Oleum. El aceite de los dioses. Jesús Maeso De La Torre

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Oleum. El aceite de los dioses - Jesús Maeso De La Torre Novela Histórica

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su pueblo elegido, además de ser uno de los días más sacrosantos para Israel. Corrían dulces los aires del valle de Hebrón que, todavía verde, brindaba ramas de mirto a los jóvenes para adornar la celebración.

      En el huerto de mi casa, guardado por un muro de hiedras y bejucos, mi madre y mi hermana hacían los preparativos para la celebración. Los días se alteraban y recibíamos obsequios de nuestros parientes. La víspera, mi padre frunció las cejas al concluir la comida, se apartó un irritante tábano de la barba y anunció a toda la familia:

      —Este año, Ezra, mi hijo primogénito, será el que elabore el aceite de la santa unción al sumo sacerdote. Él también me acompañará al atrio de los Sacrificios, donde ambos se lo ofreceremos. Espero que comprendas el honor que te concede el Altísimo.

      —Me siento orgullo de ser un levita y de pertenecer a la sangre Eleazar —dije.

      Los dos nos dirigimos al herbolario, y tras besar la mesusá, la cajita amarfilada que pendía del dintel con unos versículos bíblicos, entramos. Se respiraba como siempre un aire de severidad y el aroma empalagoso a sándalo, lavanda, nuez moscada y aceite purificado. Mi padre me vigilaba, pero no hubo de corregirme en nada.

      Utilicé la fórmula magistral que mis antepasados habían manipulado desde los tiempos de Moisés y compuse la aromática emulsión del color del oro puro. Se trataba del aceite más sagrado del pueblo de Israel —el de la unción— que aún no había sido derramado en la cabeza de ningún judío que hubiera sido proclamado Mesías, a pesar de que los profetas germinaban en Palestina como la hierba.

      La receta era harto sencilla, y estaba escrita en el libro del Éxodo. El aceite puro era su principal componente, aunque hube de añadirlo en una mezcla medida de mirra fluida, canela, caña aromática y perfume de casia, que lo convertían en una esencia dulce y fragante. Mi padre me observaba, y al concluir la operación y llenar una vasija de ónice hasta el borde, me observó con ojos vidriosos y me besó las mejillas.

      —Ezra, tú serás el sustento de mi vejez y el orgullo de los Eleazar, a pesar de la eterna incertidumbre del pueblo de Israel y las enojosas acciones del nuevo procurador romano, que esconden la amenaza de exterminación de nuestro pueblo —me dijo.

      Mi padre era un hombre piadoso y honesto, y lo abracé enternecido.

      La mañana de la celebración, las cúpulas y murallas de Jerusalén relucían entre el vaho del amanecer. Durante diez días habían sonado las tubas del templo convocando al pueblo al arrepentimiento.

      El día del Perdón, el Yomá, retumbaron las trompetas en el abigarrado caserío de la capital de Judea. Y el pueblo en tropel, abandonando jergones y lechos, y vestido con sus mejores galas, acudió para asistir al fasto de la Expiación. Salimos mi padre y yo ataviados con túnicas de lino de un blanco inmaculado, el efod, con el turbante del mismo color de los levitas y el aceite sagrado entre mis manos trémulas.

      Cruzamos la Puerta de las Ovejas y el muro del acueducto de la Ciudad Alta, tras el que emergía el colosal templo de Herodes, el segundo construido en Jerusalén tras el de Salomón. Mientras caminaba junto a mi padre pensaba que la morada del Altísimo se había prostituido y que su espíritu ya no habitaba allí, escandalizado por la codicia que reinaba dentro de sus parapetos y cuyos únicos causantes eran los helenizados saduceos, una calaña detestable, soberbia y arrogante.

      El santuario estaba rodeado de tenderetes de lana, aceite, harina, ropa, ganado, grano, frutas, tórtolas, utensilios de hierro, pan recién horneado, joyas, sandalias y bebidas. A voz en grito regateaban los mercaderes y levitas con los peregrinos llegados de la Diáspora, y lo hacían en griego, hebreo y arameo. Otros imploraban:

      —¡Que quede mi mano yerma si algún día te olvido, oh Jerusalén!

