Oleum. El aceite de los dioses. Jesús Maeso De La Torre

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Oleum. El aceite de los dioses - Jesús Maeso De La Torre Novela Histórica

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obscenos, mientras soportábamos sus ambiciones.

      De sangre edomita, nabatea y árabe, la amirah Salomé II estaba casada con su tío, Herodes Filipo II, quizás el más justo de los gobernadores de la familia, que administraba la región del norte y oeste de Galilea con equitativo tino. Hija de Herodías, se comentaba en Jerusalén que era una lilit, un demonio, una mujer maliciosa y pervertida y la encarnación del mal, indecencias que había heredado de su bisabuela, la macabea Mariamne, esposa del viejo Herodes el Grande.

      Aseguraban quienes la conocían que poseía la infinita perfidia de las mujeres paganas, amén de una exótica belleza, casi fatal, y que en la conversación directa esgrimía un inquietante temple y una agudeza sutil, como si conversaras con una cobra egipcia. Los jerosolimitanos la llamaban la Perra de Petra, pues solía exhibirse ante los hombres como una zorra de burdel, atrayendo sus lascivas miradas. No obstante, yo sabía que muchos sacerdotes del sanedrín la deseaban con desespero, cayendo en el mismo pecado que ella.

      Ignoraba con qué clase de persona iba a encontrarme y estaba inquieto, pues yo era un joven inexperto en el trato con las mujeres. Me mostraría respetuoso.

      De repente se acercó lo que me pareció un paje o doméstico palatino, un joven menudo de cuerpo al que yo conocía, pues asistía a la Academia del templo, que recibió la orden de Chuza de acompañarme hasta los aposentos de la regia dama. Supe después que pertenecía a la familia herodiana, ignoro si por sangre, por servidumbre o por tributo, y que se había criado en Cesarea y Tiberíades junto a los cachorros reales, acompañando a su señor, el suntrophos Herodes Antipas, con el que mantenía un cercano apego.

      No parecía judío, sino idumeo, por su tez muy morena, cabello ensortijado y nariz aquilina, y advertí que se movía con gran autonomía por el palacio. No sin cierta prepotencia, me habló en un griego perfecto y, tras despedir al guardia, me dijo que me conduciría ante su señora:

      —Me llamo Saúl, o Saulos, como lo desees, y te conozco. Eres Ezra Eleazar, ¿verdad?, y uno de los discípulos predilectos del maestro Gamaliel.

      —Así es Saúl. Puedes saludarme cuando me veas en la escuela del Templo —contesté cordial al hospitalario recibimiento del mozalbete.

      Me condujo a un habitáculo abierto a un patio de rosales y adelfas, y me quedé en medio inmóvil, sin saber qué hacer. Se respiraba la benignidad del silencio y erráticos efluvios de un perfume dulcísimo a rosas de Sharon halagaron mis sentidos. Me acerqué al ventanal y palidecí, percibiendo un estremecimiento en mis entrañas.

      —Espera aquí —me rogó.

      En el centro geométrico del jardín se alzaba un estanque de chorros menudos donde flotaban los nenúfares, y en él, asistida por dos sirvientas, se clareaba la silueta de una mujer de formas exuberantes, aún joven, vestida con un tul de lino pegado al cuerpo que clareaba su perfil rotundo. Me quedé paralizado, boquiabierto. Se asemejaba a un lirio de marfil que hubiera brotado del agua. La visión me produjo una enfebrecida excitación y no podía apartar la mirada. Entregado a una extasiada observación, su visión estimuló mi virilidad.

      Debía de tratarse de la princesa Salomé —pensé— por el número de esclavas y sirvientas que la asistían. De todos era conocido el baile que había ejecutado ante el tetrarca de Galilea, Herodes Antipas, demostrando en la frenética danza mayor lujuria que las bacantes de Lydia, o las bailarinas de Tiro.

