Camino al colapso. Julián Zícari
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En las elecciones de 1991 se expresaron claramente estas tendencias. Allí el radicalismo volvió a perder bancas en el Parlamento, el liderazgo del partido continuó en manos de Alfonsín, aunque todavía de manera más cuestionada15, mientras que el perfil ideológico de la UCR siguió en crisis: el partido no pudo (o siquiera intentó) mostrarse como una oposición certera frente al camino que estaba llevando adelante Menem, el cual logró coronar la primera ratificación electoral de su modelo y adueñarse de la escena política, especialmente gracias al reciente lanzamiento de la convertibilidad en abril de ese año. Como lo indicó Álvaro Alsogaray en un reportaje al celebrar la victoria del peronismo bajo el programa neoliberal: “Es indudable que el debate [en estas elecciones] giró en torno de la política económica y social del presidente Menem y que la ciudadanía se expresó intuitivamente en apoyo de esta en una proporción entre el 75 y el 80 por ciento” (Página 12 29/10/1991). En ese mismo reportaje, Alsogaray, al ser cuestionado por algunos triunfos de la oposición, también señaló: “Ténganse en cuenta que aún en los distritos donde perdió el oficialismo, quienes resultaron ganadores no se oponen a esa política sino que la aceptan como una realidad a la cual no pueden sustraerse. De manera que la conclusión es una sola: la opinión pública en su gran mayoría apoya política y electoralmente la ‘reforma Menem’” (Ib.). Por su parte, a pesar de sufrir un nuevo retroceso en los sufragios, la estrategia del repliegue territorial por parte de algunos cuadros del partido les permitió festejar algunos triunfos, desvinculando lo que sucedía con el partido a nivel nacional con la realidad vivida en algunos distritos. Así, la UCR duplicó el número de sus gobernaciones, sumando a Catamarca y a Chubut al tiempo que conservaba Córdoba y Río Negro.
Dos años después, en 1993, esta propensión volvió a confirmarse. El número de bancas retrocedió una vez más con nueva derrota electoral, Alfonsín fue elegido de nuevo como presidente partidario y se continuó sin hacer cuestionamientos serios al proyecto menemista. En ningún caso se practicó un enérgico reclamo u oposición a la hegemonía neoliberal. No se buscó rearticular al alicaído frente sindical, llamar a movilizaciones o acciones de protesta; no se intentaron resistir las privatizaciones ni impedir la flexibilización laboral. Por su parte, tampoco se desarrollaron –siquiera– estrategias claras en defensa de “las instituciones”, la lucha “contra la corrupción” o por pedir una “mayor sensibilidad social” más allá de alguna declaración aislada. Más bien, se realizó la apuesta contraria. Con la progresiva consolidación de los esquemas neoliberales, el partido –a través de la figura de Alfonsín– prefirió capitular ante el orden neoliberal y facilitar los votos para reformar la Constitución Nacional que propendía a eternizarlo. Así, desorientada, sin rumbo o programa político capaz de contrarrestar el avance y la solidez que mostraba el proyecto menemista, la UCR tendía a desdibujarse cada vez más como partido de oposición. Erman González, multiministro de Menem, se sinceraba sobre esto: “No hay en el espectro político argentino un proyecto alternativo distinto [al del gobierno] que pueda atraer a la gente” (El Cronista Comercial 15/02/1993, cit. en Yannuzzi, 1995: 170).
Precisamente, este pasaje lento, forzoso, pero real del radicalismo del primer plano de la escena política nacional a una posición relegada lo estaba llevando a un callejón sin salida. Las fuerzas territoriales que habían logrado acceder a cargos locales estaban demasiado ancladas y fortificándose en sus nichos. Las figuras de mayor relevancia nacional del partido no se encontraban en las mejores condiciones para postularse como una alternativa veraz frente al menemismo en ningún aspecto. Por ejemplo, Angeloz, que era el único líder del partido por fuera de Alfonsín que pareció proyectarse como una contrafigura de Menem, logró un tercer periodo en la gobernación de Córdoba con una interpretación muy forzada –casi fraudulenta– de la constitución provincial en 1991, estaba acusado en varias causas por enriquecimiento ilícito y hasta lo habían implicado en el crimen político mafioso que desembocó en el asesinato de Senador Manders. De la Rúa, el otro liderazgo radical en ascenso, abrazado a la prudencia, el perfil bajo y la moderación, era un sector periférico dentro del partido y acordaba –al igual que Angeloz– de sumo agrado con el giro neoliberal y pro mercado que se estaba realizando. Mientras que los sectores más críticos del radicalismo representaban a un grupo minoritario dentro de la UCR. Por su parte, Alfonsín, en tanto conductor partidario, en los hechos solo atinaba a coordinar la confederación de estructuras partidarias de la UCR que actuaban con fuerzas centrípetas y sin ninguna intención de volverse una verdadera fuerza de oposición nacional frente a la eficacia menemista. Es por ello que realizar el “Pacto de Olivos” con el PJ de noviembre de 1993 para reformar la Constitución Nacional, más que un contrasentido, fue una solución para no afectar al débil equilibrio interno de la UCR. De este modo, si en 1983 cuando retornó la democracia la UCR había logrado despertar un auténtico furor político bajo la egida moral democrática, con el cual se prometía que con la política y la democracia se podía realizar hasta lo imposible, diez años después el partido se encontraba sin vitalidad, relegado y casi vencido, y con un discurso despolitizado que ya no pugnaba más por comprometerse para cambiar la realidad, sino con uno que sugería que únicamente era posible rendirse ante ella.
En efecto, como se vio anteriormente, ya para 1993 el apoyo, los triunfos y consensos configurados bajo el orden neoliberal eran cada vez más extensos. Menem, junto al plan de convertibilidad, la estabilidad y el crecimiento económico avanzaban a pasos agigantados en sus niveles de aceptación. A tal punto que contaba con los respaldos suficientes para que el fin del ciclo menemista, hacia 1995, no pareciese lo más auspicioso. Las encuestas hablaban claramente de altos respaldos cosechados en la población, los cuales le permitían soñar con continuar en el gobierno bastante más que un solo periodo.
Menem en más de una oportunidad adelantó sus intenciones de tener un segundo mandato consecutivo y seguir en la presidencia más allá de 1995. La única forma de convalidar esto institucionalmente era modificar la Constitución, posibilitando un segundo mandato inmediato. En el Parlamento, a través de distintos mecanismos de alianzas con varios partidos menores y diversas formulas de interpretación de los textos, contaba con el respaldo para hacerlo (según el menemismo, la Constitución hablaba de reformas con solo “dos tercios de los presentes”–una lectura igual a la que realizó Alfonsín en 1984 con la consulta sobre el Canal de Beagle–). Además, de no darse las condiciones parlamentarias suficientes, el gobierno estaba decidido a realizar una apuesta aún más contundente para validar los apoyos con los que contaba: si no se habilitaba la reforma por la vía del Congreso, se llamaría a una consulta popular sobre esto en la cual Menem posiblemente terminaría por triunfar. Este segundo recurso implicaba para la UCR obtener un retroceso todavía mayor frente al PJ del que ya venía registrando.
Así, la consolidación del proyecto menemista en las urnas, un virtual nuevo traspié electoral para el radicalismo junto a las