      ¿Podría morar el Señor de los Ejércitos entre tanta desacralización, traición, trato y avaricia? Solo la devoción del pueblo era pura y el deseo de que nos enviara al prometido. ¿Pero anhelábamos un guerrero libertador? ¿Un príncipe de paz?

      —¡Bendito sea Yavé, hasta el día que nos envíe al Elegido! —rezaban.

      El día de la Expiación significaba para la nación hebrea la gran manifestación del sumo sacerdote Josef Caifás ante el pueblo de Dios. Era el día de la prueba de su absoluto poder. Según mi padre y la orden farisea a la que pertenecíamos, se había convertido en un títere de los romanos, con quienes compartía negocios comunes y el control férreo de los judíos de las cuatro provincias. Lo saduceos eran una plaga.

      Hasta la sangre reseca de los animales sacrificados la vendía para abonar tierras. Enfrentado a los fariseos, Caifás otorgaba los cargos sacerdotales entre los de su secta y su familia, que no vivían para glorificar al Templo, sino para vivir de él y mostrar toda su vanidad mundana ante los fieles. En sus almas no anidaba un sentimiento de pueblo elegido de Dios, y mucho menos el espíritu de la ley de Moisés.

      Estrechamente ligados a la intrigante familia de Herodes y a los procuradores de Roma, mostraban un escaso celo por el sacerdocio y una fría religiosidad. Por eso jamás permitirían que un revolucionario mesías, fuera el Bautista u otro cualquiera, acabara con su crónica de complacencias, riquezas y pingües negocios.

      Inmerso en aquellos pensamientos, crucé junto a mi padre el Patio de los Gentiles, centro de la actividad pública del Templo, donde una cohorte de la XII legión Fulminata, al mando del general Liviano Malio, vigilaba el ceremonial y a un grupo de revoltosos galileos, ¡siempre los galileos!, que besaban las losas del patio con devoción. Sacerdotes y doctores del Talmud se dirigían como nosotros al Pórtico de Salomón, ocupado por centenares de levitas revestidos de blanco. Aquel día santo habían abandonado sus ocupaciones en las oficinas de recaudación, en el altar de los sacrificios, en los archivos, en el tesoro y en el registro, y se arremolinaban en los atrios.

      Entre el murmullo de los peregrinos y los balidos de los corderos, los sacerdotes movían sus labios alzando retahílas de plegarias al cielo y otros tocaban arpas y pífanos y cantaban canciones ancestrales, cuyos orígenes se perdían en el peregrinaje por el desierto del Sinaí, tras la esclavitud de Egipto.

      En las laderas del monte Escopo se distinguía un mar de tiendas donde pernoctaban los peregrinos llegados de Idumea, Samaria, Judea y Galilea, los cuatro territorios que formaban la Palestina de mi infancia.

      Un haz de luz áurea gravitaba sobre las columnas griegas de oro y blancura marmórea que sostenían las tres naves del Patio de las Mujeres. Allí era donde los maestros Gamaliel y Shenaya nos enseñaban los secretos del Talmud de Babilonia cada mañana. Tras cuarenta años de obras, aún se realizaban trabajos en las defensas de los cuatro patios para hacerlo más suntuoso que el de Salomón.

      Pasamos ante la Cámara del Tesoro, en el Patio de las Mujeres, que tiene la forma de macho cabrío y la Cámara de los Siclos, la que guardaba un fabuloso tesoro, acopiado con lo que debía pagar todo varón al Templo cada año.

      De repente me quedé paralizado, boquiabierto, mudo. Era ella.

      En un lugar destacado, descubrí a la princesa Salomé junto a otros miembros y damas de la familia herodiana, que asistían al fasto religioso. Una dulce aparición.

      Magnetizado por su súbita presencia, tiré del brazo de mi padre, con el pretexto de buscar un sitio más accesible de paso, y pasé frente a ella, para comprobar al menos si me recordaba y contemplar su indeleble belleza, que aún alteraba mis pulsos. Mis ojos la examinaron vacilantes y arrobados. El corazón me golpeaba como el martillo en un yunque, y su hermosura me pareció incomparable, afectada por la solemne gravedad de la realeza.

      Parecía

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