Oleum. El aceite de los dioses. Jesús Maeso De La Torre
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Mis familiares eran fariseos, que significa «los separados». Se dedicaban desde antaño al negocio del aceite, los perfumes, los ungüentos y bálsamos, y también al préstamo a pequeña escala. Mi padre, Fazael ben Eleazar, sacerdote y escriba, era un hombre enjuto de cuerpo, de barba gris y patriarcal y hablar mesurado.
Era uno de los setenta y un miembros del sanedrín judío, y mientras ascendíamos por las empinadas y tortuosas cuestas hacia la Puerta de los Jardines, dentro de la segunda muralla, era saludado con reverencia por los viandantes que lo consideraban un maestro de la teología del judaísmo, conocedor de los libros sagrados y un sabio de las ciencias arcanas y de la Torá, el libro de las leyes judías, o halaka.
Únicamente los saduceos, que se llamaban a sí mismos los justos, o rectos, la otra escuela de pensamiento de Israel, mantenían un distante desapego hacia mi padre. El sumo sacerdote, Caifás, y los jefes del templo eran en su mayoría saduceos, la más rica y poderosa facción de la aristocracia judaica. Se trataba de un grupo religioso con medios inagotables, poderosísimos y muy peligrosos, y su ambición no conocía límites.
Vivíamos cerca del palacio del tetrarca Herodes Antipas, en un barrio de huertos, jardines y mansiones vistosas, lejos del bullicio y de los fétidos olores de la turbamulta de judíos, romanos, griegos, fenicios, samaritanos, galileos y nabateos que llenaba la ciudad. Teníamos una tienda cerca de la piscina de Betesda, donde se purificaban los animales antes de ser sacrificados en el santuario.
Recordaré siempre aquel día, porque al atardecer inicié mi carrera de levita, la misión que Dios me tenía preparada para mi futuro. Había alcanzado ya la bar mitzva, la mayoría de edad civil y religiosa, y podían confiarme labores de adulto y discutir de las Sagradas Escrituras en público. Yo estaba exultante, pero también alterado, cuando por vez primera traspasé la puerta de aquel santuario de sabiduría.
Por aquel tiempo simultaneé el estudio de la ley en la academia de Gamaliel, la venta de productos en la tienda de la alberca del templo con mi tío Zakay y la práctica en el herbolario de mi paciente padre. En la penumbra de contraluces del estudio, donde la luz se colaba a través de un tragaluz orientado hacia el levante solar, preparaba los perfumes, aceites sacros y elixires. En la soledad del cubículo era inmensamente feliz. Como un hurón devorador, hurgaba en los viejos papiros caldeos, griegos y egipcios buscando las esencias del poder de las plantas y del aceite, el líquido de oro que nos regalara el Todopoderoso.
En los rincones había orzas repletas de herbajes, artesas con higos secos de Esmirna, dátiles de Arabia, rosas secas de Jericó y especias de Orán; y sobre las mesas, perfumarios, frascos con pigmentos, cazuelas con ungüentos, vasos de cristal, receptáculos, cánulas y vasijas, dispuestas en un aseado pero caótico pandemónium.
—Dios ha dispuesto para ti un futuro de estudio y de sumisión a su voluntad.
Con la naturalidad de mi inocencia, le pregunté:
—¿Como si mi vida tuviera un propósito premeditado, padre?
—Así es, Ezra. Perteneces a la estirpe de los Eleazar, la depositaria del aceite sagrado del Templo, el que unge sacerdotes y procura la luz en el santo de los santos.
La mirada de mi padre era penetrante y yo percibía una ansiosa agitación.
—La fe de mis padres es mi fe, padre mío —le respondí sumiso.
—Pues dignifícala y no seas para tu sangre motivo de escándalo —me pidió grave, mientras entresacaba de su manto un anillo de oro, que no estaba cerrado, sino abierto por los extremos. Lo puso sobre su mano y brilló a la exigua luz como el carbúnculo. Lo escruté con detenimiento y observé que en el centro brillaba una «T» burilada con una serpiente enrollada en ella. Lo miré con un gesto de incredulidad.
