Meditaciones sobre la oración. Carlo Maria Martini
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Son numerosos los modos en que podemos introducirnos en la oración prolongada. Sobre todo es necesario no preocuparse por la cantidad, sino por un ritmo que alimente de veras nuestro espíritu y que lo penetre.
Obviamente se podrían hacer muchas otras observaciones sobre el ritmo de la oración; en el fondo se trata de ese ritmo que estructura los salmos. Los salmos están compuestos mediante el estilo literario del paralelismo, que puede ser antitético (se afirma una realidad y luego se expresa el lado opuesto) o sintético (se expresa una realidad y, acto seguido, otro aspecto de esa misma realidad). Este «ir y volver» responde al ritmo de la respiración, al ritmo de los coros que se alternan y, finalmente, al ritmo de quien llama y de quien contesta.
Entrar en esta realidad nos hace entender mejor lo mucho que la Escritura nos pone delante; pero solo poco a poco podremos aprender a conocer tales profundidades antropológicas, descubriendo de este modo la autenticidad del hombre que emerge de las diversas formas de oración.
Por último, querría decir una palabra más para aclarar cuanto he expuesto. Podría parecer que la oración se aprende con algunas técnicas, a través de un largo ejercicio que lleve al hombre a adquirir una cierta posesión de sí: cierto dominio, cierta calma, cierta respiración, cierta profundidad. En el fondo, este es el objetivo de las técnicas del yoga: lograr que el hombre se domine plenamente a sí mismo.
Pero, si nos dejamos conducir simplemente por esto, nos equivocaríamos enormemente respecto al objetivo de la oración cristiana. El objetivo de la oración cristiana no es que el hombre se posea, aunque el modo de rogar cristiano propicia, ciertamente, que el individuo adquiera conciencia más auténtica de sí y que se convierta en una persona más equilibrada, ordenada, reflexiva, atenta y previsora. Cierto, todo esto es un fruto de la educación en la oración. Porque la oración comporta una cierta capacidad de aliento, de distancia respecto a las cosas, de juicios no precipitados, sino maduros. Pero este no es el objetivo de la oración, y si lo convirtiéramos en su objetivo nos habríamos desviado completamente del verdadero sentido de la oración.
¿Cuál es entonces el sentido de la oración cristiana? Es lo que Jesús indicó en el momento de la agonía: «Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya». O bien en la oración en la cruz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Esta es la cumbre de la oración.
La educación a la oración que no llegue, o al menos que no aspire, a esta plenitud –que conduce al hombre a entregarse en las manos de Dios con confianza y amor–, corre el riesgo de convertirse en algún momento en una pura ilusión; e incluso de ser fuente de desviación religiosa. No es suficiente con decirle a una persona que debe orar mucho; y ello porque una persona puede orar mucho, pero estar religiosamente desviada; puede incluso estar muy equivocada en su captación de los valores. Como todas las realidades humanas, también la oración está expuesta a desviaciones y distorsiones. No hay realidad humana que el hombre no sepa estropear, que nosotros no sepamos estropear con nuestro egoísmo. También en la oración pueden encontrarse estas ambigüedades.
Debemos tener presente que el punto de llegada de la oración cristiana es que cada uno de nosotros, como Jesús en el huerto de Getsemaní, pueda entregarle a Dios su vida y decir: «Aquí me tienes, mi vida está en tus manos». Solo así la oración ha alcanzado realmente la auto-revelación de lo que el hombre es: ha venido de Dios y está destinado a volver a él, a las manos del Padre. Así es como la oración se convierte en expresión de una fe perfecta, es decir, de una entrega total de la vida. Abrahán es un ejemplo de oración perfecta cuando, al escuchar la voz de Dios, parte de su tierra. Aunque no sepamos qué oración hizo en aquel momento, comprobamos que se ha entregado a la voz de Dios, y que valientemente ha seguido su llamada.
Esta es la cumbre de la oración cristiana, y por eso insisto tanto en la relación entre oración y eucaristía. Es en la eucaristía donde Cristo se entrega a sí mismo al Padre por nosotros, y es en la eucaristía donde estamos llamados a dejarnos atraer por ese torbellino de amor y dedicación, para entrar así en el mismo don de Cristo. Cada oración que hagamos se convierte entonces en preparación, actualización y, en cierto sentido, vivencia de la eucaristía. La oración auténtica es la que nos induce a cada uno a ponernos al servicio de los demás. Entregarle a Dios nuestra vida no significa entregarla «abstractamente», para así hacernos extraños al mundo. Significa, por el contrario, entregársela para que él nos ponga al servicio de los hermanos. Este es el verdadero punto de llegada de la oración cristiana: la educación al servicio, a la total disponibilidad, la educación para ponerse incondicionalmente al servicio de los hermanos. Es incondicional porque Dios mismo, el Absoluto, es quien está sin condiciones, y porque es él quien nos llama al don sin condiciones, pues se ha revelado y ha transformado nuestra vida. Aquí es donde se apoya no solo la relación entre oración y eucaristía, sino también aquella otra entre oración y vida.
La autenticidad de la oración no se cifra ni en el repliegue sobre sí ni en el gusto intimista –que nos empuja a encontrar satisfacciones personales–, sino en la franca y clara puesta en disposición de nuestra vida ante todos aquellos que nos necesitan, para quienes sufren, para los más pobres y necesitados. Se trata de una expropiación de nosotros mismos a favor del servicio a los demás.
Esta es la oración que los cristianos queremos hacer y que quisiera poder hacer yo mismo, poniéndome cada día siempre más en estado de servicio.
MARÍA
FRAGMENTO EVANGÉLICO: LUCAS 1,39-56
En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel escuchó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo, y dijo a voz en grito:
–¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.
Entonces María dijo:
–Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es Santo,