuesta que dio remitía al capítulo 4 del evangelio de Juan: «La oración en espíritu y en verdad». Según el lenguaje de san Juan, «verdad» significa que Dios Padre se revela en Cristo. He aquí el núcleo de lo que caracteriza la oración cristiana, aquello que la distingue de la oración, por altísima que sea, de las otras religiones. Podemos aprender mucho de las oraciones de todas las religiones, podemos sacar muchas cosas sobre esta elevación del hombre hacia Dios, pero lo específico de la oración cristiana es el don directo que Dios nos envía por el Espíritu, aquello que nos permite rogar en la verdad, es decir, en la revelación que el Padre hace de sí mismo en Jesús. Eso mismo es lo que la liturgia produce cuando, al final de cada oración, se pronuncia la fórmula: «Por Cristo, nuestro Señor, en la unidad del Espíritu Santo». Esta es la oración en la que hay que educar. No habríamos educado de veras a la oración si solamente nos hubiéramos limitado a suscitar sentimientos de alabanza, de admiración, de gratitud, de pregunta, si no hubiéramos insertado esta realidad en el ritmo del Espíritu que ruega en nosotros.
La pregunta sobre cómo orar se torna ahora más concreta: ¿cómo ayudar a descubrir en nosotros mismos los movimientos del Espíritu? ¿Cómo ayudar a discernir los movimientos del Espíritu de Cristo que está en nosotros? ¿Cómo oír al Espíritu, que es el gran promotor de nuestra oración?
Presentaré aquí algunas sugerencias, sencillas y concretas, que cada cual podrá luego confrontar con su propia experiencia para ver después cuáles de ellas le resultan más adecuadas. Las indicaciones que ofrezco se refieren a tres actitudes:
1) la situación preliminar a la oración;
2) la entrada en la oración, es decir, el momento de comenzar la oración;
3) el ritmo de la oración, es decir, la permanencia en la oración.
SITUACIÓN PRELIMINAR
Es importante partir de este hecho: cada uno de nosotros tiene una situación de oración propia e irrepetible. Irrepetible no solamente porque es mía en cuanto que yo soy una persona diferente de cualquier otra, sino también porque es mía en este momento y, por tanto, también es irrepetible en el tiempo (aunque cada uno tenga sus módulos de oración que le son peculiares y a los que vuelve una y otra vez).
La pregunta sería esta: ¿cómo reconocer mi situación? ¿Cómo hacer que emerja mi estado personal de oración? Propongo ante todo algunas observaciones de carácter negativo, preguntándome qué no es ese estado.
No es un estado inducido por la oración ajena ni por modelos de oración predeterminados; tampoco por textos sobre la oración. Aunque todas estas cosas sean óptimas (los libros, como las hagiografías, nos ofrecen sus experiencias; las oraciones ajenas podemos aprenderlas y repetirlas), en último término pueden entusiasmar, pero solo por un momento. Leemos páginas bellísimas en santa Teresa de Jesús o en san Juan de la Cruz sobre la oración, y sentimos la necesidad de insertarnos en sus ritmos, de entrar en consonancia con tales experiencias; y hasta nos parece que estamos viviendo estas iluminaciones durante unos días o unas semanas. Alguna página maravillosa de las Confesiones de san Agustín o alguna espléndida de Madeleine Delbrêl pueden ser para nosotros oraciones que lleguen a suscitarnos una cierta consonancia afectiva y emotiva. Esto es muy positivo y forma parte de la educación; pero aún no conduce al descubrimiento de nuestro estado de oración. Incluso puede llegar a ser más bien ilusorio, haciéndonos creer que ya hemos alcanzado algunas capacidades para la oración y modos de rezar. Desvanecido el efecto, de esta lectura, de esta palabra escuchada y de esta oración ajena queda poco, y nos encontramos con nuestra pobreza y nuestra aridez.
Por tanto, aunque siempre sean modélicas e indicativas, las experiencias ajenas no son instrumentos suficientes, y a veces ni siquiera particularmente útiles, para ayudarnos a reconocer cuál es nuestro estado actual de oración. ¿Cómo encontrarlo entonces? ¿Cómo entender cuál debería ser nuestro punto de partida? Ofrezco tres breves indicaciones. Mi estado de oración es:
1) una postura del cuerpo;
2) una invocación del corazón;
3) una página de la Escritura en la que puedo encontrarme.
Una postura del cuerpo
Cuanto digo aquí tiene un carácter casi ideal y es difícil de poner en práctica, pero puede constituir un punto de referencia. Deberíamos hacer la experiencia de abandonarnos por un momento para así, relajados, preguntarnos poco más o menos esto: si ahora tuviera que expresar realmente lo que siento y lo que deseo en lo más profundo de mí, ¿qué actitud asumiría como la expresión más adecuada para mi oración?
Después deberíamos estar atentos para vislumbrar qué actitud se configura en nuestra mente: puede ser la actitud del orante, con los brazos alzados o las manos unidas en invocación; puede ser la actitud de Jesús en el huerto, de rodillas y con el rostro en tierra; puede ser la actitud de manos que acogen, la de quien mira a lo lejos y está en actitud de espera, como la del padre que aguarda la vuelta del hijo pródigo; tal vez la actitud de quien pregunta.
Parecen cosas sencillas, quizá incluso podrían parecer ridículas si tuviéramos que expresarlas en público; pero lo cierto es que nosotros nos expresamos así, también con los gestos. Jesús dice en el evangelio de Mateo (cf. Mt 6,6) que cerremos la puerta de la habitación y roguemos al Padre en lo secreto; tomémonos, pues, alguna vez la libertad de expresarnos también con el cuerpo: podremos caer de rodillas con la frente en el suelo, o levantar espontáneamente las manos, o abrirlas como quien está a punto de recibir algo, o bien ponernos en actitud de sumisión... Lo importante es que a través de la experiencia de nuestro cuerpo revelemos la profundidad de nuestros deseos.
Una invocación del corazón
Preguntémonos ahora lo siguiente: Si en este momento tuviera que gritar o expresar con una invocación lo que pido a Dios desde lo más profundo de mí, si tuviera que decir lo que late principalmente en mi corazón, ¿con qué palabras lo expresaría? Dejemos que salga libremente a la luz aquello que en este momento nos caracteriza. Podría ser la invocación: «Señor, ten piedad de mí»; o bien las palabras: «Ya no puedo más»; o «te alabo»; «te doy gracias»;