Camino al colapso. Julián Zícari
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Era inmenso el contraste que se podía trazar entre los últimos años del gobierno de Alfonsín –con un clima de crisis y de descomposición general– y el nuevo orden instaurado. Recordemos las condiciones sobre las cuales le tocó asumir a Menem. En ese momento no había pasado mucho tiempo desde que el país había perdido una guerra, lo que tuvo como consecuencia una joven y débil república democrática renaciente con muchas dificultades para consolidarse, con constantes amenazas de alzamientos militares (y civiles), paros sindicales, ahogo externo, sobreendeudamiento, un Estado muy limitado en sus recursos y capacidades y un proceso hiperinflacionario fulminante que en sus estragos finales aumentó la pobreza a niveles insólitos, que generó consecuencias sociales terriblemente angustiantes y sumió en la incertidumbre completa a gran parte de la sociedad con respecto a su futuro; de allí que algunas voces protagónicas de la época vaticinaban que solo se podría resolver con una “guerra civil”12. No hay muchos ejemplos en la historia mundial del siglo XX que puedan compararse con la difícil situación argentina de ese entonces; salvo tal vez la República de Weimar de los años 20 en Alemania, la cual terminó generando como secuela a Hitler y la pesadilla del nazismo. Casos similares ofrecieron como “solución” dictaduras, desgarramiento del territorio o conflictos internos al estilo balcánico. Es por eso que algunos autores a la hora de reflexionar sobre el resultado final obtenido por las articulaciones de Menem señalan al periodo caracterizándolo como “las hiperinflaciones de la paz”. En donde, el proceso argentino resultó, en palabras de Novaro (2009: 325), ser la megacrisis “más pacífica, la que menor secuela de violencia, política, criminal y represiva arrojó; y, lo que es aún más llamativo, la que a la postre se cerraría con un mayor entusiasmo en las soluciones encontradas; dado que los afectados podrían decir que, gracias a ellas, tras haberse asomado al abismo, nada verdaderamente irreparable había sucedido, todo se había resuelto del modo más práctico y efectivo”. Si a finales de la década de 1980 la Argentina fue representada como presa de su más clara decadencia y descomposición, la primera mitad de la década de 1990 pasó a ser concebida como una patente y vigorosa “resurrección nacional”.
En este sentido, promediando la primera presidencia de Menem el orden sociopolítico estaba lo suficientemente consolidado y sumaba tantos apoyos que nadie podía contar con los recursos capaces como para cuestionarlo de un modo suficientemente amenazador. Es así que los principales partidos políticos realizaron un pacto político para asegurar al nuevo proyecto de poder. En noviembre de 1993 la UCR y el PJ (los dos partidos mayoritarios del país, que en las elecciones generales tendían a aglutinar a más del 80% de las voluntades), con sus respectivos líderes –Alfonsín y Menem– realizaron lo que se conoció como el “Pacto de Olivos” que sentó las bases para reformar la Constitución Nacional al año siguiente. Por primera vez en todo el siglo XX argentino partidos políticos enfrentados llegaron a acuerdos sin ningún tipo de proscripción ni violencias para consensuar los términos de un nuevo orden institucional. Así, en 1994 se logró la reforma constitucional que, entre otras novedades, habilitaba una reelección para Menem, la principal figura que podía garantizar el proyecto neoliberal.
Los partidos de oposición frente al neoliberalismo menemista
El año 1989 fue un momento bisagra en la historia argentina. No solo porque durante ese año cambiaron las autoridades institucionales, sino también porque, como se vio en el apartado anterior, a partir de allí se llevó a cabo uno de los procesos de transformación más grandes de los conocidos en nuestra historia. Por su puesto, la producción de sentido para construir un nuevo orden social no dependió únicamente de las decisiones llevadas a cabo por el gobierno o por aquellas avaladas desde el peronismo o algunos de sus integrantes. Sino que también requirió de la conformación de un espacio de posibilidad que permitiera desplegar un nuevo curso de acción, donde la antesala de la crisis hiperinflacionaria fue un elemento fundamental al respecto. Sin embargo, también debemos evaluar el rol asumido por otros actores del proceso, puesto que los principales partidos políticos de la oposición también debieron actuar como partícipes necesarios, ya sea estableciendo alianzas, por inconsecuencia o por una desinhibida proactividad en el proceso. En este caso, si bien el justicialismo había ganado las elecciones en 1989, el principal partido opositor, la Unión Cívica Radical (UCR), no realizó mayores impedimentos para moderar, torcer o detener el giro y las transformaciones que se estaban llevando a cabo, sino todo lo contrario. En la mayoría de los casos resultó desenvolverse como un impecable partícipe del proceso. Dado que no presentó grandes resistencias a los cambios, facilitó el quórum en varias sesiones claves en el Parlamento, las apoyó con votos y hasta se mostró como un abierto promotor de las nuevas medidas. Con lo que, sin la complacencia y permisividad del radicalismo, ya sean estas implícitas o explícitas, el curso de la historia hubiera resultado de un modo muy diferente. No obstante este comportamiento, el mismo no sería gratis para el partido, ya que sus posiciones lo irían llevando a una crisis cada vez mayor.
En efecto, el radicalismo a partir de su derrota electoral de 1989 se vio envuelto en una creciente crisis interna. Por un lado, retrocedió muchas posiciones con respecto a su capacidad y recursos institucionales: si en 1983 había alcanzado la primera magistratura del país, contaba con la gobernación de 7 provincias y tenía 129 diputados nacionales (el 51% de la Cámara), seis años después, cuando Menem asumió el gobierno, no solo la UCR debió abandonar la presidencia, sino que además se encontró con que únicamente había logrado retener tan solo dos provincias y que había perdido el 30% de sus bancas de diputados (se quedó con 90 de ellas). Sin embargo, a pesar de su claro relegamiento, pérdida de popularidad y de haber dejado el gobierno en forma anticipada, el partido no cambió su conducción ni surgieron nuevos dirigentes. En claro contraste con lo ocurrido con el peronismo –que durante el mismo periodo tuvo tres conducciones partidarias distintas (ortodoxos, renovadores y menemistas) y que había logrado democratizarse internamente y realizar internas abiertas–, el radicalismo continuó estando en manos de Raúl Alfonsín13.
Con los resultados obtenidos en 1989 el efecto inmediato asumido por la UCR fue el replegamiento sobre sí misma, lo que permitió que el justicialismo avanzara con su raid de reformas. La postura general del partido ante las mismas fue habilitarlas con el fin de “colaborar con el nuevo gobierno y no entorpecerlo”, mientras que al mismo tiempo alentó muchas de ellas, ya que las mismas formaban parte de los cambios que había intentado llevar adelante Alfonsín sobre el tramo final de su mando y otras tantas habían sido sugeridas por su candidato presidencial, Antonio Angeloz, en la campaña electoral de 198914. Es por ello que muchos radicales comenzaron a sufrir una crisis de identidad frente a la dirección que estaba asumiendo Menem, ya que del mismo modo en que este cooptó, debilitó y sumó cuadros de la Ucedé o logró apoyos de la CGT para aminorarla, se intentó replicar la estrategia con el radicalismo. Por ejemplo, a Eduardo Angeloz, quien había sido el candidato radical para la presidencia del país, se le ofreció públicamente integrar el gabinete de Menem; y el flamante senador radical por la Capital Federal, Fernando De la Rúa, mientras Menem estaba conformando su “mayoría automática” en la Corte Suprema de Justicia, fue buscado para ser parte de ella. Por último, dos importantes referentes económicos