Meditaciones sobre la oración. Carlo Maria Martini

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Meditaciones sobre la oración - Carlo Maria Martini Sauce

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están en el polo opuesto de la descripción que nos hace María. El hecho es que María habla mirando la historia desde la esperanza; ella se pone de parte del Reino y, ante una humanidad llena de males, de sufrimientos y de injusticias, contempla la llegada de Dios, que está transformando la pobre existencia humana.

      Preguntémonos cómo es que María puede cumplir este gesto profético, esta contemplación atrevida de la historia, en la que hace que emerjan los signos del Reino y los signos de la esperanza: signos con los que quedan iluminados todos los sufrimientos de la humanidad, destinados a ser transformados para hacer que avance el Reino. La respuesta es que María puede hacerlo porque ha experimentado la salvación. Ha experimentado a Dios como salvador de su vida; ha experimentado a un Dios que, en un instante, vertiginosamente, la ha transformado, haciéndola existir en un nuevo modo de ser, de querer, de esperar y de relacionarse con él y con los demás.

      «Dios, mi salvador». Desde este lugar, desde la experiencia de la plenitud de la salvación, María puede mirar a su alrededor y ver verdaderamente la historia. Desde allí ve toda la historia de Israel, las grandes maravillas cumplidas por Dios para la salvación de su pueblo; desde ahí puede captar aquellos signos que el Concilio Vaticano II llamó los «signos de los tiempos». A partir de su propia vida, María distingue signos de esperanza y de Evangelio, anticipaciones del Reino de Dios en la propia historia.

      No se puede conocer al Dios del Evangelio si no se tiene experiencia de la salvación. La Virgen ha tenido esta experiencia, ha conocido al Dios del Evangelio, y por eso puede proclamar a Dios y mirar la historia del mundo poniéndose de parte del mundo.

      NUESTRO MAGNIFICAT

      El Evangelio nos sugiere, por tanto, esta pregunta: «¿Cómo tú, Dios, puedes ser el Dios de mi salvación? ¿Cómo puedo yo cantar mi propio Magnificat? ¿A partir de qué experiencia de salvación te me estás revelando como el Dios grande, el Dios que cambia mi existencia, dándole una fuerza de esperanza capaz de hacerme mirar mi propia vida y la vida que hay a mi alrededor con ojos diferentes, poniéndome de parte del Reino, de parte de la justicia, de los humildes, de los pobres?».

      Debemos preguntarnos si cantando el cántico de María nos ponemos verdaderamente en la situación de aquellos que todavía lo escuchan como una realidad viva, según sugieren los versos poéticos ya señalados:

      Los antiguos salmos

      parecían brillar

      con luz nueva

      y fundir las colinas,

      y todos los pobres

      aún te oyen.

      Pongámonos frente a la oración de María y preguntémonos cuál puede ser nuestro Magnificat: con qué palabras y en referencia a qué hechos podemos expresarlo; cuáles son las grandes obras de Dios en nuestra vida, esas que nos hacen alabarle.

      Cada uno de nosotros tendría que tener coraje para abrir su propio corazón de cara a investigar los grandes momentos de Dios en su vida personal. Pensemos, por ejemplo, en lo que hemos recibido de bien o de amor por parte de los demás, en los encuentros que nos han llenado de alegría y de fe –desde el bautismo hasta las experiencias más recientes–, en nuestro encuentro con el Dios de la salvación, con el Dios que nos salva, con el Dios que despide a los ricos vacíos y colma de bienes a los hambrientos y los pobres, es decir, a todos los que esperan en él.

      Preguntémonos de qué penas o alegrías ocultas nos libera el encuentro con Dios y el encuentro con el otro. Preguntémonos qué realidades grandiosas emergen para cada uno de nosotros si nos ponemos de parte de la esperanza y de parte del Reino.

      SIMEÓN

      FRAGMENTO EVANGÉLICO: LUCAS 2,25-35

      En Jerusalén había un hombre llamado Simeón, y este hombre, justo y piadoso, esperaba la consolación de Israel; y el Espíritu Santo, que estaba sobre él, le había revelado que no vería la muerte antes de que viese al Ungido del Señor. Y movido por el Espíritu se fue al templo. Y cuando los padres del niño Jesús lo trajeron al templo, para hacer por él conforme al rito de la ley, él le tomó en sus brazos, y bendijo a Dios diciendo:

      –Ahora, Señor, según tu promesa,

      puedes dejar a tu siervo irse en paz,

      porque mis ojos han visto tu salvación,

      que has presentado ante todos los pueblos;

      luz para alumbrar a las naciones

      y gloria de tu pueblo, Israel.

      Y José y su madre estaban maravillados de todo lo que se decía de él. Y Simeón los bendijo, y dijo a su madre María:

      –Él está aquí para la caída y para la resurrección de muchos en Israel, signo de contradicción para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones. Y una espada traspasará tu alma.

      La oración de Simeón empieza con la palabra con que nosotros hemos empezado esta reflexión: «Ahora [...] puedes dejar a tu siervo irse en paz». Ahora, en este momento. Lo que ahora vivimos es el punto de partida de toda nuestra oración. La breve palabra con que comienza el himno de Simeón en la Biblia expresa que el momento que se está viviendo es aquel en el que Dios se manifiesta. Ahora, en este momento, Dios quiere manifestarse en nuestra vida, a pesar de todo y precisamente a través de las oscuridades que surcan nuestra experiencia.

      UN VIEJO Y UN NIÑO

      Simeón parte de una experiencia del presente, de lo que vive; lo que nosotros debemos entender es, ante todo, la humanidad de este encuentro. Se trata de una escena en la que un viejo abraza a un niño: dos generaciones que, de alguna manera, se pasan la antorcha. El viejo abraza al niño y, al abrazarlo, sabe que está abrazando su propio futuro. Está contento con esta vista porque para él representa la continuidad de su vida. Ha esperado, ha creído: ahora su esperanza está aquí, pequeña como un niño, pero llena de vitalidad y de futuro.

      El episodio tiene en sí mismo algo intensamente humano: el hombre que se alegra por el hecho de que haya otros que continúen su propia obra; el hombre que se alegra de que, incluso en la decadencia, haya un despertar, una renovación, algo que siga adelante.

      Aunque el fragmento nos enseñara solamente esto, ya sería muy válido. Porque no es fácil que lo viejo que hay en nosotros acoja a lo nuevo. En nosotros existe más bien el temor a que el niño no podrá continuarlo, que no querrá seguir con el mismo ideal, que dejará de lado lo antiguo y que incluso lo traicionará.

      El viejo Simeón que abraza a un niño es una realidad muy importante porque nos representa a cada uno de nosotros frente a la novedad de Dios. La novedad de Dios se presenta como un niño, y nosotros –con todos nuestros hábitos, miedos, temores, envidias y preocupaciones– nos hallamos frente a ese niño. ¿Le abrazaremos, le acogeremos, le haremos espacio? ¿Entrará esta novedad de veras en nuestra vida o más bien intentaremos casar lo viejo y lo nuevo, tratando que la presencia de la novedad de Dios nos moleste lo menos posible?

      He aquí un primer momento posible de oración: «Señor, haz que te acoja como lo nuevo en mi vida, que no tenga miedo de ti, que no te mida con mis esquemas, que no te quiera encasillar en mis hábitos mentales. Haz que me deje transformar por la novedad de tu presencia. Haz, Señor, que, como Simeón, te acoja en tu novedad, en

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