      Y aunque no se había quedado en total desnudez ante su padrastro y los asistentes a la fiesta, como prescribe la ley judaica, había constituido un escándalo mayúsculo en la comunidad del Templo. Y más aún al haber solicitado su madre, Herodías, la cabeza del místico profeta Juan el Bautista, aquel delirante predicador que vestía una tosca saya de piel de camello, que se alimentaba de miel, saltamontes e insectos y que predicaba la penitencia y la llegada del fin de los tiempos en las orillas del Jordán, en el vado de En Guedí.

      Mientras observaba cómo salía del baño y era vestida con una clámide griega bordada con hojas de olivo, y arreglada con ajorcas y anillos, en un sensual y excitante ritual femenino, me pareció levitar fuera de la realidad.

      Quedé seducido para siempre por la perfección de la belleza de la princesa.

      No tardó en comparecer en la sala decorada con enseres egipcios y, cuando lo hizo, comprobé que se movía como un junco y andaba como una pantera de Nubia. Llevaba un gato egipcio gris entre sus brazos, al que acariciaba con una de sus manos y que soltó en uno de los divanes. Se atusó su mata de pelo perfumado y saboreó un higo recién cogido de una higuera. Pensé que, acostumbrados a tener decenas de concubinas, la dinastía herodiana sabía elegir a sus esposas. Era mayor que yo y de estatura media, y su belleza era cegadora, perfecta.

      Su piel poseía el color de la miel madura; sus almendrados ojos, sombreados de estibio, eran de un negro azulado intenso, y sus largas pestañas destacaban junto a una cascada de pelo azabachado, aún húmedo. Los pies descalzos los llevaba tatuados con alheña, así como sus primorosas manos. Abrió la boca de cereza maquillada de acanto y detecté una dentadura perfecta.

      Y a pesar de la fama de mujer fatal y sin escrúpulos que poseía, en aquel momento me pareció que nada deshonesto mancillaba su figura etérea. Sus penetrantes pupilas, tras el negror de su mirada, denotaban pasión, ingenio, gentileza y vitalidad.

      —Acércate y toma asiento, muchacho —me invitó con suavidad en griego.

      No le parecía aborrecible rebajarse a hablar con un perfumista y, como impelido por un resorte, besé el borde de su cíngulo de raso y me senté. Me dio la impresión de que se disponía a solicitarme algo de índole enigmática, o a practicar un ejercicio de seducción conmigo. No me extrañó, conocida la veleidad caprichosa de las cabezas coronadas de mi tierra. Aguardé inmóvil y asustado.

      —Te preguntarás por qué te he hecho llamar —sonó su voz de címbalo.

      —No me importa el motivo, señora. Nunca soñé con la recompensa de conoceros. Soy vuestro más rendido servidor —aseguré, atropellando mis palabras.

      La reservada atmósfera del aposento fomentaba la confianza, y me dijo:

      —¿Sabes que mi padrastro y mi marido te elogian?

      —¡¿A mí, princesa?! Solo a Dios hemos de ensalzar —contesté abrumado.

      —Eres joven aún e ignoras lo que los hombres maduros valoran su verga y su potencia viril en la cama, más aún cuando con los años disminuye —sonrió.

      —¡Ah, os referís al afrodisíaco! Los Eleazar lo elaboramos desde hace años para dilatar la masculinidad. Yo he enriquecido considerablemente la fórmula y me siento muy orgulloso, mi señora. Mi padre le ha puesto mi nombre. ¡Alabado sea!

      La curiosidad se me agitaba por dentro. Salomé buscaba la complicidad de un alma aliada, en medio de una ralea, la herodiana, donde todos conspiraban contra todos, se despreciaban mutuamente, buscaban el apoyo secreto de Tiberio para perjudicar al hermano y las mujeres de la familia no dudaban en intrigar, matar, envenenar o divorciarse para calentar las sábanas del macho más poderoso de la tribu.

      Pero precisaba de unos oídos discretos como los míos. Lo intuí.

      —Ezra, porque ese es tu nombre, ¿verdad? —habló con voz apenas audible—, lo que voy a pedirte debe quedar en la más absoluta de las reservas.

      —Pronto seré sofrín, escriba, y mi oficio será el de guardar secretos— le contesté.

      —Tú

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