—Es igual al tuyo, al del tío Zakay y al del abuelo —dije admirado.
—Todos los varones Eleazar lo llevamos en nuestro dedo anular desde el día en el que Moisés nos lo legó. Este símbolo grabado es el Nejustán, que como ya sabes es el signo de la inmortalidad para Israel. Enrollada a esta «T», ves la serpiente que simboliza la salud y la muerte, el veneno y su antídoto. Somos los sabios entre los sabios de Israel, y aquí aprenderás secretos que muy pocos conocen. Te has convertido en un maestro, en un asu, hijo mío.
Yo conocía por mis estudios de los libros sagrados que el pueblo judío perdido en el desierto en su éxodo de Egipto se quejó a Moisés de la virulencia de las serpientes que infectaban los pedregales del Sinaí. Ordenó que fabricaran una pértiga con una serpiente de bronce, y cuando algún reptil venenoso mordía a alguno, miraba el báculo de bronce y vivía.
Encargó el cuidado de tan milagroso objeto a nuestros antepasados levitas, hombres conocedores de los secretos del conocimiento, la medicina y el poder de las plantas. Pero con el tiempo el pueblo llegó a idolatrarla y le quemaban incienso como si de un ídolo se tratara, hasta que el sabio rey Ezequías la destruyó para que no sirviera de paganismo.
Mientras mi padre me colocaba el anillo en mi dedo gordezuelo y apretaba para fijarlo en él, adoptó un tono circunspecto. Entonces me reveló:
—Hijo, asistes a las escuelas de los mejores doctores de Israel y tu mente ya es capaz de razonar. Por eso te voy a revelar el gran secreto de la familia.
Aquellas palabras me llegaron como un zumbido lejano. ¿Secretos?
—Comprenderás que con solo mirar la serpiente de bronce no iban a curarse de las mordeduras de las víboras del desierto, y menos de las naja-haje, los letales áspides del Sinaí. Así que cuando perdían el conocimiento, entre el pánico y el dolor, nuestros antepasados levitas los introducían en la tienda y les administraban un antídoto aprendido de la farmacopea de la isla egipcia de Elefantina, donde los sacerdotes de Osiris enseñaban el arte de Hermes —me confesó—. Lo vendemos en redomas de ónice a los caravaneros y a los físicos de los ejércitos. Su precio es alto: diez siclos de plata. Observa la fineza de la mezcla —me dijo—. Hoy aprenderás a hacerla tú solo y la emplearás para curar a los hombres.
En una vasija humedecida con aceite, flotaba el extraño unto que olía a azafrán y heliotropo, y que había dado de comer durante siglos a los Eleazar, procurándoles una subsistencia holgada y casi de lujo. Luego me mostró enfático:
—El ingrediente principal de este milagroso antiveneno es la flor del calico o aristolochia egipcia, que desprende un mordiente muy poderoso, y que, macerado con aceite de olivo, hojas de sicomoro, adelfa y casia, produce este suero altamente curativo. Nuestros antepasados trataban el emponzoñamiento de las sierpes presionando fuertemente la herida, a la que aplicaban luego la «piedra negra», que no es sino un guijarro poroso que absorbe el veneno. Después le aplicaban esta mistura y la vendaban, y de diez infectos solo morían uno o dos, y porque acudían tarde al auxilio.
Mi asombro por la confidencia se transformó en fascinación. Pregunté:
—¿Y solo nuestra familia conoce este secreto medicinal, padre?
—Nada más, hijo, y por orden del profeta Moisés y su hermano Aarón hemos de mantenerla en el más absoluto de los secretos y emplearla con caridad —refirió solemne—. Ahora, nosotros dos y tu tío Zakay somos sus únicos depositarios. Tu lengua quedará sellada por un cerrojo de reserva, y solo tus hijos conocerán este y otros secretos de la sabiduría ancestral judía. ¿Entiendes? De lo contrario la cólera de Dios te fulminará y la ignominia penetrará como una plaga en la familia.
Aquel confidencial secreto